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– Creo que debería tomar un poco de la sopa de Dean -dijo ella-. Ya la tiene preparada. Ahora quítese la chaqueta y los pantalones y envuélvase con estas mantas. Iré en busca de sus zapatillas y su albornoz.

– Están por el cuarto de baño -dijo él sin entonación.

– Ya los encontraré.

Hizo lo que se le decía dócil como un niño. Los pantalones, como un montón de harapos, humeaban frente a las llamas saltarinas. Se arrellanó en el sillón. Se sentía como un hombre recuperándose de la anestesia, sorprendido al descubrir que podía moverse, resignándose a estar vivo, deseando volver a perder el conocimiento porque así cesaría el dolor. Pero a buen seguro se durmió unos minutos en el sillón. Al abrir los ojos vio a su lado a Lettie, que le ayudó a ponerse el albornoz y las zapatillas. Tenía delante un tazón de sopa, caliente y de sabor fuerte, y observó que era capaz de tomársela, aunque sólo notó el sabor del jerez.

Al cabo de un rato, durante el cual Lettie estuvo sentada a su lado en silencio, él dijo:

– Debo decirte algo. Tendré que decírselo a Dalgliesh, pero necesito hacerlo ahora. He de decírtelo a ti.

La miró fijamente y advirtió la tensión en los ojos de ella, la naciente ansiedad por lo que estaba a punto de oír.

– No sé nada sobre los asesinatos de Rhoda Gradwyn ni de Robin -dijo él-. No es eso. Pero mentí a la policía. Si no me quedé con los Greenfield aquella noche, no fue porque el coche tuviera problemas. Me fui para ver a un amigo, Eric. Tiene un piso cerca del Hospital Saint Ángela, donde trabaja. Quería darle la noticia de que me iba a África. Sabía que esto lo afligiría, pero debía intentar hacérselo entender.

– ¿Y lo entendió? -preguntó ella en voz baja.

– La verdad es que no. Lo eché todo a perder, como siempre.

Lettie le tocó la mano.

– Yo no molestaría a la policía con esto a menos que necesite hacerlo o ellos pregunten. Ahora no les parecerá importante.

– Para mí lo es. -Tras un silencio, añadió-: Déjame ahora, por favor. Estoy bien. Te aseguro que estoy bien. Necesito estar solo. Avísame si la encuentran.

Estaba seguro de que Lettie era la única mujer que comprendería su necesidad de que lo dejaran en paz y no discutiría.

– Bajaré la intensidad de la luz -dijo ella, que colocó un cojín sobre un escabel-. Recuéstese y ponga los pies en alto. Volveré dentro de una hora. Procure dormir.

Y se fue. Pero él no tenía ninguna intención de dormir. Se trataba de vencer el sueño. Si no quería volverse loco, sólo había un sitio donde necesitaba estar. Tenía que pensar. Tenía que intentar comprender. Tenía que aceptar lo que su mente le decía que era verdad. Tenía que estar donde hallara más paz y cordura de las que podía encontrar aquí, entre esos libros muertos y los ojos vacíos de los bustos.

Salió discretamente de la habitación, cerró la puerta tras él, y cruzó el gran salón, ahora a oscuras, hasta la parte trasera de la casa, atravesó la cocina y salió al jardín por la puerta lateral. No sentía la fuerza del viento ni el frío. Pasó frente al viejo establo y luego cruzó el jardín clásico en dirección a la capilla de piedra.

Mientras se acercaba a través de la luz del amanecer, observó que en las piedras de delante de la puerta había una forma oscura. Habían tirado algo, algo que no debía estar allí. Confuso, se arrodilló y tocó la pegajosidad con dedos temblorosos. La olió y, alzando las manos, vio que estaban cubiertas de sangre. Se arrastró de rodillas y, tras levantarse a duras penas, logró descorrer el pasador. La puerta estaba cerrada con llave. Y entonces lo supo. Golpeó el batiente, sollozando, gritando el nombre de ella hasta quedarse sin fuerzas y cayó lentamente de rodillas, las enrojecidas palmas apretadas contra la inflexible puerta.

Y fue allí, todavía arrodillado en la sangre de ella, donde lo encontraron veinte minutos después.

