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Entonces gritó, con el cuchillo ensangrentado en la mano, mirándola a ella y sintiendo de pronto, además del dolor, el calor de la sangre, que le resbalaba de los riñones.

– Pero… yo… – estertoró estúpidamente mirándola, con el cuchillo goteando sangre en la mano -. Yo… ¿qué quieres?…

Ella se arrojó encima de él para arrebatarle el cuchillo y herirlo de nuevo, y entonces él comprendió: aquella mujer quería matarlo. No pensó nada, no se hizo ningún razonamiento, tampoco vio nada, y no porque la polvorienta barraca estuviese a oscuras, sino porque estaba ciego de miedo, de agotamiento y de dolor, y dio un golpe con la rodilla a la mujer. Por casualidad, el rodillazo, violentísimo, le dio exactamente bajo la barbilla, mientras ella gritaba con la lengua fuera:

– ¡Puerca chinche, puerca chinche!-y le cerró de golpe las mandíbulas y pilló la lengua entre los dientes; la aturdió hiriéndole la lengua de tal modo que la mujer cayó al suelo dando un alarido, para callarse inmediatamente por haber perdido el conocimiento, la boca llena de sangre.

En el silencio, Carolino, de pie, la miró un instante, dominándola con su estatura, y se llevó instintivamente una mano a los riñones donde había sido herido, y la mano, aunque ya no salía mucha sangre, se empapó de pronto. Luego, dando traspiés y jadeando, salió fuera de la barraca, con el deseo de pedir socorro, pero la lucidez mental que se estaba abriendo camino en él le aconsejó que no gritase y tratara de salvarse solo.

Cerca de la barraca estaba detenido el coche. Un rayo de sol, que llegaba de muy lejos y atravesaba la niebla, iluminaba escenográficamente el automóvil. Parpadeó al reflejo del sol y pensó qué podía hacer. Todavía no pensaba por qué Marisella había querido matarlo; pensaba solamente que tenía que alejarse de ella e ir en busca de alguien que lo ayudase porque estaba herido y el dolor de sus riñones era cada vez más grande.

Subió al coche. No había nada a su alrededor, excepto las torres metálicas, v aquellas lejanas masas de niebla sobre los arrozales, y el cielo azul a través de los bancos de niebla. Puso en marcha el coche; no tenía necesidad de carnet, ni de la mayoría de edad. Sabía conducir muy bien. Lo único que no sabía era adónde ir, pensaba conduciendo, oscurecida la vista de vez en cuando por violentos vértigos. ¿Al primer pueblo? Sí. ¿Y después? ¿Al médico? ¿Al hospital? Lo detendrían en seguida y lo llevarían a la enfermería del Beccaria.

Saliendo del pedregoso camino, entró en la provincial Magenta-Milán, en dirección a Milán, conduciendo a veinte por hora, con una sola mano porque con la otra se apretaba los riñones, donde sentía no sólo dolor, sino la sensación de perder el conocimiento y la vida.

Muchos otros coches lo dejaron atrás, asordándolo con el claxon porque iba demasiado despacio y adelantándole; el conductor miraba hacia él y, a pesar de la rapidísima mirada, se daba cuenta de que al volante iba un chiquillo, chiquillo aunque parecía un hombre, y al final alguien se daría cuenta de que él era realmente un chiquillo y que aun no tenía edad para conducir, y se detendría, lo detendría; vería también que estaba herido y mal, lo llevaría al hospital y daría parte a la policía.

Todo lo que pensaba para salvarse, acababa siempre en lo mismo: policía, y policía quería decir Beccaria, y lo que no quería era el Beccaria, aunque le costase la vida. Prefería morir así, desangrado, en una carretera, antes que ir allí.

Mientras conducía tan despacio y pensaba en buscar su salvación, vio que más adelante había la señal de un aparcamiento. Dejó cautamente la carretera, cautamente entró en el desnudo y pedregoso espacio llamado aparcamiento y no vio que hubiera ningún otro coche y esto lo hizo feliz, y lo hizo feliz también la mucha niebla que había, a través de la cual no podía abrirse paso el sol, y en medio de la cual se sentía protegido porque le escondía.

