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Hubo un silencio momentáneo. Luego habló Dalgliesh.

– ¿Cuándo se puso Shirley Beale en contacto con usted?

– El 30 de noviembre recibí una carta suya. Al parecer había visto un programa de televisión sobre enseñanza secundaria en el que salía yo. Me reconoció y anotó el nombre de la escuela donde trabajaba… donde trabajo aún. La carta decía tan sólo que me recordaba, que aún me amaba y que necesitaba verme. Propuso que nos viéramos. Me dijo que estaba trabajando en la Mansión Cheverell y me explicó cómo llegar allí. Aquello me dejó horrorizado. No comprendí qué quería decir con que «aún me amaba». Ella nunca me había amado ni había mostrado la menor señal de afecto hacia mí. Ni yo hacia ella. Reaccioné de forma débil y poco sensata. Quemé la carta y traté de olvidarme del asunto. Fue inútil, desde luego. Diez días después, ella volvió a escribir. Esta vez era una amenaza. Dijo que debía verme, y que, si no iba, alguien le contaría al mundo que yo la había rechazado. Aún no sé cuál habría sido la respuesta adecuada. Seguramente decírselo a mi esposa, incluso informar a la policía. Pero ¿podía hacerles creer la verdad sobre mi verdadera relación con Lucy o con Shirley? Decidí que lo mejor, al menos al principio, sería verla e intentar quitarle de la cabeza sus falsas ilusiones. Me había dicho que me esperaría a medianoche en un aparcamiento situado al lado de la carretera que pasa junto a las Piedras de Cheverell. Incluso me mandó un pequeño mapa, dibujado con esmero. La carta terminaba así: «Es maravilloso haberte encontrado. No debemos separarnos nunca más.»

– ¿Conserva la carta? -dijo Dalgliesh.

– No. En esto también me comporté como un estúpido. La llevé conmigo a Stoke Cheverell y cuando llegué al aparcamiento, la quemé con el encendedor del coche. Supongo que desde que llegó la primera carta me negué a ver la realidad.

– ¿Y se vieron?

– Sí, nos vimos, y en las piedras, tal como ella había dispuesto. No la toqué ni siquiera para estrecharle la mano, aunque a ella no pareció sorprenderle. Me repugnaba. Propuse que volviéramos al coche, donde estaríamos más cómodos, y nos sentamos uno al lado del otro. Me dijo que me había amado incluso cuando yo estaba encaprichado con Lucy…, ésa es la palabra que utilizó. Había matado a Lucy porque estaba celosa, pero ya había cumplido su condena. Eso significaba que era libre para amarme. Quería casarse conmigo y ser la madre de mis hijos. Todo lo dijo con mucha calma, casi sin emoción aunque con una voluntad tremenda. Con la vista fija al frente, creo que mientras hablaba ni me miró. Expliqué con todo el tacto posible que estaba casado, que tenía un hijo, y que entre nosotros nunca podría haber nada. No le ofrecí ni siquiera mi amistad, a quién se le ocurre. Mi único deseo era no volver a verla nunca más. Aquello era inaudito, un horror. Cuando le dije que estaba casado replicó que esto no impediría que estuviéramos juntos. Yo podía divorciarme. Tendríamos hijos propios y ella cuidaría de mi otro hijo.

Mientras hablaba, Collinsby había permanecido con la vista baja, las manos agarradas a la mesa. Ahora alzó la cara hacia Dalgliesh, y éste y Kate vieron el pavor y la desesperación en sus ojos.

– ¡Cuidar de mi hijo! La mera idea de tenerla en casa, cerca de mi familia, me horrorizaba. Supongo que volvió a fallarme la imaginación. Debía haber percibido su necesidad, pero lo único que sentí fue miedo, el impulso de huir de ella, ganar tiempo. Lo hice mintiendo. Dije que hablaría con mi mujer pero que ella no debía albergar ninguna esperanza. Al menos dejé esto claro. Luego dijo adiós, también sin tocarme, y se fue. Me quedé mirando mientras desaparecía en la oscuridad, siguiendo un puntito de luz.

– ¿Entró usted en algún momento en la Mansión? -dijo Dalgliesh.

– No.

– ¿Le pidió ella que entrara?

– No.

– Mientras estaba aparcado, ¿vio u oyó a alguien?

– A nadie. Arranqué momentos después de que Shirley se apeara. No vi a nadie.

– Aquella noche fue asesinada una paciente de la Mansión.

