– Bien. Averigua, si puedes, si él espera algo del testamento de la señorita Gradwyn. Hoy no vas a parar, ¿eh? Así se hace. Aquí hemos encontrado algo interesante, pero ya lo hablaremos por la noche. Te llamaré desde Droughton Cross. -Y se acabó la conversación.
– Pobre chica -dijo Kate-. Si dice la verdad, entiendo por qué las postales son importantes para ella. Pero ¿por qué cortar la dirección y luego tomarse la molestia de enterrarlas? No tienen valor para nadie más, y si el viernes por la noche fue a las piedras para comprobar que seguían allí o para recuperarlas, ¿por qué debía hacerlo? ¿Y por qué de noche y tan tarde? No obstante, Benton ha dicho que el paquete estaba intacto. Señor, no parece que las postales tengan nada que ver con el asesinato.
Los hechos se sucedían deprisa. Antes de que Dalgliesh pudiera responder, sonó el timbre de la puerta.
– Será el señor Macklefield -dijo Kate, que bajó a abrirle.
En la escalera de madera se oyó un rumor de pisadas, ninguna voz. Entró primero Newton Macklefield, que no mostró ninguna curiosidad por la estancia y tendió la mano sin sonreír.
– Espero no haber llegado inoportunamente temprano. Los domingos por la mañana hay poco tráfico.
Era más joven de lo que Dalgliesh había imaginado por su voz al teléfono, seguramente cuarenta y pocos, y tenía un buen aspecto clásico: alto, rubio y de piel clara. Transmitía la confianza del éxito metropolitano asegurado, lo que contrastaba hasta tal punto con los pantalones de pana, la camisa a cuadros desabotonada y la gastada chaqueta de tweed, que la ropa, adecuada para un fin de semana en el campo, tenía un artificioso aire de disfraz. Sus rasgos eran regulares, la boca firme y bien formada, los ojos cautelosos, una cara, pensó Dalgliesh, disciplinada para revelar sólo las emociones apropiadas. Ahora lo apropiado era el pesar y la conmoción, expresados con gravedad pero sin emotividad y, para los oídos de Dalgliesh, con una nota de desagrado. Un bufete de abogados ilustre de la City no esperaba perder un cliente de forma tan notoria.
Rechazó sin mirarla la silla del escritorio que le acercó Kate, pero la utilizó para sostener el maletín. Abriéndolo, dijo:
– He traído una copia del testamento. Dudo que en sus disposiciones haya algo que le vaya a ayudar en su investigación, pero desde luego debe usted disponer de ella.
– Supongo que mi colega ya se ha presentado. Inspectora Kate Miskin -dijo Dalgliesh.
– Sí. Nos hemos conocido en la puerta.
Kate recibió un apretón de manos tan breve que los dedos de uno y otro apenas se tocaron. No se sentó nadie.
– La muerte de la señorita Gradwyn consternará y horrorizará a todos los socios del bufete. Como le expliqué cuando hablamos por teléfono, yo la conocía como cliente, no como amiga, pero le teníamos un gran respeto y la echaremos mucho de menos. Su banco y mi despacho son albaceas testamentarios conjuntos, de modo que en su momento se encargarán de los trámites del entierro.
– Creo que para su madre -dijo Dalgliesh-, ahora señora Brown, esto será un alivio. Ya he hablado con ella. Parecía ansiosa por desvincularse todo lo posible de las secuelas de la muerte de su hija, incluidas las pesquisas judiciales. Al parecer no estaban muy unidas, y a lo mejor no desea desvelar ciertos asuntos familiares o ni siquiera pensar en ellos.
– Bueno -dijo Macklefield-, su hija era bastante hábil a la hora de desvelar secretos de otros. Aun así, el hecho de que la familia no se implique le conviene más a usted que tener que cargar con una de esas madres llorosas y ávidas de publicidad que sacan de la tragedia todo lo que pueden y exigen un informe sobre la marcha de la investigación. Seguramente yo tendré más problemas con ella que usted. En todo caso, fuera cual fuese la relación con su hija, el dinero será suyo. La cantidad probablemente le sorprenderá. Ya habrá usted visto los extractos de las cuentas y la cartera de acciones.
– ¿Todo va a parar a su madre? -dijo Dalgliesh.
