– Algo parecido.
– Pobre mamá. Años de médicos y enfermeras. Al cabo de un tiempo, sus débiles pulmones ya no parecían ni enfermos, sino sólo parte de lo que era ella realmente. Cuando murió, apenas la eché de menos. De hecho, ella había estado más ausente que presente. Recuerdo que me mandaron llamar a la escuela, pero demasiado tarde. Creo que me alegré de no llegar a tiempo. Pero esa habitación vacía, fue horroroso. Aún aborrezco esa habitación.
– Yo también tengo una pregunta -dijo Lettie-. ¿Por qué te casaste con Guy Haverland?
– Porque era divertido, listo, encantador. Y muy rico. Aunque yo sólo tenía dieciocho años, supe desde el principio que no duraría. Por eso nos casamos en Londres por lo civil. Las promesas parecían menos exorbitantes. Guy no podía resistirse a ninguna mujer guapa, y no iba a cambiar. Pero pasamos tres años maravillosos, y él me enseñó mucho. Nunca me arrepentiré.
Lettie se puso en pie.
– Es hora de acostarse -dijo-. Gracias por la cena. Buenas noches, querida. -Y se fue.
Helena se dirigió a la ventana que daba al oeste y descorrió las cortinas. El ala oeste estaba a oscuras, era sólo una forma alargada iluminada por la luna. Se preguntó si sería la muerte violenta lo que la había impulsado a confiarse, a formular preguntas que había guardado en su interior durante años. Pensó en Lettie y su matrimonio. No habían tenido hijos y sospechaba que esto había sido motivo de aflicción. Aquel cura con quien se casó ella, ¿veía aún el sexo como algo indecente y consideraba a su esposa y a todas las mujeres virtuosas como madonas? Las revelaciones de esta noche, ¿eran un sustituto de la pregunta que estaba en la mente de ambas y que ninguna se había atrevido a formular?
14
Hasta las siete y media, Dalgliesh casi no había tenido tiempo de examinar su hogar provisional y habituarse a él. La policía local había sido muy serviciaclass="underline" había comprobado las líneas telefónicas, había instalado un ordenador y colocado un tablero de corcho en la pared por si Dalgliesh necesitaba exponer imágenes visuales. También se había pensado en su comodidad, y aunque la casita de piedra tenía el leve olor a moho de una casa desocupada durante meses, en la chimenea ardía un fuego de leña. La cama estaba hecha, y en la planta de arriba había una estufa eléctrica. Dalgliesh comprobó que de la ducha, aun sin ser moderna, salía agua muy caliente, y que la nevera estaba abastecida de suficientes provisiones para al menos tres días, incluida una cazuela de estofado de cordero obviamente hecho en casa. Había también latas de cerveza y dos botellas de vino blanco y dos de tinto muy aceptables.
A las nueve se había duchado y cambiado, había calentado y consumido el estofado. Una nota debajo del plato explicaba que había sido cocinado por la señora Warren, un descubrimiento que reforzó la idea de Dalgliesh de que la asignación temporal de su esposo a la Brigada había sido un acierto. Abrió una de las botellas de vino tinto y la dejó con tres vasos sobre una mesita baja ante el fuego. Con las cortinas de alegres estampados corridas frente a la noche, se encontró, como ocurría a veces en un caso, cómodamente instalado en un período de soledad. Pasar al menos una parte del día completamente solo era para él, desde la infancia, algo tan necesario como la comida o la luz. Ahora, agotada la breve tregua, sacó su pequeña libreta personal y comenzó a analizar los interrogatorios del día. Desde la época de sargento detective, anotaba en un bloc extraoficial unas cuantas palabras y expresiones destacadas que inmediatamente le permitían recordar una persona, una admisión imprudente, un fragmento de diálogo, un intercambio de miradas. Ayudándose de esto, tenía un recuerdo casi completo. Una vez hecha esta revisión particular, llamaría a Kate para pedirle que ella y Benton se reunieran con él, y entonces hablarían del desarrollo de la jornada y dispondrían el plan del día siguiente.
