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– ¿Le dijo ella que iba a quitarse la cicatriz en la clínica de la Mansión Cheverell?

– Me dijo que pensaba quitarse la cicatriz pero no dónde ni cuándo. Rhoda era muy reservada. De niña ya era así, se guardaba sus secretos, sin decir a nadie lo que pensaba. Desde que se marchó de casa nos vimos poco, pero vino aquí a mi boda en junio y fue cuando me habló de la cicatriz. Lo debía haber hecho años atrás, desde luego. Tenía esa cicatriz desde hace más de treinta años. Cuando contaba trece se golpeó la cara contra la puerta de la cocina.

– ¿Puede contarnos algo de sus amigos, de su vida privada?

– Ya se lo he dicho, era muy reservada. No sé nada de sus amigos ni de su vida privada. Tampoco sé qué va a pasar con el entierro, si debería ser en Londres o aquí. No sé si hay cosas que yo tendría que hacer. Por lo general hay que rellenar formularios. Y hay que dar la noticia a la gente. No quiero molestar a mi esposo. Está muy afectado. Cuando conoció a Rhoda, le cayó muy bien.

– Habrá autopsia, por supuesto -dijo Dalgliesh-, y luego el forense entregará el cadáver. ¿Tiene usted amigos que puedan ayudarla y aconsejarla?

– Bueno, tengo amigos en la iglesia. Hablaré con el párroco, quizás él pueda ayudar. Tal vez podamos celebrar el oficio religioso aquí, aunque, claro, ella era muy conocida en Londres. Pero no era religiosa, así que quizá no habría querido una ceremonia. Espero no tener que ir a esa clínica, dondequiera que esté.

– Está en Dorset, señora Brown. En Stoke Cheverell.

– Bueno, no puedo dejar al señor Brown para ir a Dorset.

– De hecho no hay ninguna necesidad de ello a menos que desee estar presente en las pesquisas judiciales. ¿Por qué no habla con su abogado? Supongo que el de su hija se pondrá en contacto con usted. Encontramos el nombre y la dirección en el bolso de ella. Seguro que la ayudará. Me temo que tendré que examinar las pertenencias de su hija tanto aquí como en su casa de Londres. Y quizá deba llevarme algunas para su análisis en el laboratorio, pero cuidaremos de ellas y más adelante se las devolveremos. ¿Me da usted su autorización?

– Puede coger lo que quiera. Nunca he estado en la casa de Rhoda en Londres. Supongo que antes o después deberé ir. Puede que haya objetos de valor. Y habrá libros. Siempre tuvo muchos libros. Tanto leer. Siempre tenía la cabeza metida en un libro. ¿Qué bien le harán? No la van a hacer volver. ¿La operación tuvo lugar?

– Sí, ayer. Según parece, fue muy bien.

– Y todo este dinero gastado para nada. Pobre Rhoda. Pese a todo su éxito, no tuvo mucha suerte.

Y ahora le cambió la voz, y Dalgliesh pensó que quizá la mujer estaba intentando contener las lágrimas.

– Voy a colgar -dijo ella-. Gracias por llamar. Creo que ya no puedo asimilar nada más. Ha sido una conmoción. Rhoda asesinada. Es una de esas cosas que lees o ves en la televisión. No imaginas que le pueda suceder a alguien que conoces. Y ya libre de esa cicatriz ella tenía tantas posibilidades ante sí… No parece justo.

Alguien que conoces, pensó Dalgliesh, no alguien que quieres. Oyó que ella estaba llorando y se cortó la comunicación.

Hizo una breve pausa mirando el aparato antes de hacer la siguiente llamada, al abogado de la señorita Gradwyn. La pena, esa emoción universal, no tenía una respuesta universal, se expresaba de maneras distintas, algunas de ellas curiosas. Recordó la muerte de su madre, cómo en aquel momento, al querer comportarse bien ante la tristeza de su padre, se las arregló para contener las lágrimas, incluso en el entierro. Pero la pena volvía a afectarle con el paso de los años, escenas brevemente evocadas, fragmentos de conversación, una mirada, los aparentemente indestructibles guantes de jardinera de su madre, y, más vivido que todas las pequeñas añoranzas perdurables que aún le asaltaban, él asomado a la ventanilla del tren que lentamente lo llevaba de vuelta a la escuela, mientras veía la figura de ella, con el mismo abrigo de todos los años, que procuraba no volverse para decirle adiós con la mano porque él le había pedido que no lo hiciera.

