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– Puede vernos a las once, señor -dijo Kate-. No he dicho quiénes vamos. Él ha dicho que cuanto antes mejor.

– Muy bien. A las once en Maida, pues. Hablaremos antes de que os marchéis.

Por fin la puerta se cerró tras ellos. Colocó el guardallamas frente al agonizante fuego, se quedó un momento mirando fijamente los últimos parpadeos, y luego subió cansinamente las escaleras y se acostó.

CUARTA PARTE

19-21 de diciembre
Londres, Dorset

1

El domicilio de Jeremy Coxon en Maida Vale se integraba en una hilera de bonitos chalés eduardianos con jardines que bajaban hasta el canal, era como una pulcra casa de juguete que hubiera crecido hasta alcanzar el tamaño adulto. El jardín delantero, que incluso en su aridez invernal mostraba signos de una plantación cuidadosa y la esperanza de la primavera, estaba dividido en dos por un camino de piedra que conducía a una puerta principal lustrosamente barnizada. A primera vista no era una casa que Benton asociara a lo que sabía de Robin Boyton o esperara de su amigo. En la fachada se apreciaba cierta elegancia femenina, y recordó haber leído que era en esa parte de Londres donde los caballeros Victorianos y eduardianos instalaban a sus amantes. Al recordar el cuadro El despertar de la conciencia, de Holman Hunt, le vino a la cabeza una sala de estar abarrotada, una joven de ojos brillantes levantándose de la banqueta del piano mientras su repantingado amante, con una mano en las teclas, extendía el brazo hacia ella. Los últimos años había sorprendido en sí mismo cierta afición a la pintura de género Victoriano, pero esa representación febril y, según él, poco convincente del remordimiento no era de sus preferidas.

Cuando descorrían el pestillo de la verja, se abrió la puerta y una joven pareja fue conducida afuera suave pero firmemente. Los seguía un hombre de edad avanzada, atildado como un maniquí, con unos esponjados cabellos blancos y un bronceado que no podía deberse a ningún sol de invierno. Vestía traje y chaleco, cuyas exageradas rayas reducían aún más su exigua figura. Pareció no advertir la presencia de los recién llegados, pero su aflautada voz les llegó con claridad desde la otra punta del camino.

– No llaméis. Se supone que es un restaurante, no una casa particular. Utilizad la imaginación. Wayne, muchacho, hazlo bien esta vez. En recepción daréis el nombre y los datos de la reserva, alguien os cogerá los abrigos, y luego seguiréis a la persona que os conducirá a vuestra mesa. La dama irá en cabeza. No te adelantes para retirar la silla de tu invitada como si temieras que alguien te la fuera a quitar. Deja que el empleado haga su trabajo. Ya se encargará él de que ella esté sentada cómodamente. Repitámoslo. Y, muchacho, intenta parecer seguro de ti mismo. Vas a pagar tú la cuenta, por el amor de Dios. Tu cometido es procurar que tu invitada tome una comida que al menos dé la sensación de valer lo que vas a pagar por ella y que pase una noche feliz. No será así si no sabes lo que estás haciendo. Bien, será mejor que entremos y practiquemos un poco con los cuchillos y los tenedores.

La pareja desapareció en el interior, y fue entonces cuando el anciano se dignó dirigir su atención a Kate y Benton. Estos se le acercaron, y ella abrió de golpe la carterita con su chapa.

– Inspectora Miskin y sargento Benton-Smith. Hemos venido a ver a Jeremy Coxon.

– Perdón por haberles hecho esperar. Me temo que han llegado en un mal momento. Pasará mucho tiempo antes de que estos dos estén preparados para ir a Claridge's. Sí, Jeremy dijo algo de que esperaba a la policía. Entren. Está arriba, en la oficina.

Pasaron al vestíbulo. A través de una puerta abierta a la izquierda, Benton vio que había una pequeña mesa montada para dos con cuatro copas en cada sitio y una plétora de tenedores y cuchillos. La pareja ya estaba sentada, mirándose uno a otro con desconsuelo.

