– No creo que haya nada importante -dijo Kate-. Supongo que desde su muerte no habrá entrado nadie.
– Nadie. Ni siquiera yo. Cuando estaba vivo, el sitio me deprimía. Ahora no puedo soportarlo.
La habitación estaba en la parte trasera del descansillo. Era grande y de buenas proporciones, y tenía dos ventanas que daban a la extensión de césped con su arriate central y, más allá, al canal.
Sin entrar, Coxon dijo:
– Lamento este desorden. Robin se trasladó hace sólo dos semanas, y trajo aquí todo lo que poseía menos lo que regaló a Oxfam y lo que vendió en el pub, aunque no creo que hubiera muchos interesados.
Desde luego la estancia no era nada acogedora. A la izquierda de la puerta había un diván individual con montones de ropa para lavar. Las puertas abiertas de un armario de caoba dejaban ver camisas, chaquetas y pantalones apretujados en perchas metálicas. También había media docena de grandes cajas cuadradas con el nombre de una empresa de mudanzas y encima tres bolsas negras de plástico repletas. En el rincón a la derecha de la puerta, vieron pilas de libros y una caja de cartón llena de revistas. Entre las dos ventanas, un portátil y una lámpara regulable descansaban sobre una mesa de pie central con cajones y un armarito a cada lado. La habitación olía desagradablemente a ropa sucia.
– El portátil es nuevo -dijo Coxon-, se lo compré yo. En principio, Robin iba a ayudarme con la correspondencia, pero nunca se puso a ello. Creo que es lo único de la habitación que vale algo. Siempre fue desordenadísimo. Tuvimos una pequeña pelea justo antes de que saliera para Dorset. Yo me quejaba de que, antes de mudarse, al menos podía haber lavado la ropa. Ahora me siento un mezquino cabrón, claro. Supongo que siempre me sentiré de ese modo. Es irracional, pero es así. En cualquier caso, todo lo que tenía Robin, por lo que sé, está en este cuarto, y por lo que a mí respecta pueden ustedes revolver todo lo que quieran. No hay parientes que vayan a poner objeciones. Sí mencionó alguna vez a su padre, pero según parece no habían estado en contacto desde que Robin era pequeño. Verán que los dos cajones de la mesa están cerrados, pero no tengo la llave.
– No entiendo por qué ha de sentirse usted culpable -dijo Benton-. La habitación está hecha un desastre. Al menos podía haber ido antes a la lavandería. Tiene usted toda la razón.
– Pero ser desordenado no es exactamente delincuencia moral. ¿Qué demonios importaba? No valía la pena gritar por eso. Y yo ya sabía que él era así. A un amigo hay que concederle ciertas licencias.
– Pero no debemos medir nuestras palabras sólo porque un amigo podría morir antes de que tengamos la oportunidad de aclarar las cosas -señaló Benton.
Kate pensó que era cuestión de proseguir. Benton parecía inclinado a entrar en detalles. Si se le presentaba la ocasión, era capaz de iniciar una discusión cuasi filosófica sobre las obligaciones relativas a la amistad y la verdad.
– Tenemos este manojo de llaves -dijo ella-. La de los cajones probablemente está aquí. Si hay muchos papeles, quizá necesitemos una bolsa. Le daré un recibo.
– Pueden llevárselo todo, inspectora. Métalo en una furgoneta de la policía. Alquile un contenedor. Quémelo. Me deprime profundamente. Avísenme cuando estén listos para irse.
Se le quebró la voz. Parecía a punto de llorar. Desapareció sin decir nada más. Benton se acercó a la ventana y la abrió de par en par. Entró aire fresco.
– ¿Es demasiado para usted, señora? -dijo.
– No, Benton, déjala abierta. ¿Cómo diablos puede alguien vivir así? Es como si no hubiera hecho el menor esfuerzo para que esto fuera habitable. A ver si tenemos la llave de la mesa.
