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– Dile a Gigi que me llame en cuanto llegue – dijo Duca -. Seguiré aquí.

– ¿Significa esto que no vas a venir a ver a la niña?

– No puedo.

– Bueno- dijo ella secamente.

– Espera, quiero hablar con Lorenza – añadió Duca.

– Está durmiendo. Tuve que darle un somnífero. Apenas vio que a la niña volvía a subirle la fiebre, se sintió mal. Quiso ir a buscarte a la Jefatura. Entonces le di unas pastillas.

Duca dijo solamente:

– Gracias – y colgó el auricular.

Hasta aquel instante no se dio cuenta de que en la habitación había entrado su jefe, Càrrua, su viejo amigo y amigo de su padre.

6

Càrrua estaba de pie, apoyado en la puerta cerrada, rosado todo él por la luz roja del sol que entraba por la ventana a través de la niebla.

– Perdóname, no te había oído entrar – dijo Duca -. Buenos días.

– Buenos días – repitió Duca sentándose en la silla ante la máquina de escribir. Estaba afeitado y tenía aspecto reposado, lo que le ocurría una vez por semana, todo lo más -. He encontrado a Mascaranti y me ha dicho que habías interrogado a todos esos chicos.

– Lo que significa que Mascaranti ha ido corriendo a chivatar que he maltratado a esos jóvenes criminales.

– Podría haber sido así, pero no tiene importancia. Mascaranti tiene el deber de contarme todo lo que hagas. – Duca no dijo nada y Càrrua, con amenazadora bonachonería, continuó: -Me ha dicho que no has tocado un solo cabello de los chicos, pero que has hecho algo peor: moralmente los has maltratado con todo género de amenazas, y que has ofendido su personalidad humana rociándolos con anís lactescente.

Duca rió breve y secamente.

– No te rías, porque no bromeo. – Càrrua comenzó a levantar la voz. – Me gustaría saber el papelito que vamos a hacer los dos si la magistratura descubre que en tus interrogatorios usas anís lactescente.

De nuevo Duca rió con aquella risa seca y bruscamente truncada, casi un tic más que una manera de reír.

– Duca, estás cansado; te has pasado toda la noche interrogando a esos miserables; tienes los ojos enrojecidos e hinchados. Necesitas irte a casa a descansar. Dentro de un par de horas llegará el juez instructor y le entregaremos a estos once hijos de buena madre. Los enviará al Beccaria y a San Vittore, y nosotros habremos terminado y descansaremos.

– Es muy cómodo – dijo Duca.

– Llega un momento en que ya no gustan las cosas incómodas. En Cerdeña, quiero decir en mi tierra, en lugar de detener a los bandidos detienen a los comisarios y brigadieres. Yo no quiero acabar en San Vittore porque tú pierdes la paciencia con uno de esos canallas y le rompas un diente.

– Ni siquiera con un dedo los he tocado.

– Bueno, dejemos esto – dijo Càrrua -. Vete a dormir.

Duca se levantó y se acercó a él. Los dos, de pie, se miraron fijamente, Càrrua bajo, y él alto y delgado.

– Déjame hablar unos minutos de esos muchachos. Creo haber descubierto algo.

Càrrua respondió después de un largo rato:

– Habla cuanto quieras.

De pie, Duca habló, mirando unas veces a él y otras al suelo, sin hacer ademanes, inmóviles por completo las manos y los brazos.

– La teoría general es que esto chicos, una noche, de pronto, a causa de que uno de ellos llevó una botella de licor, perdieron todo dominio y cometieron lo que cometieron. Si aceptamos esta teoría, los chicos tendrán todo lo más un año o dos de reformatorio porque tendrán dos atenuantes: ser menores de edad y el estado de irresponsabilidad provocado por el alcohol.

– Es posible – dijo áspero Càrrua -, ¿y qué te importa a ti a cuánto los condenen? Son cosas que atañen a la magistratura y no a ti. Te gustaría meterlos a todos en presidio, ¿verdad?

– No a todos. Me bastaría uno solo.

Càrrua levantó los ojos y lo miró.

– ¿A quién?

– No lo sé todavía, pero lo sabré. Dame tiempo y te diré el nombre y te daré las pruebas.

