– ¿Cuáles eran sus obligaciones, cuando estaba aquí el maestro?
– Yo guisaba, aunque en las fiestas venía una cocinera italiana. Elegía las flores. Supervisaba el trabajo de las criadas. Son italianas. -Esta aclaración, supuso el Comisario, explicaba la necesidad de la supervisión.
– ¿Quién hacía la compra? La comida, el vino…
– Cuando el maestro estaba aquí, yo confeccionaba el menú y todas las mañanas enviaba a las criadas al Rialto a comprar verduras frescas.
Brunetti estimó que ya la había preparado para empezar a contestar el verdadero interrogatorio.
– Así que cuando el maestro se casó usted ya trabajaba para él.
– Sí.
– ¿Supuso su matrimonio algún cambio? Me refiero a cuando venía a Venecia.
– No sé a qué se refiere -dijo la mujer, aunque era evidente que lo sabía.
– En la organización de la casa. ¿Cambiaron sus responsabilidades después de que él se casara?
– No. A veces, guisaba la signora, pero no muy a menudo.
– ¿Algo más?
– No.
– ¿Le causó algún problema la hija de la signora?
– Ninguno. Comía mucha fruta. Pero eso no suponía ningún inconveniente.
– Ya. Entiendo -dijo Brunetti sacando un papel del bolsillo y garabateando unas palabras en él-. Dígame, signorina Breddes, durante estas últimas semanas que ha estado aquí el maestro, ¿ha notado usted algo… alguna diferencia en su comportamiento, algo que le llamara la atención?
Ella permaneció callada, con las manos fuertemente enlazadas en el regazo. Finalmente, dijo:
– No comprendo.
– ¿Había en él algo extraño? -Silencio-. Bueno, si no extraño -sonrió pidiéndole que comprendiera lo difícil que esto era para él-, fuera de lo corriente. -Como ella siguiera sin decir nada, agregó-: Estoy convencido de que usted habría notado cualquier cambio, porque no en vano conocía al maestro desde hacía tanto tiempo y sin duda le comprendía mejor que ninguna otra persona de la casa. -Era una adulación patente, pero podía dar resultado.
– ¿Se refiere a su trabajo?
– Bueno -empezó él con una sonrisa de complicidad-, podía ser el trabajo y podía ser cualquier otra cosa, quizá algo personal, algo que no tuviera nada que ver con su carrera ni con su música. Como le digo, estoy seguro de que, al cabo de tantos años de tratarle, usted tenía que ser especialmente sensible a cualquier cambio.
Observaba cómo el cebo flotaba hacia ella y agitó ligeramente la caña, para acercarlo más todavía.
– Sin duda usted podía detectar cosas que a otros se les hubieran escapado.
– Eso es verdad -reconoció ella. Se humedeció los labios nerviosamente, acercándose al anzuelo. Él permaneció mudo, inmóvil, para no remover las aguas. Ella se manoseaba un botón del vestido haciéndolo girar hacia uno y otro lado en semicírculo. Finalmente, dijo-: Algo noté, pero no sé si será importante.
– Quizá lo sea. Recuerde, signorina, que todo lo que pueda usted decirme ayudará al maestro. -Sin saber por qué, estaba seguro de que ella no repararía en la colosal estupidez de esta afirmación. Dejó el bolígrafo y juntó las manos en actitud sacerdotal, esperando sus palabras.
– Hubo dos cosas. Esta vez, desde que llegó, parecía más y más distraído, como ausente. No; no es eso exactamente. Era como si le fuera indiferente lo que ocurría a su alrededor. -Se interrumpió, no satisfecha todavía.
– ¿Podría ponerme un ejemplo?-la animó él.
Ella movió la cabeza negativamente. Aquello no le gustaba nada.
– No; no lo digo bien. No sé cómo explicarlo. Antes, siempre me preguntaba qué había pasado durante su ausencia, preguntaba por la casa, por las criadas y por lo que había hecho yo. -¿Se había ruborizado?-. El maestro sabía que me gustaba la música, que en su ausencia yo iba a conciertos y a la ópera, y siempre me preguntaba qué me había parecido. Pero esta vez, nada. Me saludó al llegar, y me preguntó cómo estaba, pero no parecía interesarle lo que yo le decía. A veces… no, fue una vez. Tuve que ir al estudio para preguntarle a qué hora quería la cena. Tenía ensayo aquella tarde, y yo no sabía a qué hora pensaba terminar, de modo que entré a preguntar. Llamé a la puerta y entré, como hacía siempre. Pero aquel día no me hizo caso, como si no estuviera allí, me tuvo esperando mientras acababa de escribir. No sé por qué, me hizo esperar como a una criada. Al final me sentía tan violenta que iba a marcharme. Después de veinte años, no iba a consentir que me tuviera esperando como a un reo delante del juez. -Brunetti veía asomar la angustia a sus ojos mientras hablaba.