6

Kate y Benton habían estado de servicio más de catorce horas, y cuando por fin fue retirado el cadáver, Dalgliesh les ordenó que descansaran un par de horas, cenaran pronto y se reunieran con él en la Vieja Casa de la Policía a las ocho. Ninguno dedicó ese rato a dormir. En la habitación cada vez más oscura, la ventana abierta a la luz evanescente, Benton yacía tan rígido como si sus nervios y músculos estuvieran tensados, listos para entrar en acción en cualquier momento. Las horas transcurridas desde el momento en que, tras recibir la llamada de Dalgliesh, habían vislumbrado el fuego y oído los gritos de Sharon parecían una eternidad. Los largos ratos de espera a que llegaran el patólogo, el fotógrafo y la furgoneta de la morgue, estaban jalonados por momentos recordados tan vívidamente que sentía que iban pasando en su cerebro como diapositivas en una pantalla: la delicadeza de Chandler-Powell y la enfermera Holland, mientras casi transportaban a Sharon por encima del muro de piedra y la ayudaban a recorrer la senda de los limeros; Marcus de pie solo en el bloque de pizarra, mirando hacia el mar gris y palpitante; el fotógrafo procurando rodear el cadáver para evitar la sangre; las articulaciones de los dedos que la doctora Glenister hacía crujir una a una para extraer la cinta del puño de Candace. Ahí estaba, tendido, sin ser consciente del cansancio pero sin tiendo aún el dolor en el brazo y el hombro magullados a causa de esa embestida final en la puerta de la capilla.

Él y Dalgliesh habían estrellado sus hombros contra el panel de roble, pero el cerrojo no había cedido. «Nos estamos estorbando -había dicho Dalgliesh-. Coge carrera, Benton.»Se había tomado su tiempo para escoger un recorrido que evitara la sangre, y con este fin retrocedió unos quince metros. La primera arremetida había hecho temblar la puerta. Al tercer intento, se abrió de par en par contra el cadáver. Después Benton se apartó mientras entraban Dalgliesh y Kate.

Yacía en el suelo, acurrucada como un niño dormido, el cuchillo al lado de la mano derecha. Tenía un solo corte en la muñeca, pero era profundo, parecido a una boca abierta. Con la mano izquierda agarraba una casete.

La imagen se hizo añicos debido al estrépito del despertador y a los golpes de Kate en la puerta. Benton se puso en marcha. En cuestión de minutos los dos se habían vestido y estaban abajo. La señora Shepherd dejó en la mesa salchichas de cerdo muy calientes, alubias con tomate y puré de patatas y se retiró a la cocina. No solía servir esa clase de platos, pero parecía saber que lo que ellos anhelaban era comida casera y reconfortante. Se sorprendieron al notar que tenían tanta hambre y comieron con avidez, casi todo el rato en silencio, y acto seguido se pusieron en camino hacia la Vieja Casa de la Policía.

Al pasar frente a la Mansión, Benton observó que la caravana y los coches del equipo de seguridad ya no estaban aparcados frente a la verja. Las ventanas resplandecían de luz como para una fiesta. Era una palabra que nadie de la casa habría utilizado, pero Benton sabía que todos se habían quitado un gran peso de encima, se habían librado por fin de la sospecha, la ansiedad y el miedo cada vez mayor de que quizá nunca llegara a saberse la verdad. La detención de uno de ellos habría sido preferible a esto, pero una detención habría significado prolongar el suspense, la posibilidad de un juicio, el espectáculo público de la tribuna de los testigos, la dañina publicidad. Para Candace, la solución razonable y más clemente era una confesión seguida de suicidio, osaron decirse a sí mismos. No era un pensamiento que expresaran con palabras, pero al regresar a la Mansión con Marcus, Benton lo había visto escrito en sus rostros. Ahora serían capaces de despertar por la mañana sin esa nube de temor a lo que pudiera deparar el día, podrían dormir sin cerrar con llave las puertas de los dormitorios, no tendrían por qué medir las palabras. Mañana o pasado mañana ya no habría presencia policial. Dalgliesh y su equipo deberían regresar a Dorset para las pesquisas judiciales, pero en la Mansión ya no les quedaba nada que hacer. No les echarían de menos.