Los interrogatorios no habían aportado cambios esenciales a los datos de que ya disponían. Cierto es que Kimberley, pese a que el señor Chandler-Powell le había asegurado que su actuación había sido correcta, estaba evidentemente disgustada e intentaba convencerse a sí misma de que, al fin y al cabo, pudo haberse equivocado. A solas en la biblioteca con Dalgliesh y Kate, no dejaba de echar miradas furtivas a la puerta, como si esperase ver a su esposo o temiera la llegada del señor Chandler-Powell. Dalgliesh y Kate tuvieron paciencia con ella. Cuando le preguntaron si, en su momento, estaba segura de que las voces que había oído eran las del señor Chandler-Powell y la enfermera Holland, adoptó la expresión de quien se angustia esforzándose en pensar.
– Pensé que eran el señor Chandler-Powell y la enfermera, claro, pero es que no podía, no sé, no podía esperar que fueran otros. Parecían ellos, si no, no habría supuesto que eran ellos, ¿verdad? Pero no recuerdo lo que decían. Me pareció que estaban discutiendo. Abrí la puerta de la salita sólo un poco y allí no estaban, así que quizás estaban en el dormitorio. Pero, desde luego, también puede ser que estuvieran en la salita y yo no los viera. Oí voces fuertes, pero a lo mejor sólo estaban hablando. Era muy tarde…
Se le quebró la voz. Si la citaban a declarar en el juicio, Kimberley, como la señora Skeffington, sería un regalo para la defensa. Le preguntaron qué pasó luego, y Kimberley contestó que había regresado junto a Dean, que la esperaba frente a la sala de estar de la señora Skeffington, y se lo había contado.
– ¿Contado el qué?
– Que me parecía haber oído a la enfermera discutiendo con el señor Chandler-Powell.
– ¿Y es por eso por lo que usted no los llamó ni le dijo a la enfermera que había subido té a la señora Skeffington?
– Es lo que ya dije en la biblioteca, señor. Los dos pensamos que a la enfermera no le gustaría que la molestaran, y que en realidad daba igual porque la señora Skeffington aún no había sido operada. En todo caso, la señora Skeffington estaba bien. No había pedido que avisaran a la enfermera, y si hubiera querido verla, podía haber utilizado el timbre de llamada.
Más tarde, Dean corroboró el testimonio de Kimberley. Parecía estar incluso más consternado que su mujer. No había advertido si la puerta que daba al sendero de limeros estaba con el cerrojo descorrido cuando él y Kimberley subían la bandeja del té, pero insistía en que sí lo estaba cuando regresaron. Se había dado cuenta al pasar junto a la puerta. Repitió que no lo había corrido porque era posible que el señor Chandler-Powell estuviera dando un paseo a una hora especialmente tardía y en cualquier caso no era cometido suyo. El y Kimberley fueron los primeros en levantarse y tomaron juntos un té en la cocina a las seis. Después, él fue a mirar la puerta y vio que el cerrojo estaba echado. No le sorprendió tanto; en los meses de invierno, el señor Chandler-Powell casi nunca lo descorría antes de las nueve. No le contó a Kimberley que la puerta no tenía corrido el cerrojo para que no se pusiera nerviosa. Él no estaba preocupado, pues estaban las dos cerraduras de seguridad. No era capaz de explicar por qué no había vuelto más tarde a comprobar las cerraduras y el cerrojo, limitándose a decir que la seguridad no era responsabilidad suya.
Chandler-Powell permanecía tan tranquilo como cuando llegó el primer equipo. Dalgliesh admiraba el estoicismo con el que aquel hombre estaría previendo la destrucción de su clínica, y posiblemente la desaparición de sus pacientes privados. Al final del interrogatorio de Chandler-Powell en su estudio, del que no salió nada nuevo, Kate le dijo:
– A excepción del señor Boyton, parece que nadie conocía a la señorita Gradwyn antes de que ingresara en la Mansión. Pero en cierto modo ella no es la única víctima. Su muerte afectará inevitablemente al éxito de su trabajo aquí. ¿Hay alguien que pudiera tener interés en hacerle daño a usted?