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– ¡Señora! ¿Qué hace usted? ¡Y delante de los alumnos! – La joven Matilde Crescenzaghi, limpiado apenas el salivazo con la manga de su bata, recobró un poco de su dignidad, de su valor. – No se comporte así delante de los muchachos.

Su única preocupación eran los chicos y los chicos estaban allí, detrás de los bancos, de pie, porque se habían levantado apenas ella recibió el salivazo en la cara, y estaban en silencio y preparados.

Ettorino les había dicho que su madre iría a la escuela a hacer una escena para vengarse de la maestra que había mandado a la cárcel a su padre quien poco después murió en la enfermería de la prisión. Ettorino, guiado por su madre, había azuzado a sus compañeros contra la maestra, contra la chivata de la policía. A ninguno de los chicos le importaba que el padre de Ettorino hubiese muerto en la cárcel, pero todos odiaban a la maestra soplona y estaban sordamente satisfechos de que Marisella hubiese ido a escupirle a la cara.

– ¡Cállate, miserable, soplona! – dijo y volvió a escupirle a la cara, y al mismo tiempo con la mano izquierda la agarró de los cabellos y con la derecha le abofeteó con tal violencia que cada bofetada fue como un martillazo.

La joven maestra Matilde Crescenzaghi comprendió de esta manera. Comprendió que ya no se trataba de una discusión, de una disputa; se dio cuenta de que la mujer quería acabar con ella. No le veía los ojos a causa de los negros lentes que llevaba, pero sentía igualmente que de ellos brotaba la terrible violencia de matar. Y entonces, instintivamente, gritó.

Es decir, intentó gritar, porque apenas hubo abierto la boca, ella se quitó el pañuelo del cuello y le tapó la boca, apagando su grito y casi cortándole la respiración. Y con la izquierda seguía sujetándola por los cabellos, mientras con la otra unas veces la golpeaba en la cara, Ja cabeza o el cuello y otras le atascaba en la boca el pañuelo, y con voz sorda, para no ser oída por los porteros, le gritaba obscenas injurias, que ciertamente eran más apropiadas para ella, vieja y desgarrada prostituta de las callejas milanesas, que para una cándida maestra.

Vero Verini, uno de los alumnos, que tenía veinte años y era muy conocido de la policía como maníaco sexual, además de tener al padre en la cárcel y haber pasado tres años en un reformatorio, se echó a reír; rió sin ruido a la vista de aquella violencia que de pronto lo exaltó; los gemidos de la joven maestra que se debatía inútilmente contra una fiera como Marisella, excitada no sólo ya por su odio ciego, sino también por las drogas, lo excitaban también a él como si fuese él quien cometiera aquella violencia, y no supo sofocar un sordo grito de anhelo cuando vio que la madre de Ettorino, además de golpear a la joven maestra, iba también desnudándola, arrancándole el suéter oscuro, los sujetadores, golpeándola además con las rodillas y dándole puntapiés para que se estuviera quieta, y arrancándole la falda, hasta que llegó su hijo Ettorino, que le arrancó el portaligas y luego las prendas interiores de la que en un tiempo ya lejano era una maestra, y que ya casi no se debatía, porque afortunadamente estaba próxima al colapso, en el que cayó cuando el muchacho la derribó en el suelo.

Y ella de pie, miraba a través de su lentes oscuros, con la boca torcida por la excitación y el odio. Ésta era su venganza, y en esto había pensado durante mucho tiempo, desde que murió Francone, en cómo podía vengar su muerte. Así, mancillando a aquella mujer, aquella soplona.

Y toda el aula A estaba mirando de esa manera silenciosa y absorta con la que ya contaba ella que mirasen aquellos seres más o menos anormales, tarados, de escaso control de los propios instintos, si no de ninguno. Miraba Carletto Attoso, que sólo tenía trece años pero que ya había visto mujeres desnudas y no ignoraba nada de las relaciones sexuales, normales, o anormales, pero el espectáculo de una mujer desnuda víctima de un acto de violencia era nuevo para él. Miraba fijo al suelo, en el silencio herido por la respiración de Ettorino y el agonizante gemido de la maestra y apenas se dio cuenta de que la madre de Ettorino le ofrecía la botella y le decía:

– Bebe.

Obedeció maquinalmente, con la mirada fija en el suelo, y se llevó la botella a los labios.

– Bebe despacio; es muy fuerte – le dijo ella.

Pero aunque bebía despacio, comenzó de pronto a toser con accesos de tos secos, espaciados, no naturales, mientras su mirada no se apartaba de la escena.

También Vero Verini, un muchacho de veinte años, estaba mirando con la misma intensidad. Pero no se limitó a mirar, salió del banco un poco lentamente, como entorpecido, y llegó donde la maestra yacía en el suelo con los ojos desorbitados por el terror y temblorosos bajo las lágrimas. Ettorino estaba levantándose; primero de rodillas, luego se puso de pie y tomó la botella que su madre tenía en las manos y se humedeció los labios con aquella bebida, observando sin reír a su compañero de clase Vero Verini, que abrazaba con brutalidad a la maestra.

Y miraba también Paolino Bovato, inclinado sobre su banco para ver mejor, al otro lado, a los dos en el suelo. Una punta del pañuelo salía de la boca de la maestra, que sacudía la cabeza a un lado y a otro para evitar los besos, o mejor dicho, el ludibrio de aquel maníaco que la abrazaba sádicamente como si quisiera destrozarla.

– No, no la destroces – dijo ella, advirtiéndolo, pero era como hablar a un perro que está desgarrando a su presa con los dientes.

No la destrozó, pero hizo que perdiera el conocimiento, lo cual fue un bien para Matilde Crescenzaghi, un auténtico bien que duró sólo unos pocos minutos, porque cuando recobró el sentido vio junto a ella la cara de Carletto Attoso, el que ella consideraba un niño, una cara nada infantil, deformada por una mueca bestial. Cerró los ojos.

Pero aquellos jovenzuelos no cerraban los ojos. Atento, miraba también Carolino Marassi. Una vez había visto en bicicleta a la hermana de un amigo suyo, pero era oscuro y la chica estaba vestida, y él había adivinado más que visto. Ahora, en cambio, allí había luz, la maestra estaba desnuda; de vez en cuando quedaba al descubierto algo más de sus desnudeces, pero las expresiones primero de Ettorino, luego de Vero y después de Carletto, lo asustaban un poco y le provocaban ganas de reír.

– Adelante, ve tú.

La madre de Ettorino lo empujó hacia la maestra que intentaba levantarse en aquel momento, de rodillas, lentamente, como en una película con movimiento retardado, acaso pensando instintivamente en huir. Pero él resistió sólo un instante porque se vio lanzado contra la maestra, y ella, en lugar de rechazarlo hacia atrás, o de tratar de evitarlo, como había hecho con los demás, lo abrazó y, con la mirada, porque no podía hablar pues tenía la boca obstruida por el pañuelo, le dijo que la salvara, que la sacara de allí, y era el único al cual podía decir esto, porque era el menos tarado, el menos corrompido, y Carolino iba a gritar por decir algo, acaso: "¡Basta, basta!", impulsado por aquella mirada desgarradora de criatura humana martirizada, pero una pesada mano lo levantó, lo apartó de la maestra que lo abrazaba. Era la mano de Ettore Ellusic, el hijo de padres honestos, que vivía honestamente un poco del juego, haciendo fullerías en el bar tabaquería de la Via General Fara, y otro poco manteniéndose a costa de mujeres jóvenes o viejas.