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"Acaso eran fieras."

Volvió a sacudir la cabeza y vio otra vez al hombre gordo ante el jukebox, y volvió a ver a Mascaranti.

– Vámonos – le dijo.

Afuera navegaron por la niebla guiados por el resplandeciente Alfa.

– ¿Adónde vamos? – preguntó Mascaranti.

– A la escuela – repuso Duca.

2

La escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, cerca de la plaza Loreto, era un viejo hotelito de dos pisos, de ese estilo de castillo medieval con que en otro tiempo se construían las villas en la extrema periferia de la ciudad, campo entonces, y ahora todas casas de diez, quince y veinte pisos. El hotelito estaba en una vuelta de la calle que formaba casi una especie de plazuela, y delante, sumidos en la niebla, la camioneta con los faros encendidos iluminando la entrada de la escuela, que incendiaba la chapa de latón de la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, y los cuatro agentes, más un fotógrafo sentado en la acera, levantadas las solapas del abrigo hasta las orejas, durmiendo, más tres o cuatro jovenzuelos que debían de ser el público, porque no hay espectáculo, por repugnante que pueda ser, que no tenga su público, pensó Duca, descendiendo del Alfa.

El fotógrafo se despertó, le hizo una foto y a través de la niebla lo miró y miró el Alfa.

– ¿Jefatura? – preguntó-. ¿Qué hay de nuevo?

Duca no le respondió y Mascaranti agarró al fotógrafo de un brazo.

– Vamos, lárgate. Aquí no hay nada que hacer.

– Déjeme hacer una foto dentro, una sola – rogó, realmente conmovido el fotógrafo -. Sé que hay una pizarra llena de palabrotas y con muchos dibujos puercos, que no puedo fotografiar, porque nadie la publicaría, pero me basta la mesita de la maestra, con la pizarra al fondo, de manera que no se distingan los dibujos ni se lean las palabras, al menos una foto, brigadier, por favor, brigadier.

Mascaranti se lo llevó lejos y Duca entró en el hotelito guiado por uno de los agentes de la camioneta. El aula A estaba justamente en la planta baja; a la izquierda de la escalera había las dos pequeñas habitaciones de los porteros que ya estaban allí, viejos, cansados, nerviosos y desolados, cerca de los peldaños que conducían a los pisos superiores donde se encontraban las otras aulas, víctimas deshechas por las cuarenta y ocho horas de la catástrofe que se había precipitado en su camino; a la derecha estaba el salón que constituía el aula A – Cultura General -, delante de la cual montaba la guardia otro agente.

– Váyanse a sus habitaciones, no les necesito – dijo Duca al hombrecillo y a la viejecita, los porteros.

Mientras tanto el agente había abierto la puerta, y él, junto con Mascaranti, entró en el aula A, iluminada por dos largos tubos fluorescentes que cruzaban diagonalmente el techo. Todo estaba como dos noches antes, como había sido encontrado dos noches antes por el hombrecillo y la viejecita, porteros de la escuela. Sólo se había añadido algún detalle científico: ante las tres largas y estrechas ventanas del aula se había colocado un paño negro ajustado por dos delgadas tablas clavadas en forma de X. Esta era una precaución contra los fotógrafos y los periodistas. En efecto, el aula estaba en la planta baja y las ventanas daban directamente sobre pocos metros cuadrados de tierra helada llamada jardinito. De pie en el jardinito, cualquier persona de pequeña estatura podía mirar al interior del aula. Bien es verdad que estaba primero la verja de hierro, después los cristales y luego en el interior las persianas enrollables, pero un fotógrafo, desde el exterior, había roto un cristal e intentó levantar la persiana para fotografiar el interior. Fue detenido y alejado de allí, pero para evitar casos como ése se habían cegado las ventanas.

– El mapa -dijo Duca Lamberti, parado ante la pizarra, mientras Mascaranti buscaba en su bolsillo, y encontró en seguida e inmediatamente le dio la sencilla y modesta hoja de papel blanco que había sido llamado "mapa".

