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»Mis padres eran pobres, no estaban en la miseria pero contaban cada céntimo, y el dinero que pudiera necesitar yo debía salir de mi beca o de trabajos en vacaciones. Así que cuando fui a Londres debía encontrar algún lugar barato donde vivir. Como es lógico, el centro de la ciudad era demasiado caro, por lo que tuve que buscar en otra parte. Un amigo que había ingresado en la universidad el año anterior se estaba alojando en Gidea Park, una zona residencial de Essex, y me aconsejó que mirase por allí. Cuando fui a visitarle vi, en el escaparate de un estanco, el anuncio de que se alquilaba una habitación adecuada para un estudiante en Silford Green, a sólo dos estaciones en la línea de Londres Este. Había un número de teléfono. Llamé y fui a la casa. Era una adosada ocupada por un estibador, Stanley Beale, su esposa y sus dos hijas, Shirley, de once años, y su hermana pequeña Lucy, de ocho. También vivía en la casa la abuela materna. La verdad es que no había sitio para un inquilino. La abuela compartía el dormitorio más grande con las dos niñas, y el señor y la señora Beale tenían el otro dormitorio en la parte de atrás. Yo ocupaba el tercero, el más pequeño, también en la parte trasera. Pero era barato, estaba cerca de la estación, el viaje era fácil y rápido y yo estaba apurado. En la primera semana se hicieron realidad mis peores temores. El marido y la mujer se peleaban todo el tiempo; la abuela, una vieja desagradable y avinagrada, evidentemente estaba resentida por ser ante todo una cuidadora de niños, y siempre que nos encontrábamos no paraba de quejarse de su pensión, del ayuntamiento, de las frecuentes ausencias de su hija, de la mezquina insistencia de su yerno en que ella contribuyera a su manutención. Como la mayoría de los días yo estaba en Londres y a menudo trabajaba hasta tarde en la biblioteca de la universidad, me ahorraba lo peor de las discusiones familiares. Al cabo de una semana de mi llegada, tras una pelea que hizo temblar la casa, al final Beale se marchó. Yo podía haber hecho lo mismo, pero lo que me retuvo fue la hija pequeña, Lucy.

Hizo una pausa. El silencio se prolongó y nadie le interrumpió. Alzó la cabeza para mirar a Dalgliesh. Kate apenas podía soportar la angustia que veía.

– ¿Cómo puedo describírsela? -dijo Collinsby-. ¿Cómo puedo hacérselo entender a ustedes? Era una niña encantadora, mucho más que hermosa, tenía gracia, dulzura, una inteligencia sutil. Empecé a llegar a casa más pronto para estudiar en mi habitación, y antes de irse a la cama Lucy venía a verme. Llamaba a la puerta y se sentaba en silencio y leía mientras yo trabajaba. Yo había traído conmigo libros, y cuando dejaba de escribir para preparar un café para mí y un vaso de leche para ella, hablábamos. Yo intentaba responder a sus preguntas. Hablábamos del libro que estaba leyendo ella. Puedo verla ahora. Su ropa hacía pensar que su madre la había encontrado en un mercadillo de beneficencia, en invierno largos vestidos de verano debajo de una rebeca sin forma, calcetines cortos y sandalias. Algunos fines de semana yo pedía permiso a su madre para llevármela a Londres a visitar un museo o una galería de arte. Nunca hubo ningún problema; la madre se alegraba de quitársela de en medio, sobre todo cuando llevaba hombres a casa. Yo sabía lo que pasaba, desde luego, pero no era responsabilidad mía. Me quedaba sólo por Lucy. La quería.

Se hizo de nuevo el silencio; luego Collinsby dijo:

– Sé que van a preguntarme si era una relación de carácter sexual. Sólo puedo decir que la mera idea habría sido para mí una blasfemia. Nunca la toqué. Pero era amor. ¿Y no es físico siempre el amor en cierta medida? Físico, no sexual. Deleitarse en la belleza y la gracia del ser amado. Miren, soy director de escuela. Conozco todas las preguntas que me van a hacer. «¿Alguna de sus acciones fue inconveniente?» ¿Cómo puede uno contestar a esta pregunta en una época en que siquiera pasar el brazo alrededor de los hombros de un niño que llora se considera algo indecoroso? No, nunca hubo nada de eso, pero ¿quién me creería?

