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Quedaba descartada la condición de sospechoso de Dealgliesh, pero el interrogatorio policial había sido detallado, repetitivo y, a su juicio, indiscreto sin necesidad. Un interrogatorio se parecía inquietantemente a una violación mental.

– En el año 2002 -dijo-, Rhoda Gradwyn escribió en la Paternoster Review un artículo sobre el plagio en el que criticaba a una escritora joven, Annabel Skelton, que posteriormente se suicidó. ¿Cuál era su relación con Annabel Skelton?

Candace Westhall lo miró directamente a los ojos, los suyos fríos, llenos de aversión y, pensó él, desdén. Hubo un breve silencio en el que la hostilidad de Candace chisporroteó como la corriente eléctrica. Sin alterar la mirada, dijo:

– Annabel Skelton era una gran amiga. Diría que la amaba, pero no quiero que malinterprete una relación que seguramente no sería capaz de hacerle entender. Actualmente, todas las relaciones parecen definirse en función de la sexualidad. Era alumna mía, pero tenía talento para escribir, no para estudiar Clásicas. La animé a terminar su primera novela y a buscar editor.

– ¿Sabía usted entonces que partes de la misma habían sido plagiadas de una obra anterior?

– ¿Me está preguntando si ella me lo dijo, comandante?

– No, señorita Westhall, le estoy preguntando si lo sabía.

– No, lo supe cuando leí el artículo de Gradwyn.

– Esto le sorprendería y le afectaría -intervino Kate.

– Sí, inspectora, ambas cosas.

– ¿Tomó usted alguna medida, por ejemplo, ver a Rhoda Gradwyn o escribir una carta de protesta, a ella o a la Paternóster Review? -preguntó Dalgliesh.

– Vi a Gradwyn. Nos vimos un momento en la oficina de su agente a petición suya. Fue un error. No se arrepentía de nada, desde luego. Prefiero no entrar en detalles sobre el encuentro. En aquel momento yo no sabía que Annabel ya estaba muerta. Se ahorcó tres días después de que apareciera el artículo.

– Entonces, ¿usted no tuvo la oportunidad de verla, de pedirle explicaciones? Lamento que esto le resulte doloroso.

– Seguro que no lo lamenta tanto, comandante. Seamos sinceros. Usted sólo está haciendo su desagradable trabajo, como Rhoda Gradwyn. Intenté ponerme en contacto con ella, pero no quería ver a nadie, la puerta estaba cerrada, el teléfono desconectado. Yo había perdido el tiempo con Gradwyn cuando ver a Annabel habría surtido más efecto. El día después de su muerte recibí una postal. Había sólo siete palabras y no iba firmada. «Lo siento. Por favor, perdóname. Te quiero.» -Hubo un breve silencio; luego añadió-: El plagio era la parte menos importante de una novela que mostraba signos muy prometedores. No obstante, creo que Annabel se dio cuenta de que nunca volvería a escribir otra, y para ella eso era la muerte. Y luego estaba la humillación. También esto fue más de lo que podía soportar.

– ¿Responsabiliza usted a Rhoda Gradwyn de lo sucedido?

– Ella fue la responsable. Mató a mi amiga. Como supongo que no era su intención, no hay ninguna posibilidad de reparación legal. Pero no me he vengado personalmente al cabo de cinco años. El odio no desaparece, pero pierde parte de su poder. Es como una infección en la sangre, nunca se elimina del todo, es propensa a recrudecerse de improviso, pero su fiebre es cada vez menos debilitante, menos dolorosa con el paso de los años. Me ha quedado la pena y una tristeza profunda. No maté a Rhoda Gradwyn, pero no he lamentado en ningún momento que esté muerta. ¿Responde esto a la pregunta que iba a formularme, comandante?

– Señorita Westhall, dice usted que no mató a Rhoda Gradwyn. ¿Sabe quién lo hizo?

– No, comandante. Y si lo supiera, creo que no se lo diría.

Se puso en pie para irse. Ni Dalgliesh ni Kate hicieron nada por impedírselo.