¿Shirley Beale le dijo algo que le indujera a usted a pensar que ella pudiera ser la responsable?

– Nada.

– La paciente se llamaba Rhoda Gradwyn. ¿Shirley Beale citó este nombre, le habló de ella, le contó algo de la Mansión?

– Nada, excepto que trabajaba allí.

– ¿Era la primera vez que oía usted hablar de la Mansión?

– Sí, la primera vez. En las noticias no han dicho nada, seguro, y desde luego no ha salido en los periódicos del domingo. No lo habría pasado por alto.

– Probablemente saldrá mañana por la mañana. ¿Ha hablado con su esposa sobre Shirley Beale?

– Todavía no. Creo que he estado negando la realidad, esperando, aun sin verdadera esperanza, no tener más noticia de Shirley, haberla convencido de que juntos no teníamos ningún futuro. El conjunto del incidente era descabellado, absurdo, una pesadilla. Como ya sabe, pedí prestado el coche de Michael Curtís para el viaje y decidí que, si Shirley escribía otra vez, se lo confiaría a él. Tenía una necesidad desesperada de contárselo a alguien, y sabía que Michael sería prudente, comprensivo y sensato, y al menos me aconsejaría algo. Sólo entonces hablaría yo con mi esposa. Me doy cuenta, naturalmente, de que si Shirley hiciera público el pasado, arruinaría mi carrera.

Ahora volvió a hablar Kate.

– No si se aceptara la verdad, desde luego. Usted fue bondadoso y afectuoso con una niña evidentemente sola y necesitada. Tenía entonces sólo veintidós años. No podía saber de ninguna manera que su amistad con Lucy desembocaría en su muerte. Usted no es culpable de esa muerte. No lo es nadie salvo Shirley Beale. Ella también estaba sola y necesitada, pero usted no era responsable de su infelicidad.

– Sí fui responsable. Indirectamente y sin mala intención. Si Lucy no me hubiera conocido, ahora estaría viva.

– ¿Está seguro? Piense que habría podido surgir otro motivo de celos. -Ahora la voz de Kate era apremiante, imperiosa-. Sobre todo cuando hubieran llegado a la adolescencia y Lucy hubiera tenido novios, la atención, el amor. Es imposible saber qué habría pasado. No podemos responsabilizarnos moralmente de los resultados a largo plazo de nuestras acciones.

Se calló, tenía la cara colorada, y miró a Dalgliesh. Él sabía lo que ella estaba pensando. Kate había hablado movida por la compasión y la indignación, pero al revelar estos sentimientos había actuado de forma poco profesional. No hay que hacer creer a ningún sospechoso de asesinato que los agentes investigadores están de su parte. Dalgliesh se dirigió a Collinsby.

– Me gustaría que hiciera una declaración exponiendo los hechos tal como ha hecho aquí. Casi seguro que deberemos hablar de nuevo cuando hayamos interrogado a Sharon Bateman. Hasta ahora ella no nos ha contado nada, ni siquiera ha dado su verdadera identidad. Y si ha pasado menos de cuatro años viviendo en la comunidad tras ser excarcelada, aún estará bajo supervisión. Por favor, escriba su dirección particular en la declaración, tenemos que saber cómo localizarlo. -Abrió el maletín y sacó un impreso oficial que le entregó.

– Lo haré en el escritorio -dijo Collinsby-, la luz ahí es mejor. -Y se sentó dándoles la espalda. Luego se volvió y dijo-: Perdón, no les he ofrecido café ni té. Si la inspectora Miskin quiere prepararlo, en la puerta de al lado hay todo lo necesario. Puedo tardar un poco.

– Ya me encargo yo -dijo Dalgliesh, que se dirigió a la estancia contigua dejando la puerta abierta. Se oyó un tintineo de porcelana, el sonido de una tetera al llenarse. Kate esperó un par de minutos, y fue a reunirse con él en busca de la leche en la pequeña nevera. Dalgliesh llevó la bandeja con tres tazas y platillos y dejó una de las tazas, con el azucarero y la jarrita de leche, junto a Collinsby. Éste seguía escribiendo, y de pronto, sin mirarlos, alargó la mano y se acercó la taza. No se sirvió leche ni azúcar, y Kate llevó ambos ingredientes a la mesa donde ella y Dalgliesh permanecían sentados en silencio. Se sentía cansadísima, pero no sucumbió a la tentación de recostarse en la silla.