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– ¿Está seguro? -dijo Dalgliesh.

– Sí, señor, totalmente seguro.

– ¿Le hizo notar a su esposa lo del cerrojo descorrido?

– No, señor. No se lo mencioné hasta que estuvimos juntos en la cocina a la mañana siguiente.

– ¿Alguno de los dos volvió para comprobarlo?

– No, señor.

– Y lo notó al regresar, no cuando estaba ayudando a su esposa a subir el té.

– Sólo cuando regresábamos.

La enfermera Holland interrumpió.

– No sé por qué tenías que ayudarla a subir el té, Dean. La bandeja no pesa apenas. ¿No podía Kimberley habérselas arreglado sola? Normalmente lo hace. Si no hubiera ascensor, vale. Además, en el ala oeste siempre hay una luz tenue.

– Sí, claro que podía -dijo Dean con voz firme-, pero no me gusta que vaya por la casa sola a altas horas de la noche.

– ¿De qué tiene miedo?

– No es eso -dijo Dean con abatimiento-. Simplemente no me gusta.

– ¿Sabía que el señor Chandler-Powell suele correr el cerrojo de esta puerta puntualmente a las once? -dijo Dalgliesh con calma.

– Sí, señor, lo sabía. Todo el mundo lo sabe. Pero a veces es un poco más tarde si él da un paseo por el jardín. Preferí no cerrar, pues si el señor Chandler-Powell hubiera estado fuera no habría podido entrar.

– ¿Pasear por el jardín después de medianoche, en diciembre? -dijo la enfermera Holland-. ¿Es esto algo habitual, Dean?

Dean no la miró a ella sino a Dalgliesh, y dijo cabizbajo:

– No es mi cometido correr el cerrojo, señor. Y antes estaba cerrada. Nadie podía abrirla sin una llave.

Dalgliesh se dirigió a Chandler-Powell.

– ¿Y usted está seguro de que echó el cerrojo a las once?

– La cerré como de costumbre a las once y la encontré cerrada a las seis y media de esta mañana.

– ¿Alguien de aquí la abrió por algún motivo? Todos pueden ver la importancia de esto. Hemos de esclarecerlo ahora.

No habló nadie. El silencio se prolongó.

– ¿Alguien más advirtió que el cerrojo estaba corrido o descorrido después de las once? preguntó Dalgliesh.

De nuevo silencio, esta vez finalmente interrumpido por un murmullo quedo de negaciones. Benton observó que evitaban mirarse unos a otros.

– Por ahora será suficiente -dijo Dalgliesh-. Gracias por su colaboración. Me gustaría verlos a todos por separado, aquí o en el centro de operaciones de la Vieja Casa de la Policía.

Dalgliesh se puso en pie, y el resto de los presentes se levantó a su vez silenciosa y sucesivamente. Todavía no hablaba nadie. Los detectives estaban cruzando el vestíbulo cuando Chandler-Powell los alcanzó.

– Si tiene tiempo, me gustaría hablar un segundo con usted -le dijo a Dalgliesh.

Dalgliesh y Kate lo siguieron al estudio. Se cerró la puerta. Benton no sintió ningún resentimiento por una exclusión que había sido transmitida sutilmente pero no expresada con palabras. Sabía que en cualquier investigación había momentos en que dos agentes podían obtener información y tres inhibirla.

En el estudio, el señor Chandler-Powell no perdió el tiempo. Estando los tres de pie, dijo:

– Debo decirles algo. Obviamente han advertido el malestar de Kimberley cuando se le ha preguntado por qué no despertó a Flavia Holland. Creo que seguramente lo intentó. La puerta de la suite no estaba cerrada con llave, y si ella o Dean la abrieron un poco oirían voces, la mía y la de Flavia. A medianoche yo estaba con ella. Creo que los Bostock se han sentido cohibidos y por eso no lo han dicho, sobre todo en presencia de los demás.

– Pero ¿no habría oído usted cómo se abría la puerta? -dijo Kate.

El la miró con calma.

– No necesariamente. Estábamos ocupados hablando.

– Luego confirmaré esto con los Bostock -dijo Dalgliesh-. ¿Cuánto rato estuvieron juntos?

