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– Provista de esta información -dijo Kate con calma-, ¿no se enfrentó usted inmediatamente a Robin Boyton para desilusionarle?

– Quizá debería haberlo hecho, pero me hizo gracia quedarme callada y dejar que él se embrollara más. Si analizo mi conducta con toda la honestidad posible cuando trato de justificarme, creo que me alegró que él revelara algo de su verdadera naturaleza. Yo siempre había sentido cierta culpabilidad por el hecho de que su madre hubiera padecido tanto rechazo. Pero ya no sentía la necesidad de pagarle a él nada. Con este intento de chantaje, me había liberado de cualquier obligación futura. Más bien deseaba que llegara mi momento de triunfo, por insignificante que fuera, y su desengaño.

– ¿Llegó a exigirle dinero? -preguntó Dalgliesh.

– No, no llegó a este extremo. Si lo hubiera hecho, yo podría haberle denunciado a la policía por intento de chantaje, pero dudo que hubiera tomado esa vía. De todos modos, él insinuó con mucha claridad lo que tenía en mente. Pareció satisfecho cuando le dije que consultaría a mi hermano y estaríamos en contacto. No admití nada, por supuesto.

– ¿Su hermano sabe algo de esto? -preguntó Kate.

– Nada. Últimamente estaba muy inquieto porque quería dejar el empleo e irse a trabajar a África, y no vi ninguna razón para preocuparle con lo que básicamente era una estupidez. Y desde luego él no habría estado de acuerdo con mi plan de aguardar el momento oportuno para que la humillación de Robin fuera máxima. El carácter de Marcus es más digno de admiración que el mío. Creo que Robin estaba preparando el terreno para una acusación final, posiblemente una insinuación de que yo le entregara una cantidad concreta a cambio de su silencio. Creo que por eso se quedó aquí tras la muerte de Rhoda Gradwyn. Al fin y al cabo, tengo entendido que ustedes no podían retenerle legalmente a menos que hubiera algún cargo contra él, y además la mayoría de la gente estaría más que contenta de marcharse de la escena del crimen. Desde la muerte de Rhoda Gradwyn, estuvo rondando por los alrededores del Chalet Rosa y el pueblo, a todas luces agitado y, a mi juicio, asustado. Pero necesitaba llevar la cuestión a un punto crítico. No sé por qué trepó al congelador. Tal vez para ver si era factible que el cadáver de mi padre hubiera estado guardado ahí. Después de todo, mi padre era bastante más alto que Robin, incluso tras achicarse a causa de la enfermedad. Robin quizá tuvo entonces la idea de citarme en la vieja despensa y luego abrir despacio el congelador y aterrorizarme para que confesara. Éste es exactamente el tipo de gesto dramático que le habría gustado.

– Si estaba asustado -dijo Kate-, ¿podría deberse a que tuviera miedo de usted personalmente? Quizá pensó que usted había matado a la señorita Gradwyn por su implicación en el complot y que él también corría peligro.

Candace Westhall volvió los ojos hacia Kate. Ahora la aversión y el desdén eran inequívocos.

– Creo que ni siquiera la inflamada imaginación de Robin Boyton podía concebir en serio que yo considerase el asesinato como un modo racional de resolver ningún dilema. Con todo, supongo que es posible. Y ahora, si no tienen más preguntas, me gustaría volver a la Mansión.

– Sólo dos -dijo Dalgliesh-. ¿Metió usted a Robin Boyton en el congelador vivo o muerto?

– No.

– ¿Mató usted a Robin Boyton? -No.

Candace vaciló, y por un momento a Dalgliesh le pareció que iba a añadir algo. Pero se puso en pie y se fue sin decir palabra ni mirar atrás.

12

A las ocho de esa misma tarde, Dalgliesh ya se había duchado y cambiado y se disponía a elegir la cena cuando oyó el coche. Llegó por el camino casi en silencio. Lo primero que le hizo notar su llegada fue que las ventanas se iluminaban tras las cortinas echadas. Abrió la puerta principal y vio un Jaguar que se detenía en el arcén opuesto; entonces las luces se apagaron. Al cabo de unos segundos, Emma cruzó la calzada hacia él. Llevaba un jersey grueso y una chaqueta de piel de borrego, la cabeza descubierta. Mientras entraba sin hablar, Dalgliesh la rodeó instintivamente con el brazo, pero el cuerpo de ella estaba rígido. Parecía no ser apenas consciente de la presencia de su compañero, y la mejilla que por un momento rozó la de él estaba helada. A Dalgliesh le entró un miedo atroz. Había sucedido algo gravísimo, un accidente, acaso una tragedia. De lo contrario ella no habría aparecido así, sin avisar. Cuando estaba ocupado en un caso, Emma ni siquiera telefoneaba, por deseo no de él sino de ella misma. Nunca antes había invadido el territorio de una investigación. Hacerlo en persona sólo podía ser la señal de un desastre.

