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Giorgio Scerbanenco

Muerte en la escuela

I ragazzi del massacro

CAPÍTULO PRIMERO

La señorita Matilde Crescenzaghi, hija del difunto Michele y Ada Pirelli, soltera, enseñaba en la escuela nocturna "Andrea e Maria Fustagni" en una clase mixta de muchachos desde los trece a los veinte años, la mayor parte de los cuales procedían del reformatorio, o eran hijos de padre alcoholizado o la madre se dedicaba a la prostitución, incluso había diversos tuberculosos y algunos heredosifilíticos. Mejor hubiera sido que la clase hubiese sido llevada por un sargento de la legión extranjera, y no por ella, frágil y delicada señorita de la pequeña burguesía de la Alta Italia.

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– Murió hace cinco minutos – dijo la hermana.

Duca Lamberti miró por encima de su hombro el tosco y afligido rostro de Mascaranti, y no dijo nada.

– A pesar de todo, ¿quiere verla? – preguntó la hermana.

Sabía que eran los agentes que habían ido a interrogar a la joven maestra, pero interrogar a una muerta es un poco difícil.

– Sí – dijo Duca.

Habían retirado ya los cobertores, y ella estaba con un anticuado y patético baby doll amarillo, ya rígida, con la cara alterada por una mueca de sufrimiento y por el hematoma bajo el ojo derecho, alterada también la armonía de la frente por el grueso mechón de cabellos que bestialmente le habían arrancado, creando una no natural y tragicómica calvicie; el tórax hinchado, redondeado como un barril por el enyesado, hecho apresuradamente para contener el destrozo de todas aquellas costillas rotas, muchas, si no todas, que a fin de cuentas el cirujano no había tenido tiempo de contarlas.

Y ya había llegado el hombrecillo con el ataúd con ruedas, como lo llamaban, que era un lecho cualquiera provisto de ruedecillas, pero que en lugar de sábanas llevaba un telón impermeable gris, para llevarla abajo, a la cámara frigorífica, y esperar la autorización para la autopsia, y estaba también el agente uniformado que reconoció a Duca y tímidamente se llevó la mano a la visera para saludarlo. Era jovencísimo y dijo ingenuamente, con cierto tono conmovido en la voz que podía parecer insólito en un policía:

– Está muerta.

Se llevó las manos a la espalda, las retorció una contra otra, sudorientas. Acaso hizo mal queriendo ser policía.

– Pudo gritar "Director", y luego se murió.

Duca se acercó para mirar los otros espantosos destrozos provocados por los criminales en aquella mísera criatura de veintidós años, Matilde Crescenzaghi, hija del difunto Michele y de Ada Pirelli, con domicilio en el Corso Italia, 6, Milán, soltera, profesora de diversas materias y también de educación, sí era posible, en la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, en Porta Venecia. Miró y vio la muñeca izquierda destrozada, atada apenas a una plaquita de plástico, por lo menos para sujetarla, porque la joven estaba tan destrozada y deshecha por todas partes que habían tenido que remediar inmediatamente daños más graves, como podía verse por la gran masa de algodón que tenía en la ingle, bajo el amarillo de los pantalones del baby doll que su madre le había llevado en seguida al hospital apenas fue avisada por la policía, y otros impedimentos que tenía por todas partes, hecha trizas como si la hubiese atropellado un tren.

– Su madre se halla todavía bajo el choc. Aún no sabe que ha muerto – dijo la hermana, que les había seguido.

Y había muerto pocos minutos antes gritando "Director". Antes de la guerra, por lo menos esto era lo que decían, alguno moría gritando "¡Duce!" o "¡Ponedme la camisa negra!". Pero con mayor frecuencia muchos se morían gritando "¡Mamá!". Ella había muerto implorando "Director", el director de la escuela. También era triste esto.

– ¿Cuándo podré interrogar a la madre? – preguntó Duca a la hermana, apartando, y esperó que para siempre, la mirada de aquel infeliz ser humano.

– Se lo preguntaré al profesor, pero no creo que antes de mañana por la noche – dijo la hermana.

– Gracias – repuso Duca.

El y Mascaranti salieron fuera del hospital y se detuvieron en la acera, envueltos por la niebla helada, como amordazados; veíase un solo farol y el relampagueante azul del Alfa de la policía que los aguardaba al otro lado de la calle. Lo demás era una oscuridad gris y algodonosa que atenuaba también los rumores; es más, los sofocaba.

– No sé por qué ese estúpido ha aparcado al otro lado – dijo Mascaranti -. Podía habernos esperado delante. Ahora tenemos que atravesar la calle.

Con aquella niebla no se podía atravesar siquiera un pañuelo de jovencita.

– Es dirección única – dijo Duca.

– ¡ Ah! – rió ásperamente Mascaranti -, sólo nosotros, los de la policía, respetamos el reglamento.

Atravesaron cautos la ancha calle. En la opaca y densa vaporosidad de la niebla se encendían de vez en cuando los faros de un coche que iba a diez por hora, y cuando estuvieron al otro lado de la calle, cerca del relampagueante azul del Alfa, Mascaranti, rogó:

– Doctor, perdóneme, pero necesito beber algo.

Era un policía y había visto en la vida todo lo que había que ver, pero después de haber visto a aquella muchacha muerta, quería beber, tal vez solamente para no estallar de furor.

– Yo también – dijo Duca.

Avanzaron por la acera hasta la esquina donde, a través del polvoriento hielo de la niebla, se leía la fosforescente muestra azulenca: "Tavola Calda".

– ¿No tiene frío, doctor Lamberti? – preguntó Mascaranti.

Sí, sin abrigo, sin sombrero, sin bufanda, los cabellos rapados al cero, sumido en el baño helado de aquella niebla, tenía un poco de frío, pero si no hubiese visto a aquella joven, acaso hubiera tenido menos, o nada.

– Sí, tengo un poco de frío – asintió, mientras Mascaranti le abría la puerta de la "Tavola Calda" -. Tomaré una grappa, ¿y tú? – preguntó a Mascaranti.

– Yo dos – dijo Mascaranti.

– Dos grappe dobles – ordenó Duca a la chica que estaba detrás del mostrador.

Contempló el flaco cuello de la joven que buscaba la botella en el estante, torpe y cansada, hasta que finalmente encontró una y sirvió el licor en un gran vaso.

Bebiendo despacio, pero seguido, miró al hombre barrigón, parado ante el jukebox mudo, y que por último apretó los dos botones, y tan gordo, viejo y pelón, eligió un disco de Caterina Caselli, mientras él, de pronto, ya no vio nada, a pesar de que tenía los ojos bien abiertos; ni siquiera a Mascaranti que bebía ante él, despacio como él, pero sin parar; es decir, no vio nada de lo que le rodeaba, sino sólo, nítido como en una pantalla panorámica, el cuerpo de la muchacha muerta, en baby doll amarillo, tan anticuado, pero acaso modernísimo para ella, y los enormes vendajes, inútiles ya.

"La han destrozado", se decía, mirando aquella misérrima imagen rígida en su pequeña cama de hospital, en aquella personal, privada y tristísima pantalla panorámica.

Sacudió la cabeza y terminó de beber la grappa. Si hubiese caído en una bodega llena de ratas hambrientas no habría sido peor.