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– Es la verdad – gritó el muchacho, que comenzaba a alterarse -. Entró en clase y dijo que había traído algo para beber mientras esperábamos a la maestra.

– ¿Seguro que fue Fiorello Grassi, no te equivocas?

– No, fue él, no me equivoco.

– Y ¿por qué no lo dijiste en el primer interrogatorio?

El chico se había recobrado.

– Porque no me lo preguntaron.

De repente, una vez más tan de repente que el chico palideció, Duca gritó con toda su voz.

– ¡No! Te lo preguntaron, aquí está escrito. Te preguntaron: ¿Quién llevó la botella de licor a la clase? Te lo preguntaron con mis propias palabras – gritaba cada vez más fuerte -. ¿Y qué respondiste tú? Contestaste que no sabías nada, que no habías visto nada.

Estos gritos estremecieron al muchacho; era un simple efecto de la violencia de las ondas sonoras.

– No quería traicionar a un compañero, no soy chivato – dijo casi llorando.

Duca bajó de nuevo la voz.

– Bueno, siempre tratas de engañarme. Pero recuerda que te vas a pasar la juventud entre el reformatorio y la cárcel; tranquilízate porque te curarán la tuberculosis, y hasta engordarás, pero antes de que recobres la libertad habrán pasado treinta años – e hizo una seña a los agentes -. Llévense a esta basura.

Y aún no había salido el chico acompañado de los agentes, cuando Duca marcó el número de teléfono de su casa.

– ¿Cómo está? – preguntó al oír la voz de su hermana Lorenza.

– Un poco mejor. Está durmiendo. Le ha bajado la fiebre.

– ¿Cómo respira?

– Me parece que bien. La vigila la enfermera.

– Ahora ve a dormir, Lorenza.

– Sí, querido. Espera un momento, que Livia quiere hablarte.

Luego Duca oyó la voz de Livia.

– Estáte tranquilo, Duca. La niña está mejor.

– Gracias, Livia.

– ¿Cuándo podrás venir? -preguntó Livia.

– No me lo preguntes, Livia; no lo sé. Muy tarde. Es un trabajo que tengo que hacer y no puedo interrumpir por ningún motivo.

– Perdóname, pero antes, ¿sabes?, estaba un poco nerviosa y la niña estaba muy mal – le dijo con dulzura.

– ¡Oh, querida, perdóname tú! Dentro de poco volveré a telefonearte.

Dejó el auricular, miró al taquígrafo, que parecía tener mucho sueño, miró a Mascaran ti y le ordenó:

– Después del más joven veamos al mayor. Tráeme a Vero Verini.

Respiró tranquilo, Sara estaba mejor.

Vero Verini era el mayor de los chicos de la escuela nocturna Andrea e Maria Fustagni, y Duca había escrito sus datos característicos: padre en la cárcel; tres años de reformatorio; maníaco sexual.

Mascaranti salió y volvió minutos después con el muchacho acompañado por dos agentes.

2

Era bajito y, más que grueso, parecía hinchado; con los largos cabellos sucios y costrosos de un color castaño rojizo, era como si tuviese más de treinta años. Sus ojos, ya pequeños, lo eran todavía más entornados por el sueño interrumpido.

– Siéntate.

El viejo muchacho se sentó.

– Más cerca de la mesa -añadió Duca.

El viejo muchacho acercó la silla a la mesa, hasta colocar las rodillas bajo la mesa misma.

– Así está bien -dijo Duca. Tomó sus apuntes. -Te llamas Vero Verini, tienes veinte años; tu padre, Giuseppe, hace siete años que está en la cárcel por robo; tú has estado tres años en un reformatorio, en diversas ocasiones, siempre por el mismo motivo, es decir, actos deshonestos en lugares públicos, y se entienden por lugares públicos los jardines, el parque e incluso la ventana de tu casa, porque cuando uno está asomado a la ventana y pasa una muchacha y se hacen cosas que no se deben hacer, por lo menos asomado a una ventana en traje de Adán, comete un acto obsceno. ¿Es verdad lo que te digo?

– No -el viejo muchacho sacudió la cabeza -. Yo no he hecho nada de todo eso. Lo han dicho los policías para fastidiarme.