7

En los tres días posteriores a la muerte de Rhoda Gradwyn, a Lettie le sorprendió lo poco que se permite a la muerte entorpecer la vida. A los muertos, por más muertos que estén, se les recoge con una rapidez decorosa y se les lleva a su lugar designado, un contenedor en la morgue de un hospital, la sala de embalsamamiento de la funeraria, la mesa del patólogo. El médico quizá no venga; el de la funeraria viene siempre. Se prepara comida, aunque sea escasa y poco convencional, llega el correo, suenan los teléfonos, se pagan facturas, se rellenan formularios oficiales. Los que lloran una pérdida, como hizo ella en su momento, se mueven como autómatas en un mundo en el que nada es real ni conocido ni parece que vaya a serlo nunca más. Pero aun así hablan, intentan dormir, se llevan a la boca comida que no les sabe a nada, siguen adelante como de memoria, representando su papel asignado en un drama en el que todos los demás personajes parecen estar familiarizados con su función.

En la Mansión nadie fingía llorar la pérdida de Rhoda Gradwyn. Su muerte había sido una conmoción agravada por el misterio y el miedo, pero la rutina de la casa no se interrumpió. Dean siguió preparando sus excelentes platos, aunque cierta sencillez de los menús sugería que acaso estuviera rindiendo un tributo inconsciente a la muerte. Kim seguía atendiéndoles, si bien el apetito y el disfrute sincero parecían revelar una flagrante falta de sensibilidad, lo que cohibía la conversación. Sólo el ir y venir de la policía y la presencia de coches del equipo de seguridad y la caravana, en la que comían y dormían, aparcada frente a la entrada principal, eran un constante recordatorio de que nada era normal. Hubo un súbito interés y una esperanza algo vergonzosa cuando la inspectora Miskin llamó a Sharon y se la llevó a la Vieja Casa de la Policía para ser interrogada. Sharon regresó para decir escuetamente que el comandante Dalgliesh estaba preparándolo todo para que ella abandonara la Mansión y que en el plazo de tres días un amigo pasaría a buscarla. Entretanto, no tenía intención de realizar ninguna otra tarea. En lo que a ella respectaba, su trabajo había terminado y que se lo metieran donde les cupiese. Estaba cansada y fastidiada y se moría de jodidas ganas de irse de aquella jodida Mansión. Y que se iba a su habitación. Nunca habían oído a Sharon decir una obscenidad, y sus palabras fueron tan chocantes como si hubieran salido de la boca de Lettie.

El comandante Dalgliesh fue atendido por George Chandler-Powell durante media hora, y en cuanto aquél se marchó, el médico los convocó a todos en la biblioteca. Acudieron en silencio, con la expectativa compartida de que les iban a decir algo importante. Sharon no había sido detenida, esto era obvio, pero quizás había habido progresos, y en todo caso era preferible una noticia poco grata a esa perpetua incertidumbre. Para todos ellos la vida estaba en suspenso, y a veces llegaban a confiárselo unos a otros. Incluso las decisiones más simples -qué ropa ponerse por la mañana, qué órdenes dar a Dean y Kimberley- requerían una gran fuerza de voluntad. Chandler-Powell no les hizo esperar, aunque a Lettie le pareció que estaba inusitadamente inquieto. Al entrar en la biblioteca pareció dudar entre quedarse de pie o sentarse, pero tras un momento de vacilación, se colocó junto a la chimenea. Seguramente se consideraba un sospechoso, como el resto, pero ahora, con los expectantes ojos de todos fijos en él, parecía más un sucedáneo del comandante Dalgliesh, un papel que no deseaba y en el que no se sentía seguro.

– Lamento haber interrumpido lo que estabais haciendo -dijo-, pero el comandante Dalgliesh me da pedido que hablara con vosotros, y he considerado razonable citaros a todos para que oigáis lo que él tenía que deciros. Como sabéis, Sharon nos dejará en cuestión de días. En su pasado hubo un incidente en virtud del cual su desarrollo y su bienestar pasan a ser competencia del servicio de libertad vigilada, y han pensado que lo mejor es que abandone la Mansión. Tengo entendido que Sharon colaborará con los planes y preparativos que la afecten. Esto es todo lo que me han contado a mí y todo lo que cualquiera tiene derecho a saber. Os pido que no habléis de Sharon entre vosotros ni habléis con ella sobre su pasado ni su futuro; ni uno ni otro nos incumben.