Hubo un silencio prolongado. Transcurrido un minuto, habló Dalgliesh.

– ¿Estaba entonces Shirley Beale, ahora Sharon Bateman, viviendo en la casa?

– Sí, era la hermana mayor, una niña difícil, taciturna, reservada. Costaba creer que fueran hermanas. Shirley tenía la desconcertante costumbre de mirar fijamente a las personas, sin hablar, sólo mirar, una mirada acusatoria, más adulta que infantil. Supongo que debía haberme dado cuenta de que era desgraciada, bueno, seguramente me di cuenta, pero pensaría que era algo en lo que no podía hacer nada. En una ocasión en que planeaba llevar a Lucy a Londres a ver la abadía de Westminster, le sugerí que a Shirley quizá también le gustaría ir. «Sí, díselo», dijo Lucy. Y eso hice. No recuerdo exactamente qué respuesta me dio Shirley; algo así como que no quería ir al aburrido Londres a ver la aburrida abadía con un aburrido como yo. De todos modos, sé que, después de habérselo propuesto y de que ella rehusara, me sentí aliviado. A partir de ese momento ya no tendría que volver a tomarme la molestia. Supongo que debía haber comprendido lo que ella sentía, la desatención, el rechazo, pero yo tenía veintidós años y carecía de sensibilidad para reconocer su dolor y ocuparme de él.

Ahora intervino Kate.

– ¿Era responsabilidad suya ocuparse de eso? -dijo-. Usted no era su padre. Si las cosas iban mal en la familia, eran ellos los que debían afrontar los problemas.

Collinsby se volvió hacia ella casi, parecía, con alivio.

– Esto es lo que me digo ahora a mí mismo. Pero no estoy seguro de creérmelo. Aquélla no era una casa cómoda para mí ni para ninguno de ellos. Si no hubiera sido por Lucy, habría buscado otro alojamiento. Por ella me quedé hasta el final del curso. Tras sacar el título de profesor decidí hacer el viaje planeado. No había estado nunca en el extranjero, salvo un viaje escolar a París, y primero fui a los lugares obvios: Roma, Madrid, Viena, Siena, Verona, y luego a la India y Sri Lanka. Al principio mandaba postales a Lucy, a veces dos a la semana.

– Es probable que Lucy nunca recibiese sus postales -dijo Dalgliesh-. Pensamos que Shirley las interceptó. Las hemos encontrado cortadas por la mitad y enterradas junto a una de las Piedras de Cheverell.

No explicó qué eran las piedras. Pero claro, pensó Kate, no hacía ninguna falta.

– Al cabo de un tiempo dejé de enviarlas, pensando que Lucy me había olvidado o estaba ocupada con su vida escolar, que yo había sido una influencia importante durante un tiempo, pero no de carácter duradero. Y lo tremendo es eso: en cierto modo me sentía más tranquilo. Tenía un porvenir profesional que forjarme, y acaso Lucy hubiera sido no sólo una alegría sino también una responsabilidad. Y yo buscaba un amor adulto… ¿no nos pasa a todos en la juventud? Me enteré del asesinato estando en Sri Lanka. Durante unos momentos me sentí físicamente enfermo por el horror y la conmoción y, lógicamente, apenado por la niña que había amado. Pero más adelante, cuando recordaba ese año con Lucy, era como un sueño, y el pesar una dispersa tristeza por todos los niños maltratados y asesinados y por la muerte de la inocencia. Quizá porque ahora yo tenía un hijo. No escribí a la madre ni a la abuela para darles el pésame. Nunca mencioné a nadie que yo conocía a la familia. No sentía absolutamente ninguna responsabilidad por su muerte. No tenía ninguna. Sí me avergonzaba y lamentaba no haber intentado seguir en contacto, pero esto ya pasó. Cuando regresé a casa, ni siquiera la policía vino para interrogarme. ¿Por qué iban a hacerlo? Shirley había confesado, y las pruebas eran abrumadoras. La única explicación que llegó a darse fue que había matado a su hermana por ser demasiado bonita.