– ¡Ah! ¿Sí? ¿Y por qué los policías querrían fastidiar a una basura como tú eres?

Terco, sin temor, el viejo muchacho, mirándolo a los ojos, dijo:

– Porque son malos y quieren hacer daño a todo el mundo, incluso a los buenos chicos.

Duca sonrió. También Mascaranti, el taquígrafo-Cavour y los dos agentes sonrieron, pero un poco menos. Y Vero Verini, el viejo muchacho, al ver todas aquellas sonrisas, como un actor satisfecho de haber representado un hermoso papel, sonrió también.

– De acuerdo -dijo Duca-, eres un buen chico. Entonces, como eres un buen chico, responderás a una pregunta que voy a hacerte, una sola pregunta. Si contestas a esta pregunta, no te haré ninguna más. Una sola pregunta y te vas a dormir. ¿Has comprendido?

– Sí, he comprendido.

– Una sola pregunta, piénsalo bien, y no te haré ninguna más. La pregunta es ésta: ¿Quién llevó a la clase la botella de anís?

El viejo muchacho sacudió la cabeza.

– No lo sé -respondió en seguida.

– ¡Ah! ¿No lo sabes? -Duca adelantó la mano derecha como para coger la botella de anís lactescente que estaba sobre la mesa, pero hizo un movimiento torpe- intencionadamente torpe – y la botella se volcó, y como estaba destapada, el líquido se derramó por el suelo, al otro lado del borde de la mesa, y casi todo él en las rodillas del viejo muchacho que, instintivamente, intentó apartarse para evitar aquella áspera ducha de licor, pero Duca lo agarró de un brazo y lo mantuvo inmóvil. -No, estáte quieto.

Gritaba. Mascaranti observaba inmóvil y se pasó una mano por la cara porque tenía miedo cuando Duca gritaba.

– Sí – dijo Vero Verini, mientras las últimas ondas de anís lactescente le resbalaban con su áspero aroma por los pantalones y dentro de los zapatos y se estuvo quieto.

Por último, la botella quedó vacía y Duca la puso de pie. En el pequeño despacho el olor del anís era intolerable; los ojos del taquígrafo-Cavour comenzaron a enrojecer. Mascaranti se sonó, estornudó uno de los agentes y, en cambio, el viejo muchacho se estaba poniendo verde. La noche de la matanza de la maestra debió de haber bebido mucho anís de aquél, tanto que estuvo un día en la enfermería para poder recobrarse. Ahora aquel terrible olor o tufo, que exhalaban también sus pantalones y sus zapatos, empapados por aquel alcohol, debía de retorcerle el estómago y los ojos le lagrimearon por el amago de vómito.

– Podríamos abrir la ventana – dijo Mascaranti, que hacía las veces de moderador.

– No, pobre muchacho; afuera hace mucho frío con toda esa niebla – dijo Duca -. También él está tuberculoso, ¿no lo sabías? – Unos segundos después se dirigió de nuevo al viejo muchacho, cuya cara estaba hinchada y verde, convulsa por la náusea. – Una vez más te pido que me digas quién llevó a clase la botella de anís. Me has dicho que no lo sabes. Acaso no lo recuerdes bien. Trata de acordarte, pues si recuerdas quién llevó la botella a la clase, te enviaré en seguida a dormir y, mira, te daré un paquete de cigarrillos. -Le puso ante las narices el paquete de cigarrillos con una caja de cerillas encima. – Trata de recordarlo – concluyó.

Vero Verini se llevó la mano a la boca, tuvo un pequeño amago de vómito y luego dijo, con el rostro congestionado:

– Sí, lo recuerdo.

– ¿Qué recuerdas? – preguntó Duca.

– Fue él quien llevó la botella.

– ¿Quién es "él"?

– Yo lo vi entrar con la botella: era Fiorello Grassi.

Duca Lamberti se quedó rígido, absolutamente inmóvil, sin mirar nada, excepto las manos que había apoyado sobre la mesa.

– Gracias, vete – dijo al viejo muchacho -. Toma los cigarrillos y las cerillas – añadió cuando aquella joven piltrafa se levantó con los pantalones lanzando todavía vapores de anís lactescente. – Dejadlo descansar y tratadlo bien – dijo a los agentes.