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Era una noche fría, titilaban las estrellas en lo alto, el aire p.i recia ligeramente luminoso, y unos jirones de nubes navegaban por el cielo hacia el brillante gajo de la luna. De pronto se levantó el viento, no soplaba de manera uniforme sino a ráfagas, como un aliento expulsado. Ella se desplazaba como un fantasma por la senda de los limeros, corriendo de un tronco a otro para ocultarse. De todos modos, en realidad no tenía miedo de que la vieran. El ala oeste estaba a oscuras, y no había otras ventanas que dieran a la senda. Cuando llegó al muro de piedra y las piedras blanqueadas por la luna estuvieron totalmente a la vista, una racha de viento silbó a lo largo del negro seto haciendo crujir las ramas desnudas y susurrar y oscilar la alta hierba más allá del círculo. Lamentó que el viento fuera tan irregular. Sabía que avivaría el fuego, pero su misma imprevisibilidad sería peligrosa. Esto iba a ser una conmemoración, no un segundo sacrificio. Debía procurar que el fuego no estuviera nunca muy cerca. Se lamió el dedo y lo levantó, intentando averiguar la dirección en que soplaba el viento, y acto seguido pasó entre las piedras tan silenciosamente como si temiera que hubiera alguien al acecho y dejó las bolsas de leña junto a la piedra central. Luego se dirigió a la zanja.

Tardó unos minutos en encontrar las bolsas de plástico con los botes de parafina; por alguna razón pensaba que los había dejado más cerca de las piedras, y la luna itinerante, con sus breves intervalos de luz y oscuridad, la desorientaba. Se deslizó agachada a lo largo de la zanja, pero sus manos tocaban sólo hierbajos y limo frío. Al fin encontró lo que buscaba y se llevó los botes hasta las bolsas de astillas. Ojalá hubiera cogido un cuchillo. El nudo de la primera bolsa estaba atado tan fuerte que debió dedicar unos minutos a deshacerlo hasta que por fin se abrió de golpe y las astillas se derramaron por el suelo.

Se puso a construir un círculo de leña dentro de las piedras. No debía estar demasiado desparramado, en cuyo caso el anillo de fuego sería incompleto, ni demasiado cerca por si prendía en ella. Inclinada y trabajando de manera metódica, al final concluyó el círculo a su entera satisfacción, y acto seguido desenroscó el tapón del primer bote de parafina con gran cuidado, y doblada en dos recorrió el círculo de astillas untándolas una por una. Reparó en que había sido demasiado generosa con la parafina, así que con el segundo bote fue más prudente. Ansiosa por encender el fuego y convencida de que la leña ya estaba bien rociada, utilizó sólo la mitad.

Cogió la cuerda de tender y comenzó a atarse a la piedra central. Resultaba más complicado de lo que había previsto, pero al final descubrió que lo mejor era rodear la piedra dos veces con la cuerda y luego pasar dentro del doble anillo que formaba la cuerda, subir ésta a lo largo de su cuerpo y apretarla. Le ayudó el hecho de que la piedra central, su altar, fuera más alta pero más lisa y estrecha que las otras. Hecho esto, se ató la cuerda en la parte delantera de la cintura dejando que los largos extremos quedaran colgando. Tras coger las cerillas del bolsillo, permaneció rígida un momento, con los ojos cerrados. El viento soplaba, y de pronto todo estuvo en calma. Dijo a Mary Keyte: «Esto es para ti. Es en tu memoria. Es para decirte que sé que eras inocente. Me van a separar de ti. Es la última vez que te visito. Háblame.» Pero esa noche no respondió ninguna voz.

Prendió una cerilla y la arrojó al círculo de leña, pero el viento apagó la llama tan pronto se hubo encendido. Lo intentó una y otra vez con manos temblorosas. Estaba a punto de llorar. No funcionaría. Tendría que acercarse más al círculo y luego correr hacia la piedra del sacrificio y atarse de nuevo. Pero ¿y si el fuego tampoco así se encendía? Mientras miraba el sendero, los grandes troncos de los limeros parecían crecer y acercarse unos a otros; sus ramas superiores se fundían y se enredaban agrietando la luna. El camino se estrechó formando una caverna, y el ala oeste, que había sido una forma lejana y oscura, se disolvió en la oscuridad.