La ayudó a quitarse la chaqueta y la condujo a una butaca junto a la chimenea, esperando que hablara. Mientras permanecía sentada en silencio, él fue a la cocina y enchufó el termo de café. Ya estaba caliente, por lo que tardó sólo unos segundos en echarlo en una taza, añadir leche y llevárselo. Emma se quitó los guantes y envolvió el calor de la taza con los dedos.

– Lamento no haber telefoneado -dijo-. Tenía que venir. Tenía que verte.

– ¿Qué pasa, cariño?

– Annie. Ha sido agredida y violada. Ayer por la noche. Volvía a casa después de haber dado clase de inglés a dos inmigrantes. Es una de las cosas que hace. Está en el hospital y creen que se recuperará. Con eso supongo que quieren decir que no morirá. Pero yo no creo que vaya a recuperarse, al menos no del todo. Perdió mucha sangre, y una de las heridas de navaja le perforó un pulmón. No alcanzó el corazón por poco. Alguien del hospital dijo que había tenido suerte. ¡Suerte! Vaya palabra más extraña.

El por poco pregunta ¿cómo está Clara?, pero antes de formar las palabras supo que la pregunta era tan ridícula como carente de sensibilidad. Ella lo miró a la cara por primera vez. Sus ojos estaban llenos de dolor. Sufría un suplicio de pena y cólera.

– No pude ayudar a Clara. Yo no le servía de nada. La abracé, pero no eran los míos los brazos que quería. De mí sólo quería una cosa, que consiguiera que tú te encargaras del caso. Por esto estoy aquí. Ella confía en ti. No le cuesta hablar contigo. Y sabe que eres el mejor.

Estaba aquí por eso, claro. No había venido en busca de consuelo o porque necesitara verlo y compartir su pesar. Quería algo de él, y ese algo él no podía dárselo. Se sentó frente a ella y dijo con calma:

– Emma, no va a poder ser.

Ella dejó la taza de café en la chimenea, y Dalgliesh vio que le temblaban las manos. Quería alargar el brazo y cogerlas, pero temió que ella se retirase. Cualquier otra cosa antes que eso.

– Ya me esperaba tu respuesta -dijo ella-. Intenté explicarle a Clara que esto iría contra las normas, pero no lo entendió, al menos no del todo. Tampoco estoy segura de entenderlo yo. Ella sabe que la víctima de aquí, la mujer muerta, es más importante que Annie. A esto se dedica tu brigada especial, ¿no?, a resolver crímenes cuando se trata de gente importante. Pero Annie es importante para ella. Para ella y Annie la violación es más horrorosa que la muerte. Si tú te ocuparas de la investigación, ella sabría que el hombre que lo hizo sería detenido.

– Emma -dijo él-, la importancia de la víctima no es lo que más importa a la brigada. Para la policía, un asesinato es un asesinato, algo único, que no hay que dejar a un lado de forma permanente; la investigación no ha de constar nunca como fracasada, sólo no resuelta de momento. Ninguna víctima de asesinato carece nunca de importancia. Ningún sospechoso, por poderoso que sea, puede conseguir inmunidad. Pero hay casos que es mejor adjudicarlos a un equipo pequeño, casos en que a la justicia le interesa un resultado rápido.

– Ahora mismo Clara no cree en la justicia. Cree que tú puedes hacerte cargo si quieres, que si quieres te sales con la tuya, con reglas o sin ellas.

Parecía impropio estar sentados tan separados. Él deseaba abrazarla, pero eso sería un consuelo demasiado fácil, casi, pensó, una ofensa para la pena de Emma. ¿Y si ella se apartaba? ¿Y si dejaba claro, mediante un estremecimiento de desagrado, que él no la consolaba sino que aumentaba su angustia? ¿Qué representaba él para ella ahora? ¿Muerte, violación, mutilación y des composición? ¿No tenía su trabajo una valla con el invisible signo de «Prohibido el paso»? Y éste no era un problema que pudiera resolverse con besos y susurrando palabras tranquilizadoras. Ellos no, al menos. Ni siquiera podía resolverse mediante una discusión racional, aunque era el único modo. ¿No se enorgullecía él, pensó con amargura, de que siempre podían hablar? Pero ahora no, sobre cualquier cosa no.