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Era una mañana gris y sin sol. Durante la noche habían caído chaparrones, y ahora desde la tierra empapada surgía un acre miasma de hierba embebida y hojas podridas. Este año el otoño se había adelantado, pero su tenue fulgor ya se había desvanecido en el aliento desapacible, casi inodoro, del año agonizante. Caminaron a través de la húmeda niebla que helaba el rostro de Lettie y traía consigo el primer toque de desasosiego. Antes había entrado en el Chalet Rosa sin temor, casi esperando descubrir que Robin Boyton habría regresado o al menos algún indicio de adonde había ido. Ahora, mientras andaban entre los rosales heridos por el invierno hasta la puerta delantera, sintió que estaba siendo arrastrada inexorablemente hacia algo que no era asunto suyo, en lo que no tenía deseo alguno de implicarse y que no auguraba nada bueno. La puerta tenía el cerrojo descorrido, tal como ella la había encontrado, pero al entrar en la cocina le pareció que el aire era ahora más rancio, no olía sólo a platos sin lavar.

Candace se acercó a la mesa y observó los restos de comida con una mueca de desagrado.

– Desde luego parece más el almuerzo o la cena de ayer que el desayuno de hoy -dijo-, aunque con Robin nunca se sabe. ¿Has dicho que habías mirado arriba?

– Sí. La cama no estaba bien hecha, las mantas estiradas simplemente; no parece que haya dormido ahí esta noche.

– Será mejor que inspeccionemos toda la casa -dijo Candace-, y luego el jardín y la casa de al lado. De momento limpiaré todo esto. Aquí apesta.

Cogió el plato sucio y se dirigió al fregadero. La voz de Lettie sonó brusca como una orden.

– ¡No, Candace, no! -Candace se paró en seco. Lettie continuó-: Lo siento, no quería gritar, pero ¿no sería mejor dejar las cosas como están? Si Robin ha tenido un accidente, si le ha pasado algo, puede ser importante saber el momento exacto de cada cosa.

Candace regresó a la mesa y dejó el plato.

– Supongo que tienes razón, pero todo esto sólo nos dice que comió algo, seguramente para almorzar o cenar, antes de irse.

Fueron arriba. Había sólo dos dormitorios, los dos bastante grandes y con cuarto de baño. El ligeramente más pequeño, en la parte de atrás, no había sido utilizado, la cama tenía sábanas limpias cubiertas con una colcha de retazos multicolores.

Candace abrió la puerta del armario empotrado, la cerró y dijo a la defensiva:

– Dios sabe por qué he pensado que podía estar aquí; aunque si hemos venido a registrar, más vale que seamos meticulosas.

Pasaron al dormitorio delantero. Estaba amueblado de manera sencilla y cómoda, pero ahora parecía como si hubiera sido saqueado. En la cama había un albornoz con una camiseta arrugada y un libro en rústica de Terry Prachett. Dos pares de zapatos habían sido lanzados a un rincón, y en la silla baja tapizada había un revoltijo de jerséis de lana y pantalones. Al menos Boyton había venido preparado para el peor tiempo de diciembre. La puerta abierta del armario dejaba ver tres camisas, una chaqueta de ante y un traje oscuro. Lettie pensó que a lo mejor se habría puesto el traje cuando por fin se le hubiera permitido ver a Rhoda Gradwyn.

– Aquí da la alarmante impresión de que se ha producido una pelea o una marcha apresurada -dijo Candace-, aunque teniendo en cuenta el estado de la cocina, podemos tranquilamente suponer que Robin era muy desordenado, algo que yo ya sabía. En cualquier caso, no está en el chalet.

– No, aquí no está -dijo Lettie, que se volvió hacia la puerta. Pero en cierto sentido, pensó, sí estaba. El medio minuto en el que ella y Candace habían inspeccionado el dormitorio había intensificado su mal presentimiento. Ahora éste había aumentado hasta convertirse en una emoción que era una desconcertante mezcla de compasión y miedo. Robin Boyton estaba ausente pero paradójicamente parecía más presente que tres días atrás, cuando irrumpió en la biblioteca. El estaba ahí, en el amasijo de ropa juvenil, en los zapatos, uno de los pares con los tacones gastados, en el libro descuidadamente desechado, en la camiseta arrugada.

