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Eran más de las nueve; era oscuro, y más aún en aquella zona cerca de Sesto porque ella, instintivamente, había abandonado las grandes carreteras apenas leído el primer diario. Y después de aquella primera sensación de contrariedad, tuvo un momento de terror. Era evidente que toda la policía la estaba buscando, y todos aquellos que habían leído los periódicos y visto la fotografía la odiaban y estaban dispuestos a echarle el guante si la reconocían y entregarla a la policía, o acaso a lincharla.

Pero el miedo duró un breve instante, muy breve. Incluso con su desviada y alucinada mente, razonaba con lucidez, sabía que nada tenía que temer de la policía ni de la ley: la detendrían, luego probablemente la enviarían a un manicomio y ni siquiera allí estaría mucho tiempo. De los manicomios habían sacado a verdaderos locos furiosos, y probablemente después de cierto tiempo la sacarían también a ella. Esto no podía ocasionarle temor alguno.

Lo que verdaderamente le causaba horror era que en el bolso sólo tenía unos pocos gramos de polvos, y que éstos eran los últimos que poseía. Y ciertamente en la cárcel o en el manicomio no se los darían. La deshabituarían y durante meses y más meses viviría en un infierno sin sus drogas, y cuando hubiera perdido el hábito, sería una mujer acabada, decrépita.

Siguió pensando en esto encerrada todavía en su coche, en aquel oscuro y solitario rincón de la periferia de Sesto, teniendo amontonados en el asiento posterior todos los periódicos que había leído con la mayor atención. En cualquier ocasión razonaba lúcidamente, incluso en aquélla, y lúcidamente comprendió que no tenía ya fuerzas para vivir, que, en realidad, estaba acabada y arrastrábase por la vida desde que había muerto Francone, porque desde entonces no tenía ningún deseo de vivir y había resistido sólo porque disponía de polvos y un poco de compañía. Pero ahora, con todos aquellos titulares de los periódicos) ya no tendría compañía ni nada, ni siquiera las fuerzas necesarias para huir de la policía, para vivir como una fiera acorralada.

No pensó en seguida en morir. Primero pensó en tomar aquellos últimos gramos de droga, y después, cuando se hubiese despertado y salido de aquel alucinado torpor, pensaría en lo que sería mejor hacer. Luego pensó que lo mejor sería acabar cuanto antes; no tenía escape en modo alguno, y pensando con toda lucidez puso en marcha el coche y lentamente se dirigió a la carretera de Monza. Más que una carretera era una faja luminosa, un río de luces de faros de coches, de autocares y motos que pasaban. Conduciendo despacio se metió en una carretera secundaria a la principal dirigiéndose hacia Monza. A aquella hora el tráfico estaba menguando; ya no se veían filas continuas de coches y pudo aumentar gradualmente la velocidad. Ni siquiera la disminuyó cuando vio el enorme autocar que venía por el otro lado; es más, la aumentó aún y de pronto se lanzó sobre él, precisamente contra los faros, deliberadamente:

Duca llegó al hospital ni siquiera una hora más tarde; la policía de tráfico había dado a la Jefatura cuenta del accidente. Marisella Domenici estaba ahora en un quirófano, pero un ayudante que salió para fumarse un cigarrillo se lo dijo:

– El coche estaba tan destrozado que no sabemos cómo pudimos sacarla de él. Sólo se ha roto dos costillas y una muñeca. Es inverosímil.

Por ser médico, Duca comprendió que iba a hacer una pregunta estúpida, pero la hizo igualmente, porque quería estar seguro:

– ¿Está en peligro?

– ¿Cómo es posible estar en peligro con sólo dos costillas rotas? Está mejor que usted y que yo.

Duca salió del hospital y subió al coche.

– Vamos a ver a Càrrua – dijo.

Livia lo puso en marcha.

– ¿Ha muerto?

– No, vive. Sólo tiene dos costillas rotas. – Repitió la misma frase a Càrrua apenas llegó de Fatebenefratelli. – Vive. Sólo tiene dos costillas rotas. Ahora puedes detenerla.

Càrrua volvió a hacerle aquella implacable pregunta:

– ¿Tú preferirías que estuviese muerta, que se hubiese matado?

Asintió, lo prefería. Humildemente dijo:

– Lo he preferido siempre, hasta que la policía de tráfico nos comunicó el accidente.

– ¿Y después? – preguntó Càrrua.

Duca dijo la verdad hasta el fondo:

– Luego corrí al hospital esperando, en cambio, que estuviese viva.

Càrrua tuvo una breve pero rumorosa risita.

– ¿Y por qué querías que estuviera viva?

Bromeaba, pero Duca no.

– No lo sé.

– ¿Y ahora estás contento de que viva? – preguntó Càrrua, sin bromear ya, paternalmente.

– No lo sé. Tal vez sí.

Duca bajó y subió al coche al lado de Livia.

– Ve a donde te parezca, pero a ninguna parte precisa – le dijo.

Le rodeó los hombros con un brazo. Aquella pregunta le ponía nervioso: ¿por qué había de estar contento de que una feroz asesina como aquella mujer estuviese viva, en lugar de muerta? ¿Viva, en lugar de desaparecida de la faz de la tierra? ¿Por qué?

Tendría que preguntárselo a Livia, a Livia Ussaro, su Minerva personal y privada.

– Oye, ¿por qué…? – comenzó a explicarle.

A ella le apasionaría el problema.

Giorgio Scerbanenco

***