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Se habían hecho y autentificado tres copias de la cinta del suicidio, cuyo original estaba al cuidado de la policía de Dorset para ser presentado como prueba en las pesquisas. Ahora volverían a escuchar como un equipo.

Para Kate resultaba evidente que Dalgliesh no había dormido. En la chimenea había un montón de troncos, un baile de llamas, y como de costumbre, un olor a madera quemándose y a café recién hecho, aunque faltaba el vino. Se sentaron a la mesa, y Dalgliesh puso la cinta en el reproductor y lo encendió. Esperaban oír la voz de Candace Westhall, pero sonó tan clara y segura de sí misma que por un instante Kate pensó que estaba en la habitación con ellos.

«Le hablo al comandante Adam Dalgliesh sabiendo que esta cinta será entregada al juez de instrucción y a todo aquel que tenga un interés legítimo en saber la verdad. Lo que voy a decir ahora es la verdad, y no creo que para usted resulte una sorpresa. Hacía más de veinticuatro horas que yo sabía que iba a detenerme. Mi plan de quemar a Sharon en la piedra de las brujas era mi último y desesperado intento de librarme de un juicio y una condena a cadena perpetua, con todo lo que esto supondría para los míos. Si hubiera sido capaz de matar a Sharon, habría estado a salvo, aunque usted hubiera sospechado la verdad. Morir en una hoguera habría parecido el suicidio de una asesina neurótica y obsesionada, un suicidio que yo no habría llegado a tiempo de evitar. ¿Y cómo podría usted acusarme del asesinato de Gradwyn con alguna esperanza de condena mientras Sharon, con su historial, se contaba entre los sospechosos?

»Oh, sí, ya lo sabía. Me encontraba presente cuando fue entrevistada para el empleo en la Mansión. Flavia Holland estaba conmigo, pero ella enseguida vio que Sharon no sería adecuada para ningún trabajo con los pacientes, y me dejó decidir si para ella había sitio entre el personal doméstico. Entonces andábamos escasísimos de gente. La necesitábamos. Yo tenía curiosidad, desde luego. ¿Una mujer de veinticinco años sin esposo, sin novio, sin familia, al parecer sin historia? ¿Sin ambición para otra cosa que estar en lo más bajo de la jerarquía doméstica? Debía haber una explicación. Este irritante deseo de agradar mezclado con un retraimiento silencioso, una sensación de que se encontraba a gusto en una institución, de que había estado encerrada, acostumbrada a que la observaran, de que en cierto modo se hallaba bajo vigilancia. Sólo había un crimen que encajara con todo eso. Al final lo supe porque ella me lo dijo.

»Había otro motivo por el que ella tenía que morir. Sharon me vio cuando yo salía de la Mansión después de haber matado a Rhoda Gradwyn. Y ahora ella, que siempre tenía un secreto que guardar, sabía el secreto de otro. Yo veía su triunfo, su satisfacción. Y me contó lo que pensaba hacer en las piedras, su homenaje final a Mary Keyte, conmemoración y despedida. ¿Por qué no me lo iba a contar? Las dos habíamos matado, estábamos unidas por ese atroz crimen iconoclasta. Y al final, tras haberle pasado la cuerda por el cuello y vertido parafina encima, no pude encender la cerilla. En ese momento comprendí lo que yo había llegado a ser.

»Tengo poco que contarle sobre la muerte de Rhoda Gradwyn. La explicación simple es que la maté para vengar la muerte de una amiga íntima, Annabel Skelton, pero las explicaciones simples nunca revelan toda la verdad. ¿Fui esa noche a su habitación con la intención de asesinarla? Al fin y al cabo, yo había hecho todo lo posible para disuadir a Chandler-Powell de admitirla en la Mansión. Después pensé que no, que sólo pretendía aterrorizarla, decirle la verdad sobre sí misma, hacerle saber que había destruido una vida joven y un gran talento, y que si Annabel había plagiado unas cuatro páginas de diálogos y descripciones, el resto de la novela era exclusiva y maravillosamente suyo.

