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– ¿Inocentes? -dijo Dalgliesh-. ¿Te sientes seguro de ti mismo hasta el punto de distinguir entre las víctimas que merecen morir y las que no? Aún no has participado en la investigación sobre el asesinato de un niño, ¿verdad?

– No, señor. -Usted ya lo sabía, no tenía por qué preguntarlo, pensó Benton.

– Cuando lo hagas, si llegas a hacerlo, el dolor que tendrás que presenciar te obligará a hacerte muchas preguntas, más emocionales y teológicas que la que tienes que responder aquí: «¿Quién lo hizo?» La indignación moral es lógica. Sin ella no alcanzaríamos el grado de humanos. Pero para un detective enfrentado al cadáver de un niño, un joven, un inocente, hacer una detención puede convertirse en una campaña personal, y esto es peligroso. Puede corromper el juicio. Todas las víctimas merecen el mismo compromiso.

Lo sé, señor. Intentaré hacerlo así, pensó Benton. Pero las palabras no expresadas le parecieron pretenciosas, la respuesta de un colegial culpable ante una crítica. No dijo nada.

Kate rompió el silencio.

– Pese a todo lo que hemos investigado, ¿al final cuánto sabemos realmente de la víctima, los sospechosos, el asesino? Me pregunto por qué Rhoda Gradwyn vino aquí.

– Para quitarse esa cicatriz -dijo Benton.

– Una cicatriz que tenía desde hacía treinta y cuatro años -dijo Dalgliesh-. ¿Por qué ahora? ¿Por qué este lugar? ¿Por qué había necesitado conservarla y por qué ahora quería deshacerse de ella? Si supiéramos esto, quizás estaríamos más cerca de saber algo sobre la mujer. Y tienes razón, Benton, murió por ser quien era y lo que era.

«Benton» en vez de «sargento», vaya, ya es algo. Ojalá supiera quién eres tú, pensó. Pero por esto, en parte, le fascinaba su trabajo. Tenía un jefe que seguía siendo para él un enigma, y siempre lo sería.

– El comportamiento de la enfermera Holland esta mañana, ¿no fue un poco extraño? -dijo Kate-. Cuando Kim le dijo que la señorita Gradwyn no la había llamado para pedir el té, ¿no habría sido más lógico que la enfermera comprobara enseguida si la paciente estaba bien en vez de decirle a Kim que subiera el té? A lo mejor estaba procurando asegurarse de que hubiera un testigo con ella cuando descubriera el cadáver. ¿Sabría ya que la señorita Gradwyn estaba muerta?

– Chandler-Powell dice que él abandonó la habitación de la enfermera Holland a la una -dijo Benton-. ¿No habría sido lógico que ella hiciera entonces una visita a su paciente? Lo pudo haber hecho perfectamente, con lo que habría sabido que Gradwyn estaba muerta al pedir a Kimberley que llevara el té. Siempre es aconsejable tener un testigo cuando descubres el cadáver. De todos modos, esto no significa que ella la asesinara. Como he dicho antes, no me imagino a Chandler-Powell ni a la enfermera Holland estrangulando a una paciente, sobre todo cuando han acabado de intervenirla.

Kate pareció estar dispuesta a discutir esta cuestión, pero no dijo nada. Era tarde, y Dalgliesh sabía que todos estaban cansados. Ya era hora de exponer el plan del día siguiente. El y Kate irían a Londres a ver qué pruebas obtenían en la casa de Rhoda Gradwyn en la City. Benton y el agente Warren se quedarían en la Mansión. Dalgliesh había aplazado el interrogatorio de Robin Boyton con la esperanza de que mañana se habría calmado y estaría dispuesto a cooperar. Las prioridades eran que Benton y Warren interrogaran a Boyton; que localizaran, si era posible, el coche que había sido visto cerca de las Piedras de Cheverell; que establecieran el enlace con los agentes de la escena del crimen, cuyo trabajo en principio debía estar terminado hacia mediodía; y que mantuvieran una presencia policial en la Mansión y garantizaran que los guardias de seguridad contratados por el señor Chandler-Powell no entraran en la escena del crimen. A eso del mediodía también se esperaba el informe de la doctora Glenister sobre la autopsia; Benton telefonearía a Dalgliesh en cuanto lo hubieran recibido. Aparte de estas tareas, Dalgliesh decidiría por iniciativa propia si había que interrogar otra vez a algún sospechoso.

