Los Shepherd eran, pensó Kate, unos propietarios de pensión atípicos. En sus ocasionales experiencias en esos útiles lugares donde detenerse había detectado varias características que los dueños tenían en común. Eran simpáticos, sociables, les gustaba conocer gente nueva, se mostraban orgullosos de su casa, siempre estaban a punto de dar información práctica sobre la zona y sus atractivos, y, desafiando las advertencias contemporáneas sobre el colesterol, ofrecían el mejor exponente del desayuno inglés completo. Además, los Shepherd seguramente eran más viejos que la mayoría de las personas que se dedicaban al duro trabajo de dar de comer a un huésped tras otro. Los dos eran altos, aunque la más alta era ella, y quizá parecían mayores de lo que indicaban sus años. Los ojos de ambos, apacibles pero cautelosos, eran serenos, su apretón de manos firme, y se movían sin la rigidez propia de la edad avanzada. El señor Shepherd, con el tupido pelo blanco rematado por un flequillo que caía sobre unas gafas de montura metálica, parecía una edición benigna de un autorretrato de Stanley Spencer. El cabello de su esposa, menos espeso y ahora gris acero, estaba recogido en una larga y fina trenza sujeta con dos horquillas en la parte superior de la cabeza. Sus voces se parecían notablemente, un acento natural característico de la clase alta que podía irritar mucho a los que no lo tuvieran y que, se dijo Kate, de hecho les habría impedido acceder a un empleo en la BBC o a hacer una carrera política, en el caso improbable de que una u otra opción les hubiera atraído.
El dormitorio de Kate tenía todo lo necesario para pasar una noche cómoda pero no tenía nada superfluo. Supuso que la de Benton, al lado, sería idéntica. Dos camas individuales juntas estaban cubiertas con inmaculadas colchas blancas, las lámparas de las mesillas eran modernas para facilitar la lectura, y había una cómoda de dos cajones y un pequeño armario provisto de perchas de madera. El cuarto de baño no tenía bañera sino ducha, que tras un giro preliminar de los grifos resultó que funcionaba bien. El jabón no era perfumado pero sí caro, y al abrir el armario Kate vio que estaba dotado de todos los artículos que algunos visitantes pueden olvidarse de meter en la maleta: cepillo de dientes envuelto en celofán, pasta dentífrica, champú y gel de ducha. Como persona madrugadora, Kate lamentó la falta de una tetera y otros artilugios para preparar un té matutino, pero un breve anuncio en la cómoda informaba de que se podía pedir té en cualquier momento entre las seis y las nueve, si bien para los periódicos había que esperar a las ocho y media.
Se cambió la blusa por otra recién lavada, se puso un jersey de cachemir y, tras coger la chaqueta, se reunió con Benton en el vestíbulo.
Al principio salieron a una negrura impenetrable y desorientadora. La linterna de Benton, su haz de luz brillante como un faro en miniatura, transformaba las losas y el camino en obstáculos desconcertantes y distorsionaba la forma de árboles y matorrales. A medida que los ojos de Kate se iban acostumbrando a la noche, las estrellas se iban haciendo visibles una a una contra la cuajada de nubes grises y negras entre las cuales una media luna desaparecía y reaparecía con gracia, blanqueando el estrecho camino y volviendo la oscuridad misteriosamente irisada. Andaban sin hablar, los zapatos sonando como si clavaran tachuelas en el asfalto a modo de invasores resueltos y amenazadores, criaturas alienígenas que alteraban la paz de la noche. Sólo que, pensó Kate, no había paz. Incluso en la quietud alcanzó a oír los débiles susurros de criaturas que avanzaban entre la hierba y, de vez en cuando, un grito lejano, casi humano. El inexorable rito de matar y ser matado estaba representándose al amparo de la oscuridad. Rhoda Gradwyn no era el único ser vivo que había muerto aquel viernes por la noche.
