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Kate se preguntó si Dalgliesh o la señora Rayner mencionarían el asesinato de Lucy. Ninguno de los dos lo hizo. En vez de ello, Dalgliesh preguntó:

– Así que usted y el señor Collinsby quedaron en verse en el aparcamiento que hay cerca de las piedras. Quiero que me explique con exactitud qué sucedió y qué pasó entre ustedes.

– Ha dicho que han hablado con él. Pues ya les habrá contado qué pasó. No entiendo por qué he de volver sobre eso. No pasó nada. Dijo que estaba casado pero que hablaría con su esposa y le pediría el divorcio. Luego yo regresé a la casa y él se marchó.

– ¿Eso fue todo? -dijo Dalgliesh.

– Bueno, no íbamos a quedarnos en el coche toda la noche, ¿verdad? Sólo estuve sentada a su lado un ratito, pero no nos besamos ni nada parecido. No tienes por qué besar cuando estás realmente enamorada. Supe que él decía la verdad. Supe que me amaba. De modo que al cabo de unos minutos me apeé y volví a la casa.

– ¿Fue él con usted?

– No, ¿por qué iba a hacerlo? Yo conocía el camino, ¿no? En todo caso, él quería irse, me di cuenta.

– ¿Mencionó él en algún momento a Rhoda Gradwyn?

– Pues claro que no. ¿Por qué iba a hablar de ella? No la conocía.

– ¿Le dio usted llaves de la Mansión?

Y ahora Sharon se puso otra vez furiosa de repente.

– ¡No! No me pidió las llaves. ¿Para qué? Ni siquiera se acercó a la casa. Se han propuesto hacerle cargar con la culpa porque protegen a los demás…, al señor Chandler-Powell, la enfermera Holland, la señorita Cressett…, todos. Están intentando acusarnos a Stephen y a mí.

– No queremos acusar de este crimen a ninguna persona inocente -dijo Dalgliesh con voz tranquila-. Nuestro trabajo consiste en descubrir al culpable. Los inocentes no tienen nada que temer. Pero si acaba conociéndose la historia sobre usted, el señor Collinsby puede verse en un apuro. Creo que entiende lo que quiero decir. No vivimos en un mundo comprensivo, y es muy fácil que la gente malinterprete la amistad entre él y su hermana.

– Bueno, ella está muerta, ¿no? ¿Qué pueden demostrar ahora?

La señora Rayner rompió su silencio.

– No pueden demostrar nada, Sharon, pero los rumores y chismorreos no se basan en la verdad. Cuando el señor Dalgliesh haya terminado su interrogatorio será mejor que hablemos de tu futuro después de esta terrible experiencia. Hasta ahora lo has hecho muy bien, Sharon, pero creo que ha llegado el momento de reemprender la marcha. -Se volvió hacia Dalgliesh-. Si ha terminado, ¿puedo utilizar un rato alguna habitación?

– Por supuesto. Al otro lado del pasillo.

– De acuerdo -dijo Sharon-. En cualquier caso, estoy harta de polis. Harta de sus preguntas, de sus caras estúpidas.

Harta de este lugar. No entiendo por qué no puedo irme ya. Podría marcharme con usted.

La señora Rayner ya se había puesto en pie.

– Creo que esto no va a ser posible inmediatamente, Sharon, pero desde luego estamos en ello. -Se dirigió a Dalgliesh-. Gracias por dejarme utilizar la habitación. No creo que la necesitemos mucho rato.

Y así fue, pero a Kate los alrededor de cuarenta y cinco minutos o así que pasaron antes de que reaparecieran se le antojaron largos. Sharon, que ya no estaba malhumorada, se despidió de la señora Rayner y regresó mansamente con Benton a la Mansión. Mientras el guardia de seguridad abría la verja, Benton dijo:

– La señora Rayner parece una buena persona.

– Oh, sí. Me habría puesto en contacto con ella antes si ustedes no me hubieran estado vigilando como un gato a un ratón. Me va a buscar un sitio y así podré irme pronto de aquí. Entretanto, ustedes dejen en paz a Stephen. Ojalá nunca le hubiera citado en este puñetero lugar.

