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Cuando los agentes hubieron salido con Vero Verini, Mascaranti preguntó:

– Doctor, ¿podemos abrir un poco la ventana?

– No – repuso Duca -, este olor hace recordar muchas cosas a nuestros muchachos; cuando los detuvimos estaban todavía borrachos perdidos y durante una semana no querrán ni oír hablar de anís lactescente.

Bueno, pensó Mascaranti, mientras también a él se le revolvía el estómago. Se levantó y preguntó paciente:

– ¿Le traigo a Fiorello Grassi?

Era el indicio número uno: dos muchachos lo habían acusado de haber llevado la botella de anís.

– No – respondió Duca -, tráeme a otro golfo: Ettore Domenici.

– Sí, doctor.

3

– Siéntate – dijo Duca al muchacho – Siéntate bien cerca de la mesa, aunque el suelo esté un poco mojado. ¿Sabes?, se ha caído una botella de anís lactescente. ¿Lo has bebido alguna vez?

– Sí, señor – dijo Ettore Domenici, que, según las notas de Duca Lamberti, tenía diecisiete años, era hijo de una prostituta, y estuvo confiado a su tía, excepto durante los dos años que había pasado en el reformatorio por haber intentado acuchillar a un primo suyo ya mayor, empleado y buena persona, que no le quiso dar más dinero.

Era el tipo de joven cobarde, cobarde cuando hay dos agentes y dos o tres policías que lo vigilan, y que intenta ablandar a los policías con una obediencia absoluta, pero sólo formaclass="underline" en realidad quería engañarlos. También él parpadeaba de sueño.

– Cuéntame qué hiciste aquella noche – dijo Duca.

Bajó la pantalla de la lámpara para que la luz no deslumbrara al muchacho y, en la penumbra, pudiera mentir más fácilmente. Le gustaba que le contasen historias y hacer concebir a aquellos desgraciados la ilusión de que habían logrado engañarle.

– Yo no he hecho nada, señor. No tengo nada que ver con eso.

– Sí, ya sé que no has hecho nada, pero dime entonces qué viste hacer.

El muchacho, ante la placidez de aquel interrogatorio, comenzó a presumir de sí y menospreciar la capacidad del interrogador. Dijo con falsa mansedumbre:

– Tampoco miré, tenía miedo.

– Escucha, Ettore, la fiesta duró casi dos horas – dijo Duca tranquilamente -, no es posible que hayas estado dos horas con la cara vuelta a la pared, sin mirar nada. Sé bueno y cuenta lo que viste.

– No vi nada – replicó el muchacho.

– Ya – comentó Duca, se levantó y giró en torno a la mesa.

Mascaranti tragó saliva porque pensó que Duca lo estrangularía, y él no podría impedírselo, porque nadie pensaba poder prohibirle nada al doctor Duca Lamberti, y al mismo tiempo sufría porque sabía que si el doctor Duca Lamberti tocaba a uno de aquellos muchachos dándole una sola bofetada, Su Majestad Càrrua tendría que echarlo a la calle.

Pero Duca no le hizo nada al chico, solamente se acercó a él, tomó la botella vacía que estaba sobre la mesa. Habían quedado algunas gotas; las vertió en la palma de la mano y puso ésta bajo las narices del llamado Ettore Domenici.

– En caso de que no hayas notado el olor de anís en esta habitación, prueba esto y dime si lo bebiste aquella noche.

Le puso en la boca y en las narices la mano con las gotas de anís y el chico lo toleró; sólo comenzó a toser y tosiendo dijo:

– Yo no quería beber… pero me obligaron… Me pusieron la botella en la boca y me decían: "Bebe".

– ¿Y quién te obligaba a beber?

– No lo sé; eran muchos, eran todos…

Duca pensó que aquellos muchachos tenían la habilidad de decir mentiras dobles. No era cierto que lo hubiesen obligado a beber, y aunque hubiera sido verdad, no podía ser cierto que no reconociese ni recordase a los compañeros que lo habían obligado a beber. Era sólo una triste estupidez.

– ¿Y no viste nada de lo que tus compañeros le hacían a la maestra?