Càrrua pensó que hablaba demasiado en serio; sin duda habría algo de verdad en lo que Duca decía, pero respondió con la misma acritud:

– ¿Y qué has descubierto? Los interrogué yo antes que tú, y no había nada que descubrir, excepto un montón de carroña y nada más. ¿Te dijeron a ti algo más?

Duca sacudió la cabeza.

– No. Diez de ellos me dijeron las mismas cosas que te dijeron a ti, es decir, lo negaron todo. Pero uno ha dicho algo más.

– ¿Quién?

– Uno de dieciséis años, ése que no tiene antecedente alguno y procede de buena familia. Se llama Fiorello Grassi.

– ¡Ah, sí! Me parece recordarlo. ¿Qué te ha dicho?

– Me ha dicho que es un invertido. ¿A ti no te lo había dicho?

– No, desconocía este refinamiento – dijo Càrrua -. Pero ¿de qué te sirve?

– Me sirve para establecer que si alguno realmente no tomó parte en el asesinato de la maestra, fue él. Si alguno fue en realidad obligado a estar allí, a asistir a todo bajo amenazas, fue precisamente él.

Càrrua reflexionó.

– Es posible, pero se trata de un descubrimiento que no nos sirve para nada. Es útil sólo para el chico que, como es un invertido, se le considerará inocente en cuanto a los malos tratos.

– También es útil para nosotros – dijo Duca -. Porque si él no tomó parte, esto quiere decir que no estaba de acuerdo con los demás, y si no estaba de acuerdo con los demás quiere decir que acaso nos diga algo.

– ¿Y por qué tendría que decírtelo? – Càrrua se encogió de hombros -. ¿Por simpatía? – dijo riendo.

Duca sonrió.

– Me dijo que él no se chivaba. ¿Sabes lo que esto significa?

– Significa que tiene razón en no chivarse – respondió Duca -. Porque si se chiva y dice quiénes fueron los primeros que comenzaron, cuando se encuentre en el Beccaria a los compañeros que haya denunciado, le arrancarán la piel o le harán algo peor. No es la primera vez que sucede.

– No obstante, presiento que este chico hablará y descubriremos algo muy distinto de lo que imaginamos.

– ¿Qué cosa?

– Escucha, aquello no fue sólo una orgía de muchachos enfurecidos por el alcohol. Ahí hay alguien, un adulto, que se halla detrás de toda esta monstruosa historia. Es más, diría que fue quien la organizó.

Càrrua permaneció un rato en silencio, luego dijo:

– Sentémonos – y añadió: -¿Qué quieres decir?

– Lo que he dicho. – También Duca se sentó, pero sobre la mesa. – Los chicos no tienen nada que ver con eso, son delincuentes, capaces incluso de hacer algo peor que lo que han hecho, pero por sí solos jamás habrían organizado semejante carnicería.

– ¿Qué pruebas tienes de que haya alguien detrás de ellos?

– Ninguna prueba. Sólo conjeturas. La primera es su línea de defensa. Los muchachos maltrataron y mataron a su maestra, luego salieron de la escuela y se fueron tranquilamente a sus casas. Ahora trata de comprender: si hubiesen sido ellos solos, si no hubieran tenido a nadie que los guiara, después de un bestial asesinato semejante, asustados, habrían tratado de huir, sabiendo qué apenas fuese descubierto el cadáver de la maestra la policía iría justamente a buscarlos a sus casas. ¿Por qué entonces se fueron a dormir tranquilamente a sus domicilios? Porque, a mi entender, hay alguien que sabe, que los ha instruido antes. Quiero decir antes de cometer el delito.

Càrrua pensó. Personalmente no le gustaba Duca Lamberti. Profundizaba demasiado las cosas, y de una modesta bolsa de supermercado era capaz de hacer un tratado de filosofía. Él prefería lo blanco y lo negro, el dentro y el afuera, no las sutilezas whiteheadianas. Pero aceptaba la verdad, aunque llegase por un camino distinto, lleno de esas sutilezas odiosas para él. Comprendió que Duca había encontrado un atisbo de verdad.

– Quieres decir – comenzó lentamente para hacerse comprender mejor – que no se ha tratado de un hecho cometido por azar, entre muchachos exaltados por el alcohol, sino que ha sido organizado adrede por alguien de afuera, por alguien que no es un menor de edad, ni alumno de la escuela. ¿Es esto lo que quieres decir?