En la sala de interrogatorios, la señora Rayner se puso la chaqueta y cogió el bolso.

– Lástima que esté sucediendo esto. Le iba muy bien en la unidad geriátrica, pero era lógico que quisiera un trabajo con gente más joven. De todos modos, a los ancianos les gustaba. Imagino que la mimaron demasiado. Pero ya es hora de que reciba una formación adecuada y se adapte a algo con futuro. Espero encontrarle pronto un sitio donde vaya a estar a gusto unas semanas hasta que podamos determinar el paso siguiente. Quizá también necesite atención psiquiátrica. Evidentemente, en lo que respecta a Stephen Collinsby se niega a aceptar la realidad. Pero si me pregunta si mató a Rhoda Gradwyn, lo que obviamente usted no está haciendo, le diré que es muy improbable. Diría más bien imposible, sólo que nunca se puede aplicar esta palabra a nadie.

– El hecho de que ella esté aquí, y con sus antecedentes, es una complicación -señaló Dalgliesh.

– Me hago cargo. A menos que consigan una confesión, será difícil justificar la detención de alguien. Pero como ocurre con la mayoría de asesinos, Sharon solamente actuó una vez.

– En su corta vida, se las ha arreglado para causar un daño atroz -dijo Kate-. Una niña asesinada y el trabajo y el futuro de un hombre en peligro. Cuesta mirarla sin ver una imagen de esta cara destrozada superpuesta a la suya.

– La cólera de un niño puede ser tremenda -dijo la señora Rayner-. Si un chiquillo de cuatro años sin control sobre sí mismo tuviera un arma y la fuerza para usarla, pocas familias quedarían indemnes.

– Al parecer, Lucy era una niña encantadora, adorable -dijo Dalgliesh.

– Tal vez para las otras personas. No para Sharon.

En cuestión de minutos estuvo lista para marcharse, y Kate la acompañó en coche a la estación de Wareham. Durante el trayecto hablaron de vez en cuando de Dorset y el paisaje que estaban atravesando. Pero ni una ni otra mencionaron el nombre de Sharon. Kate decidió que sería cortés y sensato esperar a que llegara el tren y a que la señora Rayner partiera sin novedad. Cuando el tren llegaba a la estación, su compañera habló.

– No se preocupen por Stephen Collinsby -dijo-. Nos ocuparemos de Sharon y le procuraremos la ayuda que necesite, y él no sufrirá ningún daño.

6

Candace Westhall entró en la sala delantera de la Vieja Casa de la Policía llevando chaqueta y bufanda y sus guantes de jardinería. Tomó asiento, se quitó los guantes y los dejó, grandes y cubiertos de barro endurecido, sobre la mesa que había entre ella y Dalgliesh, todo un desafío alegórico. El gesto, bien que burdo, estaba claro. La habían interrumpido de nuevo en su trabajo necesario para hacerle responder preguntas innecesarias.

Su hostilidad era palpable, y Dalgliesh supo que era compartida, aunque menos abiertamente, por la mayoría de los sospechosos. No le había sorprendido y lo entendía en parte. Al principio él y su equipo fueron esperados y recibidos con alivio. Se emprenderían las acciones oportunas, se resolvería el caso, se disiparía el horror que también era turbación, se rehabilitaría a los inocentes, se detendría al culpable…, probablemente un desconocido cuya suerte no originaría preocupación alguna. La ley, la razón y el orden sustituirían al contaminador trastorno del asesinato. Sin embargo, no se había producido ninguna detención ni se veían señales de que fuera inminente. Estaban todavía al principio, y el pequeño grupo de la Mansión no preveía el final de la presencia y los interrogatorios de Dalgliesh. Este comprendía el resentimiento creciente, pues lo había experimentado en una ocasión, al descubrir el cadáver de una mujer asesinada en una playa de Suffolk. El crimen no se había producido en su territorio, por lo que se encargó de la investigación otro agente.