– ¿Beneficiar en qué sentido?
– En cualquier sentido en el que se pueda conceder un beneficio. Satisfacer una necesidad. Proteger. Reparar un daño.
– Entonces, hablando en plata -dijo Dalgliesh-, creo que la respuesta es sí. Me veo, por ejemplo, ayudando a la persona amada a tener una muerte compasiva si ella estuviera pasando las de Caín en este mundo implacable y sólo respirar ya supusiera un tormento. Espero no tener que hacerlo. Pero ya que usted lo pregunta, pues sí, me imagino a mí mismo quebrantando la ley para favorecer a alguien a quien amase. Sobre lo de reparar un daño no estoy tan seguro. Eso supondría tener la sabiduría para decidir lo que está bien y lo que está mal, y la humildad de considerar si alguna acción que yo pudiera emprender mejoraría o empeoraría las cosas. Ahora le formulo yo una pregunta. Perdone si le parece impertinente. ¿La persona amada sería para usted Candace Westhall?
Kershaw se levantó con dificultad y, tras coger las muletas, se acercó a la ventana y estuvo unos instantes mirando como si el mundo exterior fuera una pregunta que jamás se enunciaría, o, en su caso, no requeriría respuesta. Dalgliesh esperó. De pronto, Kershaw se volvió hacia él, y el comandante le observó mientras, como si fuera alguien que está aprendiendo a caminar, el abogado regresaba a su silla con pasos vacilantes.
– Voy a decirle algo que nunca he dicho ni diré a ningún otro ser humano -dijo Kershaw-. Lo hago porque creo que con usted no hay peligro. Y además quizás al final de la vida llega un momento en que un secreto se convierte en una carga que uno desea traspasar a los hombros de otro, como si el mero hecho de que alguien más lo sepa y lo comparta redujera el peso de algún modo. Supongo que es por eso por lo que la gente religiosa se confiesa. ¡Qué increíble limpieza ritual debe de ser la confesión! De todos modos, esto no es para mí, y no pienso cambiar la no creencia de toda una vida por lo que al final me parecería un consuelo falaz. Así que le explicaré. Esto no supondrá para usted carga ni angustia alguna, y estoy dirigiéndome a Adam Dalgliesh el poeta, no a Adam Dalgliesh el detective.
– En este momento no hay ninguna diferencia entre ellos -dijo Dalgliesh.
– En su mente no, comandante, pero quizá sí en la mía. De todos modos, hay otra razón para hablar, no digna de admiración, pero claro, ¿hay alguna que lo sea? No se imagina el placer que es hablar con un hombre refinado sobre algo distinto del estado de mi salud. Lo primero y lo último que el personal o cualquier visita pregunta es cómo me encuentro. Así es como me defino ahora, en función de la enfermedad y la mortalidad. Sin duda le parecerá difícil ser educado cuando la gente insiste en hablar sobre su poesía.
– Intento ser cortés cuando ellos quieren ser amables, pero lo detesto y no resulta fácil.
– Así, yo dejaré en paz su poesía si usted deja en paz el estado de mi hígado.
Se rio, una intensa y dura expulsión de aire interrumpida bruscamente. Pareció más un grito de dolor. Dalgliesh aguardó sin hablar. Daba la impresión de que Kershaw estaba reuniendo fuerzas, mientras acomodaba su esquelética figura en la butaca.
