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– ¿Contrató usted a Sharon Bateman?

– Puse un anuncio en varios periódicos, y ella hizo la solicitud. Estaba trabajando en una residencia de ancianos y tenía buenas referencias. De hecho, no la entrevisté yo. En aquel momento me encontraba en mi piso de Londres, así que se encargaron la señora Frensham, la señorita Westhall y la enfermera Holland. Creo que nadie lo ha lamentado.

– Antes de llegar aquí Rhoda Gradwyn, ¿la conocía o la había visto alguna vez?

– No la conocía, pero naturalmente había oído hablar de ella. Como todo el mundo que lee los periódicos, supongo. Sabía que era una periodista de éxito e influyente. No tenía ningún motivo para pensar bien de ella, pero una antipatía personal, que en realidad no era más que incomodidad al oír su nombre, no me impulsaba a desearle la muerte. Mi padre fue el último Cressett varón y perdió casi todo el dinero familiar en el desastre de Lloyds. Se vio obligado a vender la Mansión, y el señor Chandler-Powell la compró. Poco después de la venta, Rhoda Gradwyn escribió en una publicación financiera un breve artículo crítico sobre los Nombres de Lloyds, citando en particular a mi padre entre otros. Insinuaba que los desafortunados se habían llevado su merecido. El artículo incluía también una pequeña descripción de la Mansión, pero la sacaría de alguna guía, pues por lo que sabíamos ella nunca había estado aquí. A juicio de algunos de los amigos de mi padre, fue el artículo lo que lo mató, pero yo nunca lo creí, y me parece que ellos tampoco. Hubiera sido una reacción exagerada a comentarios crueles pero no exactamente difamatorios. Hacía años que mi padre tenía problemas cardíacos, y era consciente del estado delicado de su salud. La venta de la Mansión quizá fue el golpe definitivo, pero dudo mucho que pudiera afectarle algo que dijera o escribiera Rhoda Gradwyn. Al fin y al cabo, ¿quién era ella? Una mujer ambiciosa que ganaba dinero a costa del dolor de los demás. Alguien la odiaba lo bastante para ponerle las manos alrededor del cuello, pero nadie que hubiera dormido aquí anoche. Y ahora, si me lo permiten, me gustaría que se fueran. Por supuesto, estaré aquí mañana a su disposición en todo momento, pero ya he tenido suficientes emociones por hoy.

Era una petición que no podían rechazar. El interrogatorio había durado menos de media hora. Cuando oyeron la puerta cerrarse con firmeza a su espalda, Benton pensó, con cierto pesar, que lo único que ella y él tenían en común, y que probablemente tendrían jamás, era que preferían la poesía de Thomas Hardy a sus novelas.

13

Quizá porque el interrogatorio colectivo en la biblioteca era un recuerdo vivido y desagradable, los sospechosos, como en virtud de un acuerdo tácito, evitaban hablar abiertamente del asesinato, pero Lettie sabía que lo hacían en privado: ella misma y Helena; los Bostock en la cocina, que siempre habían considerado su casa pero ahora veían más como un refugio; y, suponía, los Westhall en la Casa de Piedra. Sólo Flavia y Sharon parecían distanciarse de los demás y guardar silencio, Flavia ocupada en tareas inconcretas en la suite de operaciones, Sharon experimentando una especie de regresión a una adolescencia taciturna y monosilábica. Mog circulaba entre todos distribuyendo pequeños chismorreos y teorías como limosnas en manos extendidas. Sin haberse celebrado reuniones formales ni acordado estrategias, a Lettie le parecía que estaba surgiendo una teoría común que sólo los más escépticos consideraban poco convincente; pero se callaban.

