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Debajo de la imagen, el periodista, absteniéndose de comentarios hiperbólicos y desaforados, se había contentado con dejar que la historia hablase por sí sola. «Hoy, en el tribunal de la corona, Shirley Beale, de doce años y ocho meses, ha sido declarada culpable del asesinato de su hermana Lucy, de nueve años. Shirley estranguló a Lucy con su corbata de la escuela, luego golpeó la cabeza que odiaba hasta volverla irreconocible. Lo único que ha dicho, tanto en el momento de la detención como posteriormente, es que lo hizo porque Lucy era demasiado bonita. Beale será enviada a un pabellón infantil de seguridad hasta que a los diecisiete años pueda ser trasladada a un reformatorio. Silford Green, un tranquilo barrio del este de Londres, se ha convertido en un lugar de horror. Informe completo en la página cinco. Sophie Langton escribe en la página 12: "¿Por qué matan los niños?"»

Dalgliesh dio la vuelta al recorte. Debajo, sujeta a una simple hoja de papel, había una fotografía. El mismo uniforme, la misma blusa blanca, pero esta vez con una corbata, la cara vuelta hacia la cámara con una mirada que Kate recordó de sus propias fotos escolares, rencorosa, algo nerviosa por participar en un pequeño rito anual de iniciación, de mala gana pero resignada. Era una cara extrañamente adulta, una cara que ellos conocían.

Dalgliesh volvió a coger la lupa, examinó la imagen y luego pasó la lente a Kate. Los rasgos característicos estaban ahí, la frente alta, los ojos ligeramente saltones, la boca pequeña y definida con el labio superior pronunciado, un rostro común y corriente que ahora era imposible considerar inocente o infantil. Los ojos miraban a la cámara tan inexpresivos como los puntos que formaban la imagen, el labio inferior más grueso ahora en la edad adulta pero con la misma insinuación de terquedad irritable. Mientras Kate miraba, su mente superpuso una imagen muy distinta: la cara de un niño aplastada y convertida en un amasijo sanguinolento de huesos rotos, el cabello rubio cubierto de sangre. No era un caso de la Met y con una declaración de culpabilidad no se había celebrado un juicio, pero el asesinato aún removía viejos recuerdos en ella y, pensó Kate, también en Dalgliesh.

– Sharon Bateman -dijo Dalgliesh-. Me pregunto cómo consiguió esto Gradwyn. Es raro que se pudiera publicar. Debieron de levantar las restricciones.

No era lo único que Rhoda había conseguido. Con toda evidencia, su investigación había comenzado a partir de su primera visita a la Mansión, y había sido meticulosa. El primer recorte iba seguido de otros. Los antiguos vecinos habían sido locuaces, tanto para expresar su horror como para revelar información sobre la familia. Había imágenes de una pequeña casa adosada en la que las niñas habían vivido con su madre y su abuela. En la época del asesinato, los padres estaban divorciados, él se había marchado dos años antes. Los vecinos que aún vivían en la calle explicaban que el matrimonio había sido turbulento, pero que con las niñas no había habido ningún problema, ni policía ni asistentes sociales, ni nada parecido, rondando por la casa. Lucy era la bonita, sin duda, pero las dos parecían llevarse bien. Shirley era la más tranquila, algo hosca, no exactamente una niña simpática. Los recuerdos de la gente, lógicamente influidos por el horror de lo sucedido, daban a entender que Shirley siempre había sido la excluida. Hablaban de ruido de peleas, gritos y golpes ocasionales antes de la separación de los padres, pero al parecer las niñas recibían la atención debida. La abuela se encargaba de eso. Desde la marcha del padre habían tenido una serie de inquilinos, algunos obviamente novios de la madre, aunque esto se decía con tacto, y uno o dos estudiantes que buscaban alojamiento barato, ninguno de los cuales se quedó mucho tiempo.