Siempre con una mano en los riñones, en el lugar de la herida, se deslizó del asiento apartándose del puesto del conductor. Para un menor era peligroso estar ante el volante. En cambio, en el asiento de al lado podía decir que esperaba a su padre. Y mientras pensaba esto, satisfecho de haber encontrado un refugio en aquel aparcamiento abandonado donde probablemente nadie aparcaba nunca, escondido por la niebla, le asustó sentir una pasión de sueño; la pérdida de sangre y el dolor continuo le dieron sueño. Era sueño, aunque parecía desvanecimiento.

Pero de vez en cuando se despertaba cuando por la carretera pasaba un autocar y tocaba el claxon, o cuando a su derecha, al otro lado de un fangoso canal, del cual llegaban a él los miasmas, pasaba un tren que llenaba el aire de un retumbo lleno de furor y hacía vibrar el coche utilitario y a él que estaba dentro. Y, al despertarse, sentía aquel dolor en los riñones e instintivamente se quejaba, y, abriendo los ojos, intentaba comprender en qué mundo vivía y que estaba en ese mundo, y lo conseguía, y recordaba que se encontraba en la carretera de Milán, y que estaba herido, acuchillado, y que no tenía ninguna esperanza. No tenía miedo de morir; a los catorce años la muerte es un concepto sin sentido, algo que afecta a los demás y no a nosotros. Sólo tenía miedo de volver al Beccaria, y no porque en el fondo hubiese estado allí tan mal, sino por una especie de cuestión de principio y al mismo tiempo de terror ciego, sin motivo.

Luego comenzó a desvelarse cada vez más, a evadirse cada vez con mayor frecuencia de aquel malsano torpor, y comenzó un nuevo tormento. No sólo hacía muchas horas que no había bebido nada, sino que la pérdida de sangre había aumentado la deshidratación; tenía secos los labios y la lengua. Era menester ir a algún sitio a beber algo; le ardía el estómago, pero comprendía que no podría entrar en ningún bar ni en ninguna hostería o lugar cualquiera, porque todos se darían cuenta de que estaba herido, y esto significaría el fin.

Todavía resistió a la sed. Ahora todo estaba oscuro. Quién sabe desde cuándo sería de noche. Resistió hasta que la sed se hizo espasmódica, torturante. Sentía tan hinchada la lengua que hasta le impedía respirar normalmente. En efecto, estaba estertorando, pero no se daba cuenta; estertoraba sólo en aquel lugar desolado, en la baja y húmeda llanura milanesa del magentino y, estertorando, surgió ante él, junto con incontables imágenes de agua discurriendo por todas partes, grifos, cascadas y fuentes, la imagen de aquel policía.

A él no le gustaban los policías, pero aquél, aunque era muy policía, le había parecido accesible y comunicativo, como nunca lo habían sido para él los demás. Por otra parte, era un policía en cuya casa había vivido unos cuantos días; un policía que tenía tina hermana, un policía que tenía una chica, un policía que le había comprado ropas nuevas, desde los calcetines hasta la corbata, desde la camisa a los zapatos, y esto, habitualmente, no lo hacen los policías.

Pensó que si había alguien que pudiera darle de beber sería ese policía. Herido como estaba, no podía ir a ningún sitio, ni tampoco tenía fuerzas para ir por el campo en busca de cualquier canal o de cualquier fuente. Sólo ese policía le daría de beber, pensó estertorando y estremeciéndose, ahora también a causa de la fiebre que se iba apoderando de él, y así, estertoroso y estremecido, se deslizó de nuevo sobre el asiento y volvió al volante, puso en marcha el coche, embragó lentamente y salió del aparcamiento, a diez por hora; encendió las luces bajas, porque ya era noche cerrada, y pensó que tenía que ir a la plaza Leonardo da Vinci, a ver a aquel policía, y así podría beber, y no sólo esto: era el único policía al que no tenía miedo. Plaza Leonardo da Vinci, pensó conduciendo, Milán, Plaza Leonardo da Vinci. Y tenía que llegar allí sin incidentes, tenía que llegar a la casa de aquel policía, único ser en el mundo, aunque la tarde anterior había huido de él, con quien comprendía que podía comunicarse y a quien podía pedir ayuda, sin temor y sin desconfianza.