Era casi medianoche cuando Benton llevó las tres copas de vino a la cocina para lavarlas. Acto seguido, él y Kate se pusieron en camino a través de la oscuridad fragante, lavada por la lluvia, rumbo a la Casa de la Glicina.

TERCERA PARTE

16-18 de diciembre
Londres, Dorset, Midlands, Dorset

1

Dalgliesh y Kate salieron de Stoke Cheverell antes de las seis, una hora temprana en parte porque Dalgliesh tenía una fuerte aversión al denso tráfico de la mañana, pero también porque en Londres necesitaba tiempo suplementario. Debía entregar en el Yard unos documentos en los que había estado trabajando, recoger el borrador de un informe confidencial del que se requerían sus comentarios y dejar una nota en la mesa de su secretaria. Una vez hecho esto, él y Kate viajaron en silencio por las calles casi desiertas.

Para Dalgliesh, como para muchos, las primeras horas de un domingo por la mañana en la City tenían un atractivo especial. Durante cinco días laborables, el aire palpita de energía, y uno llega a creer que la gran riqueza del lugar está siendo físicamente extraída a martillazos, a base de sudor y agotamiento, en alguna sala de máquinas subterránea. El viernes por la tarde, los engranajes dejan poco a poco de girar, y al observar a los trabajadores de la City que se aglomeran por miles en los puentes del Támesis y se dirigen a sus estaciones de tren, al ver ese éxodo masivo, uno repara en que no es tanto una cuestión de voluntad como de obediencia a un impulso plurisecular. Un domingo por la mañana a primera hora, la City, lejos de acomodarse para dormir más profundamente, yace expectante en silencio, aguardando la aparición de un ejército fantasmagórico, convocado por campanas para adorar a viejos dioses en sus santuarios cuidadosamente preservados y para recorrer tranquilas calles recordadas. Incluso el río parece fluir más despacio.

Encontraron aparcamiento a unos centenares de metros de Absolution Alley, y Dalgliesh echó un último vistazo al plano, cogió el kit, y los dos se pusieron a andar en dirección este. Habría sido fácil pasar por alto la estrecha entrada adoquinada bajo un arco de piedra, con unos ornamentos que no armonizaban con aquella abertura tan estrecha. El patio enlosado, con dos apliques que sólo iluminaban una penumbra dickensiana, era pequeño, y en el centro había un pedestal sobre el que se levantaba una estatua deteriorada por el paso del tiempo, posiblemente de antiguo significado religioso pero que ahora no era más que una masa pétrea informe. El número ocho estaba en el lado este, la puerta pintada de un verde tan oscuro que casi parecía negro y con un llamador de hierro con forma de búho. Al lado del número ocho había una tienda que vendía grabados antiguos, y que en el exterior tenía un expositor de madera ahora vacío. Un segundo edificio era obviamente una agencia de colocación, pero nada revelaba el tipo de trabajadores que esperaba atraer. En otras puertas había pequeñas placas bruñidas con nombres desconocidos. El silencio era absoluto.

La puerta tenía dos cerraduras de seguridad, pero no costó nada encontrar las llaves pertinentes en el manojo de la señorita Gradwyn, y se abrió sin dificultad. Dalgliesh alargó la mano y encontró el interruptor de la luz. Entraron en una estancia pequeña, revestida de paneles de roble y con un adornado techo enlucido que incluía la fecha: 1684. En la parte de atrás, una ventana dividida con parteluces daba a un patio empedrado con espacio para poco más que un árbol sin hojas en un inmenso tiesto de terracota. A la derecha había una hilera de perchas para abrigos con un estante debajo para zapatos, y a la izquierda una mesa rectangular de roble en la que se veían cuatro sobres, sin duda facturas o catálogos, que, pensó Dalgliesh, seguramente habían llegado antes de que la señorita Gradwyn saliera el jueves para la Mansión y que, como probablemente habría considerado ella, muy bien podían esperar hasta su regreso. El único cuadro era una pequeña pintura al óleo de un hombre del siglo XVII con una cara larga y delicada, que colgaba encima de la chimenea de piedra y que Dalgliesh, tras un primer examen, pensó que era una reproducción del conocido retrato de John Donne. Encendió la luz de encima del retrato y lo estudió unos instantes en silencio. Colgado solo en una habitación que era un lugar de paso, adquiría un poder icónico, quizá como el genio que presidiera la casa. Dalgliesh apagó la luz y se preguntó si así había sido también para Rhoda Gradwyn.