Tras sacudirse los recuerdos, regresó al presente y marcó otro número. Saltó un contestador. La oficina estaría cerrada hasta el lunes a las diez, pero las cuestiones urgentes serían atendidas por el abogado de guardia, al que se podía llamar a un número concreto. La segunda llamada fue respondida al punto por una voz clara e impersonal, y una vez Dalgliesh se hubo identificado y hubo explicado que deseaba hablar urgentemente con el abogado de la señorita Gradwyn, le dieron el número particular del señor Newton Macklefield. Dalgliesh no había dado explicaciones, pero su voz debió de sonar convincente.

No le sorprendió que, siendo sábado, Newton Macklefield estuviera fuera de Londres, con la familia en su casa de campo de Sussex. La conversación fue seria y formal, salpicada de voces de niños y ladridos de perros. Tras las expresiones de horror y los lamentos personales, que sonaban más protocolarios que sinceros, Macklefield dijo:

– Naturalmente, haré todo lo que esté en mi mano para ayudar en la investigación. ¿Dice que estará en Sanctuary Court mañana por la mañana? ¿Tiene una llave? Sí, claro, ella la llevaría encima. En la oficina no tengo ninguna de sus llaves. Puedo reunirme con usted a las diez y media, si le viene bien. Pasaré por la oficina y traeré el testamento, aunque seguramente encontrará una copia en la casa. Me temo que poco más puedo hacer. Como sabrá, comandante, la relación entre un abogado y su cliente puede ser muy estrecha, sobre todo si el abogado ha obrado en representación de la familia, quizá durante más de una generación, y ha llegado a ser considerado un confidente y un amigo. No era así en el caso que nos ocupa. La relación entre la señorita Gradwyn y yo era de confianza y respeto mutuo y, desde luego por mi parte, de cariño. Pero exclusivamente profesional. Yo conocía a la cliente pero no a la mujer. A propósito, supongo que el pariente más cercano ya ha sido informado.

– Sí -dijo Dalgliesh-, sólo su madre, que ha descrito a su hija como una persona muy reservada. Le he dicho que yo debía entrar en la casa de Londres y no ha puesto ninguna objeción a eso ni a que me lleve cualquier cosa que pueda ser útil.

– Yo, como abogado suyo, tampoco tengo inconveniente. Bien, le veré en la casa a eso de las diez y media. Un asunto bien raro. Gracias por ponerse en contacto conmigo, comandante.

Tras guardar el móvil, Dalgliesh pensó que el asesinato, un crimen único para el que no hay reparación posible, impone sus propias obligaciones así como sus convenciones. Dudaba de si Macklefield habría interrumpido su fin de semana en el campo por un crimen como mínimo fuera de lo común. Cuando era un agente joven, él también había sentido la atracción -bien que no deseada y provisional- del asesinato, aun cuando éste le repugnara y le horrorizara. Había observado cómo transeúntes inocentes, siempre que estuvieran exentos de pesar o sospecha, eran absorbidos por el homicidio, atraídos inexorablemente al lugar del crimen con fascinada incredulidad. La multitud y los medios de comunicación aún no se habían congregado frente a las puertas de hierro de la Mansión. Pero acudirían, y no tenía muy claro que el equipo de seguridad privada de Chandler-Powell fuera capaz de hacer algo más que causarles alguna molestia.

12

El resto de la tarde estuvo dedicado a los interrogatorios personales, la mayoría de los cuales tuvieron lugar en la biblioteca. Helena Cressett fue la última en ser entrevistada, y Dalgliesh había encargado la tarea a Kate y Benton. Tenía la sensación de que la señorita Cressett esperaba que fuera él quien le interrogara, y Dalgliesh necesitaba que ella comprendiera que él dirigía un equipo, y que sus dos agentes subalternos eran muy competentes. Curiosamente, la señorita Cressett invitó a Kate y Benton a reunirse con ella en su piso privado del ala este. La estancia adonde les condujo era obviamente la sala de estar, pero su elegancia y suntuosidad no eran precisamente lo que uno esperaba encontrar en el alojamiento de una administradora-ama de llaves. Los muebles y los cuadros ponían de manifiesto un gusto muy personal, y aunque la habitación no estaba exactamente abarrotada, daba la impresión de que aquellos objetos valiosos habían sido reunidos allí más para la satisfacción del propietario que obedeciendo a un plan decorativo. Era, pensó Benton, como si Helena Cressett hubiera colonizado parte de la Mansión para convertirla en su territorio privado. Aquí no había nada de la oscura solidez del mobiliario Tudor. Aparte del sofá, cubierto de tela de hilo color crema ribeteada de rojo y situado en ángulo recto con respecto a la chimenea, la mayor parte de los muebles eran de estilo georgiano.