– Soy Alvin Brent. Esperen un segundo mientras me asomo a ver si Jeremy está listo. Serán considerados con él, ¿verdad? Está afectadísimo. Ha perdido un amigo muy, muy íntimo. Pero bueno, ustedes ya lo saben todo, por eso han venido.

Se disponía a subir las escaleras, pero en ese preciso instante apareció una figura arriba. Era alto y muy delgado, con unos cabellos negros, lacios y brillantes, que llevaba peinados hacia atrás desde una cara tensa y pálida. Vestía ropa cara, cuidadosamente informal, lo que, junto a la postura teatral, le daba el aspecto de un modelo posando para una sesión de fotos. Sus ceñidos pantalones negros se veían inmaculados. La chaqueta de color canela, desabrochada, era un diseño que Benton reconoció lamentando que no estuviera a su alcance. La almidonada camisa no tenía cuello e iba rematada con un fular. El rostro, que había estado fruncido por la inquietud, se alisó ahora con alivio.

Mientras bajaba para darles la bienvenida, dijo:

– Menos mal que han venido. Perdonen el recibimiento. He estado desesperado. No me han explicado nada, absolutamente nada, salvo que encontraron muerto a Robin. Por supuesto que él me llamó para decirme lo de la muerte de Rhoda Gradwyn. Y ahora Robin. Ustedes no estarían aquí si hubiera fallecido de muerte natural. Debo saberlo… ¿Se suicidó? ¿Dejó alguna nota?

Lo siguieron escaleras arriba y, tras hacerse a un lado, él les indicó una habitación a la izquierda. Estaba abarrotada, con toda evidencia de una mezcla de sala de estar y estudio. En una gran mesa con caballetes frente a la ventana había un ordenador, un fax y un estante con archivadores. Tres mesas de caoba más pequeñas, una con una impresora en precario equilibrio, estaban llenas de adornos de porcelana, folletos y libros de consulta. Arrimado a una pared había un sofá grande, pero apenas utilizable pues estaba cubierto de ficheros. Sin embargo, pese a tanto trasto, alguien había hecho un intento de ordenar y limpiar. Sólo había una solitaria silla frente al escritorio y un pequeño sillón. Jeremy Coxon miró alrededor como esperando que se materializara un tercer asiento, y acto seguido cruzó el pasillo y regresó con una silla con asiento de cáñamo que colocó delante del escritorio. Se sentaron.

– No había ninguna nota -dijo Kate-. ¿Le habría sorprendido que se hubiera suicidado?

– ¡Pues claro! Robin pasaba sus apuros, pero no habría tomado una decisión así. Amaba la vida y tenía amigos, gente que en una situación crítica le habría echado una mano. Tenía sus momentos de abatimiento, desde luego, como todo el mundo. Pero a Robin no le duraban mucho. Sólo he preguntado por la nota porque cualquier otra alternativa es aún menos creíble. No tenía enemigos.

– ¿No le angustiaba actualmente alguna dificultad en particular? ¿Algo que, en opinión de usted, pudiera haberlo llevado a desesperarse? -preguntó Benton.

– Nada. Evidentemente la muerte de Rhoda lo había dejado deshecho, pero con Robin yo no usaría la palabra desesperación. Era como el Micawber de Dickens, un eterno optimista, siempre a la espera de que surgiera algo, lo que por lo general sucedía. Y aquí las cosas nos iban bastante bien. El capital era un problema, como es lógico. Como siempre cuando uno empieza un negocio. Sin embargo, Robin decía que tenía planes, que le llegaría dinero, mucho dinero. No decía de dónde, pero estaba entusiasmado, hacía años que no lo veía tan feliz. Muy diferente de cuando regresó de Stoke Cheverell tres semanas atrás. Entonces parecía abatido. No, pueden ustedes descartar el suicidio. Pero, como ya he dicho, nadie me ha explicado nada salvo que Robin había muerto y que la policía me haría una visita. Si hizo testamento, seguramente me nombró su albacea citándome como pariente más cercano. No conozco a nadie más que pueda asumir la responsabilidad de sus cosas, o del entierro. Entonces, ¿a qué viene tanto secreto? ¿No es hora de que hablen con franqueza y me expliquen cómo murió?