– Todo menos veinte mil libras, que son para Robin Boyton, cuya relación con la fallecida desconozco. Recuerdo cuando la señorita Gradwyn vino a hablar del testamento conmigo. Mostró una singular falta de interés en la cesión de su capital. Por lo general, la gente menciona una o dos organizaciones benéficas, la vieja escuela o la universidad. Nada de eso. Era como si quisiera que, después de morir, su vida privada siguiera siendo anónima. El lunes llamaré a la señora Brown y concertaré una cita. Como es lógico, ayudaremos en todo lo que podamos. Naturalmente ustedes se mantendrán en contacto con nosotros, pero no creo que pueda contarles nada más. ¿Han avanzado en la investigación?
– Todo lo que hemos podido en el día transcurrido desde su muerte -contestó Dalgliesh-. El martes sabré la fecha de la indagación judicial. A estas alturas, es probable que se suspenda.
– Podemos enviar a alguien. Es una formalidad, pero más vale estar ahí si va a haber publicidad, lo que será inevitable en cuanto se dé la noticia.
Dalgliesh cogió el testamento y le dio las gracias. Era obvio que Macklefield se disponía a marcharse. Cerrando el maletín, dijo:
– Si me disculpan, voy a irme, a menos que necesiten algo más. Le he prometido a mi esposa que estaría de vuelta a la hora de comer. Mi hijo ha invitado a varios amigos a pasar el fin de semana. Una casa llena de etonianos y cuatro perros puede ser una mezcla difícil de controlar.
Estrechó la mano de Dalgliesh, y Kate lo precedió escaleras abajo. A su regreso, ella dijo:
– Seguro que no habría mencionado a su hijo si hubiera ido a la escuela pública de Bogside. -Luego lamentó el comentario. Dalgliesh había respondido a la observación de Macklefield con una sonrisa irónica, fugazmente desdeñosa, pero esa momentánea revelación de una peculiaridad poco atractiva del individuo no le había irritado. A Benton le habría divertido.
Dalgliesh agarró el manojo de llaves y dijo:
– Y ahora los cajones. Pero primero necesito un café. Quizá podíamos habérselo ofrecido a Macklefield, pero yo no deseaba prolongar la visita. La señora Brown dijo que podíamos coger de la casa lo que quisiéramos, así que no le molestará que tomemos un poco de leche y café. Eso si hay leche en la nevera.
No había.
– No es ninguna sorpresa, señor -dijo Kate-. La nevera está vacía. Un cartón de leche, aun sin abrir, podría estar caducado a su regreso.
Kate bajó la cafetera eléctrica a la planta inferior a ponerle agua. Regresó con un vaso para los cepillos de dientes que enjuagó a fin de que sirviera como segunda taza, y de pronto notó cierto desasosiego, como si este pequeño acto, que no se podía considerar precisamente una violación de la intimidad de la señorita Gradwyn, fuera una impertinencia. Rhoda Gradwyn había sido muy exigente con su café, y en la bandeja con el molinillo había una lata de alubias. Kate, presa aún de un sentimiento irracional de culpa por estar cogiendo cosas de un muerto, puso en marcha el molinillo. El ruido fue tremendo y pareció interminable. Al rato, cuando la cafetera hubo dejado de gotear, llenó las dos tazas y las llevó al escritorio.
Mientras esperaba que el café se enfriara, él dijo:
– Si hay alguna otra cosa interesante, seguramente la encontraremos aquí. -Y abrió el cajón con una llave.
Dentro sólo había una carpeta beige de papel manila, el bolsillo interior lleno de papeles. Olvidándose de momento del café, apartaron las tazas a un lado y Kate acercó una silla junto a Dalgliesh. Los papeles consistían casi exclusivamente en copias de recortes de prensa, el primero de los cuales era un artículo de un periódico dominical con fecha de febrero de 1995. El encabezamiento era descarnado: «Asesinada por ser demasiado bonita.» Debajo, ocupando la mitad de la página, había la fotografía de una niña. Parecía una foto de la escuela. El pelo rubio había sido cuidadosamente cepillado y recogido en una coleta a un lado, y la blanca blusa de algodón, que parecía inmaculada, estaba desabrochada en el cuello y cubierta por un pichi azul oscuro. La niña era realmente bonita. Incluso con una pose simple y sin ningún artificio especial en la iluminación, la escueta foto transmitía algo de la confianza sincera, la apertura a la vida y la vulnerabilidad de la infancia. Mientras Kate la miraba fijamente, la imagen pareció desintegrarse en polvo y se convirtió en una mancha sin sentido, y acto seguido recobró la nitidez.