Ahora alcanzaba a oír la llegada de multitud de vecinos del pueblo. Se abrían paso a empujones por la estrechada senda de los limeros, sus voces distantes elevándose en un grito que le aporreaba los oídos. «¡Quemad a la bruja! ¡Quemad a la bruja! Ella mató nuestro ganado. Envenenó a nuestros niños. Asesinó a Lucy Beale. ¡Quemadla! ¡Quemadla!» Ya estaban en el muro. Pero no saltaron. Se apelotonaron junto a él, la muchedumbre fue creciendo y, con las bocas abiertas como una colección de calaveras, le gritaron su odio.

Y de repente cesó el griterío. Una figura se separó del grupo, saltó el muro y se le acercó. Una voz que ella conocía habló suavemente con tono de reproche: «¿Cómo se te ha ocurrido pensar que dejaría que hicieras esto sola? Sabía que no la decepcionarías. Pero tal como lo haces no saldrá bien. Yo te ayudaré. He venido en calidad de verdugo.»Ella no lo había planeado así. La acción tenía que ser única y exclusivamente suya. Aunque quizá sería bueno tener un testigo, y al fin y al cabo éste era un testigo especial, el que comprendía, aquel en quien ella podía confiar. Ahora ella poseía el secreto de otro, un secreto que le daría poder y la haría rica. Que estuvieran juntos quizás era lo más acertado. El verdugo escogió una astilla fina, la protegió del viento, la encendió y la sostuvo en alto, luego se desplazó por el círculo y la metió entre la leña. De repente brotó una llama y el fuego corrió como un ser vivo, chisporroteando, crepitando y soltando chispas. La noche cobró vida, y ahora las voces del otro lado del muro alcanzaron un crescendo, y ella experimentó un momento de triunfo extraordinario, como si se estuviera consumiendo el pasado, el de ella y el de Mary Keyte.

El verdugo se le acercó más. Ella se preguntó por qué aquellas manos eran tan pálidas y sonrosadas, tan traslúcidas. ¿Ya qué venían los guantes quirúrgicos? Entonces las manos agarraron el extremo de la cuerda de tender y, con un movimiento rápido, la arrollaron alrededor de su cuello. A continuación la apretaron con un tirón violento. Ella notó una salpicadura fría en la cara. Le estaban tirando algo. Se intensificó el tufo de la parafina, sus gases la asfixiaban. Sentía caliente en la cara el aliento del verdugo, y los ojos que la miraban fijamente eran como de mármol jaspeado. Los iris parecieron crecer de tal modo que no había rostro, nada salvo charcos oscuros en los que veía sólo un reflejo de su propia desesperación. Intentó gritar, pero no tenía aliento ni voz. Tiró de los nudos que la ataban, pero no tenía fuerza en las manos.

Apenas consciente, se desplomó contra la cuerda y esperó la muerte: la muerte de Mary Keyte. Y entonces oyó lo que sonaba como un sollozo seguido de un chillido tremendo. No podía ser su propia voz; la había perdido. De pronto, el bote de parafina fue alzado y arrojado al seto. Vio un arco de fuego, y el seto estalló en llamas.

Y ahora estaba sola. Medio desmayada, empezó a tirar de la cuerda que le rodeaba el cuello, pero no tenía fuerza para levantar los brazos. La gente se había marchado. El fuego empezaba a extinguirse. Se desplomó contra sus ataduras, las piernas dobladas, y no supo nada más.

De repente se alzaron voces, vio un resplandor de antorchas que la deslumbraban. Alguien franqueó el muro de piedra, corrió hacia ella, y saltó por encima del fuego agonizante. Sintió unos brazos a su alrededor, los brazos de un hombre, y oyó la voz de él.

– Estás bien. Ha pasado el peligro. ¿Me entiendes, Sharon? Ha pasado el peligro.

5

Antes de llegar a las piedras, oyeron el sonido del coche que arrancaba. No tenía sentido intentar seguirle a la desesperada. Sharon era la máxima prioridad. Dalgliesh se dirigió a Kate.

– Quédate aquí y encárgate de todo. Consigue una declaración en cuanto Chandler-Powell diga que ella está en condiciones. Benton y yo perseguiremos a la señorita Westhall.