No resultó difícil identificar la que necesitaban. Era a todas luces la más pequeña del manojo; encajó fácilmente en la cerradura de los dos cajones. Primero se ocuparon del de la izquierda. Kate tuvo que tirar con fuerza porque debido a un calzo de papel en la parte de atrás, el cajón estaba atrancado. Al abrir de golpe, saltaron viejas facturas, postales, un diario desfasado, tarjetas de Navidad no utilizadas y un montón de cartas; todo quedó desparramado por el suelo. Benton abrió el armarito, que también estaba abarrotado de carpetas abultadas, viejos programas de teatro, guiones y fotos publicitarias, y una bolsa de aseo en la que, tras abrirla, vieron maquillaje de teatro.
– Ahora no vamos a liarnos con todo este jaleo -señaló Kate-. Veamos si con el otro cajón tenemos más suerte.
Este cedió más fácilmente. Contenía una carpeta de papel manila y un libro. El libro era viejo, en rústica, Untimely Death, de Cyril Haré; y en la carpeta había sólo una hoja de papel escrita por ambos lados. Era la copia de un testamento con el encabezamiento «Testamento y últimas voluntades de Peregrine Richard Westhall» y fechado a mano en la última página: «Doy fe a siete de julio de dos mil cinco». Junto al testamento había un recibo de cinco libras de la Oficina de Autentificación de Holborn. Todo el documento estaba escrito a mano, una letra negra y recta, fuerte en algunos sitios pero más temblorosa en el último párrafo. En el primero nombraba albaceas testamentarios a su hijo Marcus Saint John Westhall, a su hija Candace Dorothea Westhall y a sus abogados, Kershaw & Price-Nesbitt. En el segundo expresaba su deseo de ser incinerado en privado sin nadie presente a excepción de los familiares más cercanos, sin prácticas religiosas ni funeral posterior. El tercer párrafo, donde la letra era bastante más grande, decía: «Lego todos mis libros al Winchester College. El libro que no quiera el College se venderá, o se dispondrá lo que decida mi hijo Marcus Saint John Westhall. Dejo todo lo demás que poseo, en dinero y bienes muebles, a mis dos hijos por igual, Marcus Saint John Westhall y Candace Dorothea Westhall.»
El testamento estaba firmado, y la firma atestiguada por Elizabeth Barnes, que se describía a sí misma como empleada doméstica y daba como dirección la Casa de Piedra, Stoke Cheverell; y Grace Holmes, enfermera, de la Casa del Romero, Stoke Cheverell.
– A primera vista, aquí no hay nada de interés para Robin Boyton -dijo Kate-, aunque evidentemente se tomó la molestia de conseguir esta copia. Supongo que deberíamos leer el libro. ¿Eres rápido leyendo, Benton?
– Bastante, señora. Y no es especialmente largo.
– Entonces más vale que empieces a leerlo en el coche mientras yo conduzco. Cogeremos una bolsa de Coxon y llevaremos todo esto a la Vieja Casa de la Policía. No creo que haya aquí nada que nos interese, pero será mejor examinarlo a fondo.
– Aunque descubramos que tenía más de un amigo resentido con él -dijo Benton-, por alguna razón no concibo a un enemigo que va a Stoke Cheverell con intención de matarlo, consigue entrar en la casa de los Westhall y mete el cadáver en el congelador. Aunque lógicamente una copia del testamento significará algo, a menos que él sólo quisiera confirmar que el viejo no le había dejado nada. No entiendo por qué está escrito a mano. Obviamente Grace Holmes ya no vive en la Casa del Romero. Está en venta. Pero ¿por qué Boyton intentó ponerse en contacto con ella? ¿Y qué le pasó a Elizabeth Barnes? Ahora no está trabajando para los Westhall. La fecha del testamento también es interesante, ¿verdad?
– No sólo la fecha -dijo Kate lentamente-. Dejemos este revoltijo. Cuanto antes llevemos esto a AD, mejor. Pero hemos de ir a ver también a la agente de la señorita Gradwyn. Tengo la impresión de que no tardaremos mucho con ella. Recuérdame quién es y dónde está, Benton.
– Eliza Melbury, señora. La cita es a las tres y cuarto. En su oficina de Camden.
– ¡Maldita sea! Esto no nos viene de camino. Preguntaré a AD si quiere que hagamos algo más en Londres mientras estamos aquí. A veces tiene que recoger algo en el Yard. Luego buscaremos un sitio para tomar un almuerzo rápido y después iremos a ver si Eliza Melbury nos cuenta algo. Al menos no hemos perdido la mañana.