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– Doctor, ¿adónde voy a encontrar ahora anís lactescente? – preguntó Mascaranti.

El anís lactescente es una especialidad siciliana y se encuentra en muy pocas tiendas.

– Anís lactescente siciliano – dijo Duca y continuó leyendo bajo la violeta luz de la lámpara -. Lo encontrarás en "Angelina"; el primer restaurante siciliano de esta gran ciudad. Dos botellas.

– Sí, doctor – respondió Mascaranti, dudoso pero obediente.

Al leer el quinto pliego sonó el teléfono.

– Doctor, es para usted – dijo la joven de la centralita.

– Gracias – repuso Duca. Luego oyó la voz de su hermana Lorenza -. ¿Cómo va todo?

– Mal, la fiebre no baja; le hemos puesto dos supositorios, pero sigue a cuarenta. Sólo baja medio grado si le ponemos compresas en la frente. Tengo mucho miedo, Duca, ven enseguida.

Él se dio cuenta de que estaba nerviosa.

– Espera. ¿Ha obrado?

– No.

Duca apretó los labios. No era un pediatra, y hacía cinco años, incluidos los tres de cárcel, que no ejercía. De todos modos, podía recetar un antibiótico cualquiera.

– No puedo ir, Lorenza. – Tosió por reacción nerviosa. Miró una vez más la fotografía, enorme, que estaba al final del pliego: representaba a la maestra Matilde Crescenzaghi tal como había sido encontrada después del asesinato. Las fotografías tienen una luminosidad de la que la realidad carece; la realidad es huidiza, fugitiva, la foto es concreción. Como médico y habituado a las salas de anatomía, hubiese preferido no haber visto nunca aquella foto -. No puedo ir, Lorenza, perdóname. – Le falló un poco la voz. – Manda a Livia a comprar un antibiótico, la ledermicina, y dale veinte gotas a la niña. Mientras tanto te enviaré un pediatra.

– ¿Qué ha de tomar?

– Le-der-mi-ci-na – silabeó Duca.

– Ledermicina – repitió Lorenza.

– Mientras tanto te enviaré un pedíatra. Yo no entiendo mucho, pero estáte tranquila. No puede ser nada grave.

– Duca – lo interrumpió ella -, Livia quiere hablarte.

– Duca – oyó la voz de Livia -, tienes que venir, la niña está muy mal.

La voz no era sólo angustiosa, sino también áspera, imperativa. Livia Ussaro no tenía matices: u obedecía o mandaba.

– Livia, me es completamente imposible – dijo seco, para dominar la debilidad que le ocasionaba el tono imperioso de ella. Tenía que terminar todo su trabajo durante la mañana justo hasta las diez, antes de que llegase el juez instructor. Cuando llegara el juez instructor, habría terminado -. Dentro de una hora te enviaré a un colega pediatra que sabe de eso mucho más que yo.

– ¡No te escabullas, Duca! – replicó ella áspera e inexorable -. No se trata sólo de tener un médico capaz, se trata de que tu sobrina tiene fiebre de cuarenta, que tu hermana está a punto de tener un colapso y tú estás ahí en la oficina por cualquier cochino trabajo, sin venir aquí a prestar por lo menos tu apoyo moral.

Como siempre, seguía siendo burocrática.

Livia tenía razón. Era exactamente un cochino trabajo. Y tenía razón diciendo que negaba su apoyo moraclass="underline" una kantiana como ella lo había advertido en seguida, pero dijo secamente:

– Basta ya; dentro de una hora estará ahí el pediatra – y cortó.

Se relajó un segundo, después marcó un número. Al cabo de varias llamadas le respondió una voz nerviosa de mujer.

– Perdóneme, señora, si la molesto a esta hora. Soy Lamberti, quisiera hablar con su marido.

– Mi marido está durmiendo – dijo, descortés, la voz de la señora.

Era la mujer del gran pediatra.

– Perdóneme, señora; se trata de una cosa urgente.

– Voy a ver – dijo con mayor descortesía la voz.

Esperó mucho. Luego la voz de Gian Luigi, bostezando:

– Hola, Duca.

– Perdóname, Gigi, mi sobrina está a cuarenta de fiebre. Estoy encadenado a la Jefatura y no puedo moverme. Hice que le dieran ledermicina y un par de supositorios de Uniplus, pero la fiebre no desciende. Por favor, te lo ruego, ve a echarle una ojeada.