Con toda evidencia, el asesinato era un crimen cometido por alguien de fuera y Rhoda Gradwyn había dejado entrar a su asesino en la Mansión, después de haber acordado el día y la hora seguramente antes de que ella se marchara de Londres. Es por eso por lo que había insistido tanto en que no se permitieran visitas. Al fin y al cabo, era una conocida periodista de investigación. Seguro que tenía enemigos. El coche que vio Mog probablemente era el del asesino, y la luz que la señora Skeffington vislumbró en las piedras, su linterna en movimiento. La puerta con el cerrojo echado a la mañana siguiente era un contratiempo, pero el mismo asesino pudo haber cerrado la puerta después de ejecutar su acción y luego debió de ocultarse en la Mansión hasta que Chandler-Powell descorrió el cerrojo al día siguiente. Después de todo, antes de que llegara la policía sólo había habido un registro superficial de la casa. Por ejemplo, ¿alguien había inspeccionado las cuatro suites vacías del ala oeste? Además, había numerosos armarios lo bastante grandes para albergar a un hombre. Un intruso podía pasar perfectamente inadvertido. Pudo haberse ido por la puerta oeste sin que nadie le viera y escapar por la senda de los limeros hasta el campo mientras todos los de la casa, encerrados en la biblioteca orientada al norte, estaban siendo interrogados por el comandante Dalgliesh. Si la policía no hubiera tenido tanto empeño en estudiar a los habitantes de la Mansión, a estas alturas ya habría prendido al asesino.

Lettie no recordaba quién había nombrado a Robin Boyton como principal sospechoso alternativo, pero cuando surgió la idea, se propagó mediante una especie de osmosis. Al fin y al cabo, él había ido a Stoke Cheverell a visitar a Rhoda Gradwyn, al parecer estaba desesperado por verla y había sido rechazado. Seguramente el asesinato no había sido premeditado. Después de la operación, la señorita Gradwyn era perfectamente capaz de andar. Lo había dejado entrar, habían tenido una pelea, y él había perdido los estribos. Hay que admitir que no era el propietario del coche aparcado cerca de las piedras, pero éste quizá no tenía nada que ver con el asesinato. La policía intentaba localizar al dueño. Nadie decía lo que todos pensaban: que sería conveniente que no lo encontraran. Aunque el conductor resultara ser un viajero muy cansado que se detuvo prudentemente a echar una cabezadita, la teoría del intruso seguía siendo válida.

A la hora de cenar, Lettie percibió que las especulaciones iban menguando. Había sido un día largo y traumático, y lo que ansiaban todos era un período de calma. También parecían necesitar soledad. Chandler-Powell y Flavia dijeron a Dean que cenarían en sus respectivas habitaciones. Los Westhall se fueron a la Casa de Piedra, y Helena invitó a Lettie a compartir una comida consistente en tortilla de hierbas y ensalada que ella prepararía en su pequeña cocina privada. Después de la comida, lavarían los platos juntas y se acomodarían frente al fuego de leña para escuchar un concierto en Radio Tres bajo la tenue luz de una sola lámpara. Nadie mencionó la muerte de Rhoda Gradwyn.

A las once el fuego se estaba extinguiendo. Una frágil llama azul lamía el último tronco mientras éste se desintegraba en ceniza gris. Helena apagó la radio, y las dos se quedaron en silencio.

– ¿Por qué te fuiste de la Mansión cuando yo tenía trece años? -preguntó Helena de pronto-. ¿Tuvo que ver con mi padre? Siempre he pensado que sí, que erais amantes.

Lettie contestó con calma.

– Siempre fuiste muy sofisticada para tu edad. Estábamos tomándonos demasiado cariño, dependiendo demasiado el uno del otro. Lo acertado era marcharme. Y tú tenías que estar con otras chicas, tener una educación más amplia.

– Supongo. Aquella escuela espantosa. ¿Erais amantes? ¿Tuvisteis relaciones sexuales? Una expresión horrible, pero las alternativas son aún más burdas.

– Una vez. Por eso supe que tenía que acabar con aquello.

– ¿Por mamá?

– Por todos nosotros.

– Así que fue un Breve encuentro sin la estación de tren.