»Por fin, cuando ya daba media vuelta, él levantó la cabeza e hizo como si acabara de darse cuenta de mi presencia, como si yo hubiera aparecido por arte de magia para hacerle una pregunta. Le pregunté a qué hora pensaba volver. Me parece que le hablé en un tono muy seco, lo siento. Por primera vez en veinte años, le levanté la voz. Pero él hizo como si no hubiera notado nada y sólo me dijo la hora a la que pensaba regresar. Y me parece que entonces le pesó la forma en que me había tratado, porque me dijo que las flores eran muy bonitas. Le gustaba tener flores en la casa cuando estaba aquí. -Su voz se apagó, y agregó, como si tuviera algo que ver-: Las traen de Biancat, desde el otro lado del Gran Canal.
Brunetti no sabía si en su voz había indignación o dolor, o las dos cosas. Desde luego, ser criada durante veinte años te da derecho a que no te traten como a una criada.
– Hubo otras cosas, pero en aquel momento no me parecieron importantes.
– ¿Qué cosas?
– Parecía… -empezó la mujer, como si buscara la manera de decir algo y callarlo al mismo tiempo-. Parecía más viejo. Ya sé que tenía un año más que la otra vez, pero la diferencia parecía mayor. Siempre había sido tan enérgico, tan vital. Y ahora parecía un viejo. -Como prueba de su afirmación, agregó-: Había empezado a usar gafas. Pero no para leer.
– ¿Y eso le pareció extraño?
– Sí. Generalmente, las personas de mi edad empezamos a necesitarlas para leer, para mirar de cerca, pero él no las llevaba para leer.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque, a veces, cuando le entraba el té y él estaba leyendo, no las tenía puestas y al verme se las ponía, o me hacía seña de que dejara la bandeja, como si no deseara ser molestado. -La mujer se interrumpió.
– Ha dicho usted que había otras cosas. ¿Qué cosas?
– Prefiero no decir más -respondió ella nerviosamente.
– Si no son importantes, dará lo mismo. Si lo son, podrían ayudarnos a descubrir quién lo hizo.
– Es que no estoy segura. Es más bien una impresión -dijo la mujer, cediendo-, algo que percibía. Entre ellos. -Por su manera de pronunciar la última palabra, estaba claro quiénes eran «ellos». Brunetti no dijo nada, decidido a darle tiempo.
– Esta vez estaban diferentes. Antes, siempre estaban… no sé cómo describirlo. Estaban unidos, muy unidos, siempre hablando, haciendo cosas juntos, tocándose. -Su tono daba a entender lo mucho que ella desaprobaba esta conducta en un matrimonio-. Pero esta vez estaban diferentes. No era algo que pudiera notar cualquiera, porque se trataban con mucha cortesía, pero ya no se tocaban como antes, cuando nadie podía verlos. -Ella, sí. Le miró-. No sé si esto tiene algún sentido.
– Me parece que sí, signorina. ¿Tiene idea de cuál pudiera ser la causa de esta frialdad?
Él vio la respuesta o, por lo menos, un atisbo de respuesta, insinuarse en sus ojos, pero se desvaneció al momento.
– ¿Alguna idea? -insistió. Nada más decirlo, comprendió que había ido demasiado lejos.
– No. Ni por asomo. -La mujer movió la cabeza a derecha e izquierda, liberándose.
– ¿Sabe si alguna de las criadas observó algo?
La mujer irguió la espalda.
– Yo no hablaría de eso con las criadas.
– Claro, claro -murmuró él-. Ni yo pretendía insinuar tal cosa. -El comisario se daba cuenta de que la mujer ya empezaba a arrepentirse de lo poco que había dicho. Sería preferible restar importancia a sus palabras para que ella no tuviera reparo en repetirlas, llegado el caso, o ampliarlas, a ser posible-. Le agradezco su información, signorina, que confirma lo que ya sabíamos por otras fuentes. Supongo que no es necesario que le diga que la consideraremos estrictamente confidencial. Si recuerda algo más, llámeme a la questura, por favor.