»Candace mantuvo desde el principio una actitud estoica. Si amaba a su hijo, consiguió disimularlo. Después de la adopción, ella y yo no nos veíamos. Supongo que no teníamos una verdadera relación, e incluso vernos era dar pie a la turbación, la vergüenza, a recordar inconvenientes, mentiras, carreras desbaratadas. Más adelante, ella recuperó en Oxford el tiempo perdido. Imagino que estudió Clásicas en un intento de ganarse el afecto de su padre. Lo único que sé es que no lo logró. No volvió a ver a Annabel, cuyo nombre también fue escogido por los eventuales padres adoptivos, hasta que cumplió dieciocho años, pero creo que estuvo en contacto con ella, aunque fuera indirectamente y sin reconocerla como hija suya. Como es lógico, sabía en qué universidad se había matriculado Annabel y consiguió un trabajo ahí, pese a no ser una opción natural para una licenciada en Clásicas con un doctorado en Filosofía.
– ¿Volvió usted a ver a Candace? -preguntó Dalgliesh. -Sólo una vez al cabo de veinticinco años. También fue la última. El viernes 7 de diciembre regresó de visitar en Canadá a la vieja enfermera, Grace Holmes. La señora Holmes es la única testigo superviviente del testamento de Peregrine. Candace fue a entregarle una cantidad de dinero, creo que dijo diez mil libras, como muestra de agradecimiento por su esfuerzo en el cuidado de Peregrine Westhall. La otra testigo, Elizabeth Barnes, era una empleada jubilada de la casa de los Westhall y estaba recibiendo una pequeña pensión cuyo cobro, naturalmente, cesó a su muerte. Candace consideraba que Grace Holmes debía ser recompensada. También deseaba tener la declaración de la enfermera sobre la fecha de la muerte de su padre. Me contó la ridícula acusación de Robin Boyton de que el cadáver había sido escondido en un congelador hasta que hubieron transcurrido veintiocho días desde el fallecimiento del abuelo. Aquí está la carta que Grace Holmes escribió y le entregó. Como verá, va dirigida a Candace. Ella quiso que yo tuviera una copia, quizá para mayor seguridad. Si hacía falta, yo se la pasaría al responsable del bufete.
Levantó la copia del testamento y de debajo sacó una hoja de papel de escribir que dio a Dalgliesh. La carta llevaba fecha del 2 de diciembre de 2007. La letra era grande, redonda, con una caligrafía muy cuidada.
Muy señor mío:
La señorita Candace Westhall me ha pedido que le mande una carta que confirme la fecha de la muerte de su padre, el doctor Peregrine Westhall. Esta se produjo el 5 de marzo de 2007. En los dos días anteriores había empeorado mucho su estado, y el doctor Stenhouse lo vio el 3 de marzo, pero no le recetó ningún medicamento nuevo. El profesor Westhall dijo que quería ver al cura local, el reverendo Matheson, que acudió enseguida. Lo trajo en coche su hermana. En aquel momento yo estaba en la casa pero no en la habitación del enfermo. Alcancé a oír los gritos del profesor pero no lo que decía el señor Matheson. No se quedaron mucho rato, y cuando salieron el reverendo parecía consternado. El doctor Westhall murió dos días después. En el momento del fallecimiento yo estaba en la casa con su hijo y la señorita Westhall. Fui yo quien lo amortajó.
También fui testigo en su último testamento, que escribió de su puño y letra. Sucedió en el verano de 2005, pero no recuerdo la fecha. Fue el último testamento que firmé como testigo, aunque el profesor Westhall había redactado otros en las semanas precedentes, que Elizabeth Barnes y yo atestiguamos, pero que, en mi opinión, él rompió.
Todo lo que he escrito es verdad.
Atentamente,
GRACE HOLMES
– A Grace Holmes se le pidió que confirmara la fecha de la muerte -dijo Dalgliesh-. Entonces no entiendo a qué viene el párrafo que se refiere al testamento.
– Como Boyton había planteado dudas sobre la fecha en que murió su tío, tal vez ella consideró importante mencionar algo relativo a la muerte de Peregrine que más adelante pudiera ser puesto en entredicho.