– Cuando terminé de conectar las alarmas y echar el cerrojo de la puerta del jardín me reuní con Flavia en su sala de estar. Estuve allí hasta eso de la una. Teníamos que hablar de varias cosas, unas profesionales, otras personales. Ninguna relacionada con Rhoda Gradwyn. Durante ese rato ninguno de los dos vimos ni oímos nada anormal.

– ¿Oyeron el ascensor?

– No. Y tampoco esperábamos oírlo. Como han visto, está junto a las escaleras, frente a la salita de la enfermera, pero es moderno y relativamente silencioso. Desde luego la enfermera Holland confirmará mis palabras, y sin duda cuando Kimberley sea interrogada por alguien experto en obtener información de la gente vulnerable, admitirá haber oído nuestras voces si sabe que he hablado con ustedes. No me reconozcan demasiado mérito por haberles contado lo que espero siga siendo confidencial. Tendría que ser muy ingenuo para no comprender que, si Rhoda Gradwyn murió alrededor de la medianoche, Flavia y yo nos hemos concedido mutuamente una coartada. Más vale que sea sincero. No quiero ser tratado de forma distinta a los demás. Pero normalmente los médicos no asesinan a sus pacientes, y si tuviera en mente destruir este lugar y mi prestigio, lo habría hecho antes de la operación, no después. No soporto que se desperdicie mi trabajo.

Al mirar la cara de Chandler-Powell súbitamente teñida de una ira y una indignación que lo transformaban, Dalgliesh tuvo la seguridad de que al menos las últimas palabras eran ciertas.

11

Dalgliesh fue al jardín a telefonear a la madre de Rhoda Gradwyn. Era una llamada a la que tenía pavor. Dar el pésame personalmente, como ya había hecho una agente de la policía local, era difícil de veras. Era una tarea que ningún agente cumplía de buen grado, algo que él había hecho numerosas veces, dudando antes de levantar la mano para golpear la puerta o llamar al timbre, una puerta que siempre se abría de inmediato revelando unos ojos confusos, suplicantes, esperanzados o angustiados, a la espera de una noticia que cambiaría su vida. Sabía que algunos colegas habrían encargado esa labor a Kate. Transmitir por teléfono compasión a un pariente afligido le parecía una chapuza, pero siempre había pensado que el pariente más próximo debía conocer al agente encargado de la investigación en un caso de asesinato y estar al corriente del desarrollo del proceso en la medida en que esto fuera factible.

Respondió una voz de hombre. Sonaba desconcertada y aprensiva, como si el teléfono fuera un instrumento técnicamente avanzado del que no se pudieran esperar buenas noticias. Sin identificarse, dijo con innegable alivio:

– ¿La policía, dice? Espere, por favor. Voy a llamar a mi esposa.

Dalgliesh volvió a identificarse y expresó su condolencia con el mayor tacto posible, sabiendo que ella ya había recibido una noticia cuya gravedad ninguna delicadeza podía mitigar. Se encontró con un silencio inicial. Luego, con una voz tan insensible como si él hubiera acabado de transmitir una inoportuna invitación a tomar el té, ella dijo:

– Gracias por llamar, pero ya lo sabíamos. Me dio la noticia la joven de la policía local. Dijo que la había llamado alguien de la policía de Dorset. Se marchó a las diez. Fue muy amable. Tomamos una taza de té juntas y no me contó demasiado. Sólo que Rhoda había sido hallada muerta y que no era una muerte natural. Aún no puedo creerlo. No sé, ¿quién querría hacer daño a Rhoda? Pregunté qué había pasado y si la policía conocía al culpable, pero ella dijo que no podía responder a preguntas como ésta porque había otra fuerza encargada del caso y que usted se pondría en contacto conmigo. Sólo había venido a darme la noticia. Aun así, fue amable.

– Señora Brown, ¿sabía usted si su hija tenía algún enemigo? -dijo Dalgliesh-. ¿Alguien que hubiera podido desearle algo malo?

Y ahora él advirtió el claro tono de resentimiento.

– Bueno, seguramente, ¿no? Si no, no la habrían matado. Estaba en una clínica privada. Rhoda no iba a lo barato. ¿Por qué no cuidaron de ella? Mira que dejar que asesinen a una paciente…, es negligencia por parte de la clínica. Rhoda aún quería hacer muchas cosas. Tenía mucho éxito. Siempre había sido muy lista, como su padre.