Salieron al jardín, Candace iba delante dando grandes zancadas. Lettie, aunque por lo general era tan activa como su compañera, se sentía llevada a rastras como una carga dilatoria. Buscaron en los jardines de ambas casas y en los cobertizos de madera situados al fondo de cada uno. El del Chalet Rosa contenía una mezcolanza de herramientas sucias, utensilios, tiestos rotos y oxidados y haces de rafia arrojados en un estante sin ninguna pretensión de orden, mientras que la puerta estaba medio atrancada por una vieja cortadora de césped y un saco de astillas de madera. Candace cerró sin hacer comentarios. En cambio, el cobertizo de la Casa de Piedra era un modelo de orden lógico, digno de admiración. Palas, horcas y mangueras, el metal reluciente, estaban alineadas en una pared, mientras que en las estanterías había macetas bien colocadas y en la cortadora de césped no se apreciaba ningún rastro de su función. También había una cómoda silla de mimbre, obviamente muy usada. El contraste entre el estado de los dos cobertizos se reflejaba en los jardines. Mog era responsable del jardín del Chalet Rosa, pero su interés estaba centrado en los jardines de la Mansión, en especial el jardín clásico estilo Tudor, del que estaba celosamente orgulloso y que arreglaba con un cuidado obsesivo. En el Chalet Rosa hacía poco más de lo estrictamente necesario para evitar críticas. El jardín de la Casa de Piedra evidenciaba una atención regular y experta. Las hojas muertas habían sido barridas y arrojadas a la caja de madera del abono orgánico, los arbustos podados, la tierra removida y las plantas delicadas envueltas para protegerlas de las heladas. Al recordar la silla de mimbre con su cojín aplastado, Lettie sintió que la invadía la pena y la irritación. Así que esta choza hermética, cuyo aire era cálido incluso en invierno, era tanto un práctico cobertizo como un refugio. Aquí Candace podía disfrutar de media hora de paz y alejarse del olor antiséptico de la habitación del enfermo, podía escapar al jardín por breves períodos de libertad cuando habría sido más difícil encontrar tiempo para su otra afición conocida: nadar en una de sus calas o playas preferidas.

Candace cerró la puerta al olor de la tierra y la madera caliente sin hacer ninguna observación, y ambas se encaminaron a la Casa de Piedra. Aunque aún no era mediodía, estaba muy oscuro y Candace encendió una luz. Desde la muerte del profesor Westhall, Lettie había estado varías veces en la Casa de Piedra, siempre por asuntos de la Mansión, nunca por placer. No era supersticiosa. En su fe, heterodoxa y nada dogmática, como bien sabía ella, no había sitio para almas incorpóreas que volvieran a visitar las habitaciones en las que tuvieran tareas inacabadas o hubieran exhalado el último aliento. Sin embargo, era sensible al ambiente, y la Casa de Piedra aún le provocaba cierta desazón, un bajón del estado de ánimo, como si las desdichas acumuladas hubieran infectado el aire.

Estaban en la estancia con losas de piedra, que conocían como la vieja despensa. Un estrecho invernadero conducía al jardín, pero el lugar prácticamente no se utilizaba y no parecía tener función alguna salvo la de depósito de muebles superfluos, entre los que se incluía una mesita de madera y dos sillas, un congelador de aspecto decrépito y un viejo aparador con un conglomerado de tazas y jarras. Cruzaron una pequeña cocina y llegaron a la sala de estar, que también hacía las veces de comedor. La chimenea estaba vacía, y un reloj en la por lo demás desnuda repisa hacía tictac convirtiendo el presente en pasado con molesta insistencia. La sala no tenía comodidades a excepción de un banco de madera con cojines situado a la derecha de la chimenea. Una pared estaba llena de estanterías hasta el techo, pero la mayoría de las baldas se veían vacías, y los ejemplares que quedaban se habían caído unos sobre otros en desorden. Una docena de cajas de cartón repletas estaban alineadas junto a la pared opuesta, donde rectángulos de papel no descolorido revelaban los lugares en que tiempo atrás hubo cuadros colgados. La casa en su conjunto, aunque muy limpia, le pareció a Lettie triste y poco acogedora casi a propósito, como si, tras la muerte de su padre, Candace y Marcus hubieran querido subrayar que, para ellos, la Casa de Piedra no había sido nunca un hogar.