– Pero el testamento nunca fue puesto en entredicho, ¿verdad? ¿Y por qué hizo falta que Candace Westhall volara a Toronto y viera a Grace Holmes en persona? Los arreglos económicos no requerían visita ninguna, y la otra información sobre la fecha de la muerte se la habría podido dar por teléfono. ¿Por qué necesitaba esta confirmación? Sabía que el reverendo Matheson había visto a su padre dos días antes de morir. El testimonio de Matheson y su hermana habría bastado.
– ¿Está insinuando que las diez mil libras eran en pago por esa carta?
– Por el último párrafo -señaló Dalgliesh-. A lo mejor Candace Westhall quería eliminar todo riesgo de que el único testigo vivo de la muerte de su padre revelara algo. Grace Holmes había ayudado a la enfermera de Peregrine Westhall y sabía lo que la hija había tenido que aguantar. Sería feliz si al final se hacía justicia a Candace y Marcus. Desde luego, cogió las diez mil libras. En todo caso, ¿qué se le pedía que hiciera? Tan sólo decir que había sido testigo de la firma de un testamento escrito a mano cuya fecha no recordaba. ¿Cree usted por un momento que algún día alguien la convencerá de que cambie su versión, de que diga algo más? Por otra parte, ella no había sido testigo del testamento anterior. No sabía nada sobre la injusticia sufrida por Robin Boyton. Seguramente se convenció a sí misma de que estaba diciendo la verdad.
Durante casi un minuto permanecieron sentados en silencio; luego habló Dalgliesh.
– ¿Me responderá a la pregunta de si en esta última visita que le hizo Candace Westhall hablaron sobre la verdad del testa mentó de su padre?
– No, y no creo que usted espere que lo haga. Por eso no preguntará. Pero sí le diré algo, comandante. No era una mujer capaz de agobiarme con más cosas de las que yo necesitara saber. Quería que yo guardara la carta de Grace Holmes, pero ésta era la parte menos importante de la visita. Me dijo que nuestra hija había muerto y cómo. Teníamos asuntos pendientes. Había cosas que los dos necesitábamos decir. Me gustaría creer que, cuando se hubo marchado, había desaparecido casi toda la amargura de los últimos veinticinco años, pero esto sería un sofisma romántico. Nos habíamos hecho demasiado daño el uno al otro. Creo que murió más feliz porque sabía que podía confiar en mí. Eso era todo lo que había y había habido jamás entre nosotros: confianza, no amor.
Pero Dalgliesh aún tenía otra pregunta.
– Cuando le telefoneé y usted accedió a recibirme, ¿se lo dijo a Candace Westhall?
Kershaw lo miró fijamente y respondió al instante:
– La llamé y se lo dije. Y ahora, si me permite, debo desayunar. Me alegro de que haya venido, pero no volveremos a vernos. Si es tan amable de pulsar el botón que hay junto a la cama, Charles lo acompañará a la salida.
Extendió la mano. El apretón seguía siendo firme, pero el resplandor en los ojos se había apagado. Se había cerrado algo. Charles ya le esperaba en la puerta, y Dalgliesh se volvió para echar a Kershaw la última mirada. Estaba sentado en el sillón, en silencio, con los ojos clavados en la vacía chimenea.
Dalgliesh apenas se había abrochado el cinturón de seguridad cuando sonó su móvil. Era el detective Andy Howard. La nota de triunfo en la voz era contenida pero inequívoca.
– Lo hemos cogido, señor. Un chico del barrio, como sospechábamos. Había sido interrogado antes cuatro veces acerca de agresiones sexuales, pero nunca había sido acusado. Al departamento de justicia le tranquilizará saber que no es otro inmigrante ilegal ni alguien en libertad bajo fianza. Por supuesto también tenemos el ADN. Me preocupa un poco el modo de mantener la prueba del ADN si no hay cargos, pero no es el primer caso en que ha sido útil.
– Enhorabuena, inspector. ¿Cree que hay alguna posibilidad de que se declare culpable? Estaría bien ahorrarle a Annie el mal trago del juicio.
– Yo diría que todas, señor. El ADN no es la única prueba que tenemos, pero es categórica. De todas maneras, aún pasará un tiempo hasta que la chica esté en condiciones de acudir a la tribuna de los testigos.