A unos cincuenta metros pasaron frente a la casa de los Westhall, que tenía luz encendida en una ventana de la primera planta y otras dos en las ventanas de la planta baja. A unos metros a la izquierda estaba el aparcamiento, el cobertizo oscuro, y más allá una fugaz imagen del círculo de Cheverell, las piedras eran tan sólo formas medio imaginadas hasta que las nubes se separaron bajo la luna y los monolitos se alzaron, pálidos e insustanciales, dando la impresión de flotar, iluminados, sobre los campos negros y hostiles.
Y ahora estaban en la Vieja Casa de la Policía, con luz en las dos ventanas de la planta baja. Mientras se acercaban, abrió la puerta Dalgliesh, que por momentos, con aquellos pantalones de sport, una camisa a cuadros desabrochada y un jersey, les pareció un desconocido. En la chimenea ardía un fuego de leña que perfumaba el aire, y también se percibía un ligero aroma sabroso. Dalgliesh había colocado tres cómodas sillas bajas frente al fuego, con una mesita de roble entre ellas, encima de la cual había una botella abierta de vino tinto, tres vasos y un plano de la Mansión. Kate sintió que se le levantaba el ánimo. Esa rutina al final del día era como volver a casa. Cuando le llegara el momento de aceptar el ascenso con el inevitable cambio de puesto, ésos eran los momentos que echaría de menos. La conversación versaba sobre muertes y asesinatos, a veces en su forma más espantosa, pero, en su recuerdo, esas sesiones al final del día albergaban la cordialidad y la seguridad, la sensación de ser valorada, algo que no había conocido en su infancia. Junto a la ventana había un escritorio que sostenía el portátil de Dalgliesh, un teléfono y al lado una abultada carpeta de papeles; también había un pandeado maletín apoyado en la pata de la mesa. Dalgliesh se había traído consigo otros asuntos. Parece cansado, pensó ella. Mala señal, lleva semanas trabajando demasiado, y notó que la invadía un sentimiento de emoción que jamás podría expresar, bien lo sabía.
Se acomodaron alrededor de la mesa. Mirando a Kate, Dalgliesh preguntó:
– ¿Estáis cómodos en la pensión? ¿Habéis cenado?
– Muy cómodos, gracias, señor. La señora Shepherd se ha portado muy bien. Sopa casera, pastel de pescado y… ¿qué era eso dulce, sargento? Tú entiendes de comida.
– El rey de los budines, señora.
– El inspector Whetstone ha acordado con los Shepherd que no acepten más huéspedes mientras estéis vosotros allí. Deberán ser compensados por las pérdidas económicas, pero seguro que esto ya está resuelto. La fuerza local ha colaborado de forma extraordinaria. No habrá sido fácil.
– No creo que los Shepherd vayan a ser molestados con otras visitas, señor -interrumpió Benton-. La señora ha dicho que no tenían reservas hechas y no esperaban ninguna. De todos modos, sólo disponen de las dos habitaciones. Están atareados en primavera y verano, pero sobre todo con huéspedes habituales. Y son exigentes. Si no les gusta el aspecto de los que llegan, ponen enseguida el cartel de «Completo» en la ventana.
– ¿Y qué gente no les gusta? -dijo Kate.
– Los que llevan coches grandes y caros y los que quieren ver las habitaciones antes de hacer la reserva. Nunca rechazan a mujeres que viajan solas o a personas sin coche que al final del día están lógicamente desesperadas. Su nieto se aloja con ellos el fin de semana, pero en un anexo al final del jardín. El inspector Whetstone lo conoce. Mantendrá la boca cerrada. Adoran a su nieto pero no su moto.
– ¿Quién te ha contado todo esto? -preguntó Kate.
– La señora Shepherd mientras me enseñaba la habitación.
Kate no hizo ningún comentario sobre la tremenda capacidad de Benton para obtener información sin pedirla. Evidentemente, ante un joven apuesto y deferente la señora Shepherd había sido tan vulnerable como la mayoría de las integrantes de su sexo.