– No, no vi casi nada…-el chico tosió porque el anís se le había ido por mal sitio.

– ¿Qué quiere decir "casi"? ¿Acaso quiere decir que viste algo?

El muchacho tosió de nuevo, pero esta vez fingía.

– Sí, señor, vi como la desnudaban, y tuve tanto miedo que no miré más.

– Por lo general, a tu edad, cuando se ve a una mujer desnuda se sigue mirándola.

– Pero yo tenía miedo. Vi que le ponían un pañuelo en la boca para que no gritase, y no quise mirar más.

– Pero si viste que le ponían un pañuelo en la boca, debiste haber visto quién se lo ponía.

– Yo…

La voz de Duca se volvió más baja y rabiosa.

– Adelante, miserable.

– Yo… – y el llamado Ettore Domenici estaba rojo de miedo, porque algunas veces el miedo da calor, calor de desesperación, y uno enrojece. Luego dijo: -Sí, vi quien le puso el pañuelo en la boca a la maestra.

– ¿Quién era?

– No sé, no quisiera equivocarme, pero me pareció que era Fiorello.

– ¿Te refieres a Fiorello Grassi?

Duca tomó del pliego del primer interrogatorio la hoja dedicada a Fiorello Grassi, con la fotografía.

– Sí, señor, es él.

El muchacho bajó la cabeza.

Durante dos largos minutos Duca permaneció en silencio, e incluso todos los demás que, por otra parte, no habían hablado nunca. También él tenía los ojos bajos, como el chico; luego dominó el furor que lo encendía.

– Tú, claro está, no sabrás quién llevó a la clase la botella de anís.

– No, no lo sé.

Otro silencio más breve. Duca sacó luego de un cajón una hoja de papel y una pluma, puso una y otra ante el muchacho y le dijo:

– Bueno, se ha terminado el interrogatorio. Ahora comienza el examen escrito.

El muchacho lo miraba incrédulo e incluso pareció sonreír.

– Ahora vas a hacerme dos o tres dibujos que yo te diré, por ejemplo…

Y le dijo lo que había de dibujar en el papel, con la palabra más cruda y vulgar posible.

Ettore Domenici enrojeció todavía más; de miedo, no evidentemente por el pudor ofendido. Sólo el tono de voz de Duca le daba miedo.

– No me digas que nunca dibujaste uno – dijo Duca.

El chico, vacilante, hizo el dibujo pedido.

– Ahora dibújame lo mismo, pero en femenino – dijo Duca -. ¿Has comprendido, o he de decírtelo con la palabra exacta?

Ettore Domenici dibujó las caderas de una mujer y el tema solicitado.

– Ahora te dictaré palabras y frases y tú no debes hacer nada más que escribirlas.

Dictó la primera palabra y aunque los oídos de Mascaranti, del taquígrafo y de los agentes no eran timoratos, no habituados a semejantes expresiones, estremeciéronse los cuatro al oír aquel término dicho con tono tan neto y claro.

– Escribe.

– ¿Escribo? – dijo el muchacho, incrédulo y empavorecido.

– ¡Cuando te diga que escribas, escribes! – exclamó Duca dando un puñetazo sobre la mesa.

– Sí, señor.

El muchacho escribió la palabra.

– Y ahora escribe esto.

Y Duca le dictó un segundo término.

El muchacho afirmó y escribió en seguida la palabra dictada.

– Ahora escribe esta frase – y observó al chico, que escribía, obediente -. Y esta otra. Y ahora estas dos palabras.

La hoja estaba llena de dibujos obscenos y de palabrotas.

– Llévenselo – dijo Duca. Cuando el chico hubo salido, entregó el papel a Mascaranti. -Pásalo a la sección técnica, a los grafólogos. Son las mismas palabrotas y los mismos dibujos que se encontraron en la pizarra de la escuela. Un análisis grafológico puede descubrir a los muchachos que hicieron estos dibujos y escribieron estas palabrotas en la pizarra.

– De acuerdo, doctor – dijo Mascaranti -. ¿A quién le traigo ahora? ¿A Fiorello Grassi?

– No – repuso Duca -, tráeme a cualquiera, pero no a Fiorello Grassi.