Lo oyó bostezar aún.

– Precisamente esta noche que había logrado acostarme a las diez.

– Lo siento mucho, Gigi, pero hazme este favor.

Acabó de leer el quinto pliego, comenzó el sexto y había llegado casi al final cuando entró Mascaranti. Llevaba dos botellas bajo un brazo y en una mano los paquetes de cigarrillos y las cerillas.

– ¿Dónde lo dejo? – preguntó Mascaranti.

– Ahí, en el suelo, a mi alcance – respondió Duca -. Y ahora vete a dormir. Te llamaré cuando sea el momento.

– Sí, doctor.

Se puso a leer el séptimo pliego, luego el octavo y el noveno. Cada fascículo llevaba anexa la fotografía de frente y de perfil del interesado, como delincuentes comunes, y no eran caras agradables. Antes de comenzar el décimo pliego abrió la ventana, respiró con ansia las ondas de niebla que resbalaban densas por la Via Fatebenefratelli, y, dejando la ventana abierta, volvió a su mesa, leyó el décimo y luego el undécimo pliegos, siempre tomando apuntes, y así terminó la primera parte de su trabajo. Se puso entonces a examinar sus apuntes, levantándose el cuello de la chaqueta porque el hielo invadía el cuarto. Los chicos, para entrar en la escuela, tenían que tocar el timbre – esto sólo por la noche -; la portera iba a abrir la puerta y, por tanto, podía saber quién había entrado, y en efecto había declarado que la noche del crimen habían entrado once muchachos. En sus apuntes Duca había escrito e! nombre y resumido los datos esenciales de cada uno por orden de edades:

13 años Carletto Attoso. Padre alcoholizado; tuberculoso.

14 años Carolino Marassi. Huérfano; ladronzuelo. 14 años Benito Rossi. Padres honestos; tipo violento.

16 años Silvano Marcelli. Padre en la cárcel; madre muerta; heredosifilítico.

16 años Fiorello Grassi. Padres honestos; ningún antecedente; buen muchacho.

17 años Ettore Domenici. Madre prostituta; confiado a su tía; dos años de reformatorio.

17 años Michele Castello. Padres honestos; dos años de reformatorio; dos años de sanatorio.

18 años Ettore Ellusic. Padres honestos; vicio del juego.

18 años Paolino Bovato. Padre alcoholizado; madre en la cárcel por lenocinio.

18 años Federico Dell'Angeletto. Padres honestos; prealcoholizado; tipo violento.

20 años Vero Verini. Padre en la cárcel; tres años de reformatorio; maníaco sexual.

Éstos eran los protagonistas de la noche de horror. Por encima de toda duda la portera de la escuela había declarado haberlos visto entrar poco antes de las siete de la tarde, y firmado su declaración. Ya habían sido interrogados, y la común línea de defensa de los once jóvenes delincuentes había sido sencilla y puericlass="underline" cada uno afirmaba que él no había visto nada, que sus demás compañeros eran quienes habían maltratado a la maestra, pero él no. El equipo técnico había tomado todas las huellas posibles y no tardaría en saberse, racionalmente, el radio de acción del crimen. Pero antes de que por la mañana a las diez llegase el juez instructor, Duca deseaba interrogarlos, y sobre todo quería verlos cara a cara.

Se estremeció; salió luego de su despacho y despertó a Mascaranti que estaba durmiendo en la profunda butaca del despacho de Càrrua.

– ¿Qué hora es? – preguntó Mascaranti, levantándose entorpecido aún por el sueño.

– Casi las dos, hemos de empezar – dijo Duca.

– Sí, doctor.

Estaban de pie uno delante del otro, a la soñolienta luz de la lámpara del escritorio de Càrrua, y Mascaranti vaciló un momento a causa del sueño.

– Atiende, Mascaranti – dijo Duca -, me despiertas a uno cada vez, y cuando haya interrogado a uno me despiertas a otro, pero has de traérmelos aquí cuando todavía no se hayan despabilado, como tú.

Mascaranti sonrió.

– Sí, doctor.

– Me los llevarás a mi despacho de acuerdo con el orden que te indicaré. Empieza por Carletto Attoso, el más joven.