Inmóvil, a tres pasos de la puerta, Duca Lamberti apartó los ojos de la pizarra y miró los otros signos "científicos" que daban un aspecto insólito al aula: había unos círculos, dibujados con pintura blanca, algunos como el que deja sobre la mesa un vaso húmedo, y otros anchos como la circunferencia de una gran damajuana. Detrás de cada círculo, con la misma pintura blanca, escrito, había un número, y había unos veinte, es más justamente veintidós, como estaba anotado en la hoja escrita. En efecto, el mapa daba- cuenta de todo lo que había sido hallado en el aula, apenas se descubrió el asesinato, y el lugar mismo en que había sido encontrado.

Los círculos blancos estaban por todas partes, sobre la mesa de la maestra cerca de la pizarra; en el suelo; sobre las cuatro mesitas que constituían los bancos; en la pared, blanca o casi blanca, y ahí los círculos habían sido pintados con pintura negra.

– Por favor, un cigarrillo – pidió Duca, tendiendo la mano hacia Mascaranti, pero sin dejar de mirar los círculos. Y miraba ahora aquel en el centro del cual estaba pintado el número 19.

– Tome, doctor.

Mascaranti le ofreció el cigarrillo y se lo encendió.

Duca Lamberti miró el mapa y en él el número 19. Bajo este número había escrito: "Botella de licor". Examinó otro círculo, éste en el suelo, con el número 4 en el interior. En el mapa leyó: "n. 4: Crucecita de oro", probablemente de uno de los alumnos. El círculo número 4 estaba cerca de un dibujo hecho en el pavimento, también con pintura blanca, pero apresuradamente, y no era un círculo sino el perfil de una figura humana, el contorno de Matilde Crescenzaghi, la maestra.

Fumando sin quitarse el cigarrillo de la boca, hasta que lo arrojaba al suelo cuando la colilla, demasiado corta, le quemaba los labios, Duca Lamberti, controló elemento por elemento el mapa: n. 1, la figura humana, el contorno de Matilde Crescenzaghi; n. 19, la botella de licor.

– Un cigarrillo – pidió de nuevo.

Se sentó a fumarlo en la dura e incómoda silla detrás de la mesita que había sido la cátedra y miró el aula, es decir las cuatro mesitas comunes con cuatro sillas en torno de cada una, que habían sido los bancos de estudio de aquellos singulares alumnos. Volvió a mirar el mapa, "n. 8: orina". No sólo uno, sino más alumnos habían orinado en un rincón, transformando un modesto, pero concienzudo, cuidado y humanitario lugar de estudio, en un nauseabundo chiquero.

Dio dos o tres bocanadas seguidas, sin mirar a Mascaranti ni al agente uniformado que estaba a la puerta del aula. Luego volvió a mirar el mapa: "n. 2: Slip". Los slip de la diplomada Matilde Crescenzaghi habían sido hallados colgados en la pared de uno de los ganchos que sostenían un gran mapa geográfico de Europa.

– Un cigarrillo.

Sólo se daba cuenta de que pasaba el tiempo por los cigarrillos que se hacía dar por Mascaranti. Ahora tenía que examinar bien la pizarra, la que había desencadenado la ofensiva de los fotógrafos y los periodistas, y que sólo era torpe pornografía. Se levantó y se dirigió a la pizarra con el cigarrillo en los labios. Nunca había fumado así, por lo general tenía el cigarrillo entre los dedos, pero también él era de carne sensible y para dominar el furor y la desesperación fumaba así, y no le servía de mucho. Examinó bien la pizarra. En una esquina, a la izquierda, semiborrada, pero todavía legible, había subsistido una palabra: Ireland, escrita evidentemente, era claro, por la maestra Matilde Crescenzaghi. La palabra Ireland correspondía a la lección de la noche anterior a la del asesinato, el martes, porque una de las dos horas de clase del martes estaba destinada a la geografía. La noche antes los alumnos habían estudiado Irlanda y probablemente la maestra había explicado que existía una Irlanda independiente, es decir Ireland, y otra Irlanda unida a la Gran Bretaña, es decir Irlanda septentrional.