Y cuando alcé la mano de su cuello y supe que entre nosotras ya no habría comunicación nunca más, sentí un alivio, una liberación tanto física como mental. Mediante ese acto único parecía que me había quitado de encima toda la culpa, la frustración y la pena de los últimos años. En un momento excitante todo había desaparecido. Aún noto algunos restos de esa liberación.

»Ahora creo que fui a su habitación sabiendo que quería matarla. ¿Por qué, si no, habría llevado puestos aquellos guantes quirúrgicos que corté en pedazos en el cuarto de baño de una de las suites vacías? Fue en esa suite donde me oculté; luego abandoné la Mansión por la puerta principal como de costumbre, volví a entrar más tarde por la puerta trasera con mi llave antes de que Chandler-Powell la cerrara para la noche, y tomé el ascensor hasta la planta de los pacientes. No había ningún peligro real de que me descubrieran. ¿A quién se le ocurriría registrar una habitación desocupada en busca de un intruso? Después bajé en el ascensor pensando que debería descorrer el cerrojo, pero éste no estaba echado. Sharon había salido antes que yo.

»Lo que dije tras la muerte de Robin Boyton era básicamente cierto. El había concebido la insólita idea de que habíamos falseado el momento de la muerte de mi padre congelando su cadáver. Dudo de que fuera idea suya. Eso también era cosa de Rhoda Gradwyn. Planeaban llevarlo todo a cabo juntos. Es por eso por lo que, al cabo de más de treinta años, ella decidió quitarse la cicatriz y que la operación se hiciera aquí. Por eso Robin estuvo aquí en la primera visita de Rhoda y cuando ésta ingresó para ser intervenida. El plan era ridículo, naturalmente, pero había hechos que acaso lo hicieran verosímil. Por esa razón fui a Toronto a ver a Grace Holmes, que estaba con mi padre cuando éste murió. Pero la visita tenía una segunda explicación: pagarle una cantidad única en vez de la pensión que a mi juicio merecía. A mi hermano no le expliqué lo que Gradwyn y Robin estaban maquinando. Yo tenía suficientes pruebas para acusarles a los dos de intentar chantajearme, si éste era su propósito. No obstante, decidí seguirle el juego a Robin hasta que estuviera totalmente involucrado y luego disfrutar del placer de desengañarlo y desquitarme.

»Le cité en la vieja despensa. La tapa del congelador estaba cerrada. Le pregunté qué clase de arreglo proponía, y él contestó que tenía derecho moral a una tercera parte de la herencia. Si se le pagaba eso, no habría exigencias futuras. Señalé que difícilmente podría divulgar que yo había falsificado la fecha de la muerte sin que él mismo fuera acusado de chantaje. Admitió que estábamos recíprocamente uno en manos del otro. Le ofrecí una cuarta parte de la herencia con cinco mil para empezar. Le dije que lo tenía en efectivo en el congelador. Yo necesitaba sus huellas en la tapa y sabía que él era demasiado avaricioso para resistirse. Robin podía haber dudado, pero tenía que mirar. Nos acercamos al congelador, y cuando alzó la tapa yo le agarré de pronto por las piernas y lo tiré adentro. Soy nadadora y tengo brazos y hombros fuertes, y él no pesaba mucho. Cerré la tapa y eché el cierre. Me sentía sorprendentemente agotada y respiraba con dificultad, pero no podía estar cansada. Fue tan fácil como tirar a un niño. Oía los ruidos dentro del congelador, gritos, golpes, súplicas apagadas. Permanecí allí unos minutos apoyada en la tapa, escuchando sus chillidos. A continuación fui a la casa de al lado a preparar una tetera. Los sonidos se fueron debilitando, y cuando cesaron fui a la despensa para dejarle salir. Estaba muerto. Yo sólo quería asustarlo, pero ahora, si intento ser totalmente sincera – ¿y quién de nosotros puede llegar a serlo?-, creo que me alegró ver que había muerto.

»No siento pena por ninguna de mis víctimas. Rhoda Gradwyn destruyó un talento genuino y causó daño y aflicción a personas vulnerables, y Robin Boyton era un tábano, un insignificante don nadie, ligeramente gracioso. No creo que nadie les eche de menos ni haya llorado su muerte.