De un modo u otro, Rhoda Gradwyn se había hecho con el informe de la autopsia. La muerte se había producido por estrangulación, y las heridas de la cara, que le habían destrozado los ojos y roto la nariz, habían sido causadas después de la muerte. Gradwyn también había localizado y entrevistado a uno de los agentes de la policía encargados del caso. No había ningún misterio. La muerte se había producido a eso de las tres y media de un sábado por la tarde, mientras la abuela, que entonces contaba sesenta y nueve años, se encontraba en un salón de actos local jugando al bingo. No era algo inhabitual que las niñas se quedaran solas. El crimen fue descubierto a las seis, cuando la abuela regresó a casa. El cuerpo de Lucy se hallaba en el suelo de la cocina, donde se desarrollaba casi toda la vida familiar, y Shirley estaba arriba, durmiendo en su cama. No había hecho intento alguno de quitarse la sangre de su hermana de las manos y los brazos. Sus huellas estaban en el arma, una vieja plancha de hierro que se usaba como tope de la puerta, y ella admitió haberla matado con la misma emoción con la que hubiera confesado que la había dejado sola un rato.

Kate y Dalgliesh se quedaron unos momentos en silencio. Kate sabía que los pensamientos de uno y otro eran análogos. Este descubrimiento era una complicación que influiría no sólo en su percepción de Sharon como sospechosa -cómo no-, sino también en la conducción de la investigación. Ahora Kate lo veía todo lleno de escollos de procedimiento. Ambas víctimas habían sido estranguladas; el hecho podría resultar irrelevante, pero no dejaba de ser un hecho. Sharon Bateman -y seguirían utilizando ese nombre- no estaría viviendo en la comunidad si las autoridades no hubieran considerado que ya no suponía una amenaza. Llegados a ese punto, ¿no merecía Sharon que se la considerase sospechosa, con las mismas probabilidades de ser culpable que cualquiera de los demás? ¿Y quién más lo sabía? ¿Estaba enterado Chandler-Powell? ¿Confió Sharon eso a alguien de la Mansión, y en ese caso a quién? ¿Sospechó Rhoda Gradwyn de la identidad de Sharon desde el principio y fue por eso por lo que se quedó? ¿Amenazó con hacerlo público? Y en ese caso, ¿Sharon o tal vez alguien más que supiera la verdad tomó medidas para impedírselo? Si detenían a otra persona, ¿la mera presencia de una asesina convicta en la Mansión no influiría en la fiscalía a la hora de decidir si el tribunal debía estimar o no la demanda? Los pensamientos se agitaban en su cabeza, pero no los expresó en voz alta. Con Dalgliesh siempre procuraba no manifestar lo evidente.

– Este año se ha producido la separación de funciones en el Ministerio del Interior -dijo Dalgliesh-, pero creo que los cambios me han quedado más o menos claros. Desde el mes de mayo el nuevo ministro de Justicia es responsable del Servicio Nacional de Tutoría de los Delincuentes, y los agentes de libertad vigilada que llevan a cabo la supervisión se llaman ahora tutores de delincuentes. Sharon debe de tener uno, sin duda. He de comprobar si estoy en lo cierto, pero tengo entendido que un delincuente ha de pasar al menos cuatro años sin conflictos en la comunidad antes de que se le levante la supervisión; de todos modos, el permiso sigue vigente toda la vida, de modo que un condenado a cadena perpetua reúne todos los requisitos para que lo hagan volver en cualquier momento.

– Pero ¿estaba Sharon obligada legalmente a informar a su agente de libertad vigilada de que estaba implicada, aunque fuera inocente, en un caso de asesinato? -dijo Kate.

– Por supuesto que sí, pero si no lo ha hecho, el Servicio Nacional de Tutoría de los Delincuentes lo sabrá mañana, cuando se dé la noticia. Sharon también tenía que haberles informado de su cambio de empleo. Tanto si ha estado en contacto con su supervisor como si no, desde luego es responsabilidad mía comunicarlo al servicio de libertad vigilada, y éste tendrá que elevar un informe al Ministerio de Justicia. Es este servicio, y no la policía, quien debe manejar la información y tomar decisiones cuando sea necesario.