– En esencia es una historia corriente -dijo-. Pasa en todas partes. No tiene nada de especial ni atrayente salvo las personas afectadas. Hace veinticinco años, cuando yo tenía treinta y ocho y Candace dieciocho, ella tuvo un hijo mío. Yo era socio del bufete desde hacía poco, y pasé a encargarme de los asuntos de Peregrine Westhall. No eran particularmente difíciles ni interesantes, pero le hice suficientes visitas para ver lo que pasaba en aquella gran casa de piedra de los Cotswolds, donde vivía entonces la familia. La frágil y bonita mujer que utilizaba su enfermedad como una defensa contra su marido, la silenciosa y asustada hija, el introvertido hijo. Creo que en aquella época yo me las daba de ser alguien interesado en la gente, sensible a las emociones humanas. Quizá lo era. Y cuando digo que Candace estaba asustada, no estoy insinuando que su padre la maltratara o la golpeara. El tenía una sola arma, la más mortífera: su lengua. No creo que llegara a tocarla nunca, desde luego no de manera afectuosa. Era un hombre al que no le gustaban las mujeres. Para él, Candace fue una decepción desde el momento de nacer. No quiero que se lleve usted la impresión de que era un hombre deliberadamente cruel. Yo le tenía por un académico distinguido. A mí no me asustaba. Podía hablar con él, cosa que Candace nunca pudo hacer. Sólo con que ella le hubiera hecho frente, él ya la habría respetado. El hombre aborrecía la sumisión. Y lógicamente también habría mejorado las cosas que ella hubiera sido bonita. Con las hijas siempre es así, ¿no?
– Es difícil enfrentarse a alguien si se le tiene miedo desde la infancia -dijo Dalgliesh.
Kershaw prosiguió como si no hubiera oído el comentario.
– Nuestra relación, no estoy hablando de aventura, comenzó cuando yo estaba en la librería de Blackwell, en Oxford, y vi a Candace, que había ingresado en el trimestre de otoño. Parecía deseosa de charlar, lo que no era habitual, y la invité a un café. Sin su padre, parecía cobrar vida. Ella hablaba y yo escuchaba. Quedamos en volver a vernos, y para mí llegó a ser una especie de hábito ir a Oxford cuando ella se encontraba allí y llevarla a almorzar fuera de la ciudad. Los dos éramos caminantes llenos de energía, y yo esperaba con ganas esos encuentros otoñales y nuestros paseos por los Cotswolds. Sólo nos acostamos una vez, una tarde inusitadamente calurosa, en el bosque, bajo un dosel de árboles bañados por el sol, cuando supongo que una combinación de la belleza y el aislamiento de los árboles, el calor, nuestra satisfacción tras haber almorzado bien, dieron pie al primer beso y a partir de ahí a la inevitable seducción. Creo que después ambos supimos que había sido un error. Además éramos lo bastante perspicaces sobre nosotros mismos para saber cómo había pasado. Ella había tenido una mala semana en el college y necesitaba consuelo, y la capacidad de consolar es tentadora…, no quiero decir sólo en el aspecto físico. Ella se sentía sexualmente inepta, alejada de sus iguales y, se diera cuenta o no, buscaba una oportunidad para perder la virginidad. Yo era mayor, amable, cariñoso con ella, estaba disponible, era el compañero ideal para una primera experiencia sexual, que ella deseaba y temía. Conmigo podía sentirse segura.
»Y cuando, demasiado tarde para abortar, me dijo que estaba embarazada, los dos sabíamos que su familia no debía enterarse, en especial su padre. Ella decía que él la despreciaba y que la despreciaría aún más, no por haberse acostado con un hombre, lo cual seguramente no le importaría, sino porque había elegido a la persona equivocada y por haber sido una idiota al quedarse embarazada. Candace podía decirme exactamente lo que él le diría, lo que me indignó y me horrorizó. Yo me acercaba a la mediana edad y no estaba casado. No tenía ningún deseo de asumir la responsabilidad de un hijo. Ahora, cuando es demasiado tarde para arreglar nada, sé que tratábamos al niño como si fuera una especie de tumor maligno que hubiéramos de extirpar, o en todo caso quitarnos de encima, y luego pudiéramos olvidarnos de él. Si hablamos de pecados…, y usted, por lo que tengo entendido, es hijo de un sacerdote y sin duda la influencia familiar aún significa algo…, los pecadores fuimos nosotros. Ella mantuvo el embarazo en secreto y, cuando ya corría el riesgo de ser descubierta, fue al extranjero, regresó y dejó el bebé en una clínica de maternidad de Londres. A mí no me costó arreglar lo de la acogida privada y la adopción. Era abogado; tenía los conocimientos y el dinero. Y en aquella época había menos control sobre estos asuntos.