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– ¿Desea algo más? -preguntó el doctor Rizzardi a Brunetti.

– No. ¿La autopsia?

– Mañana.

– ¿La hará usted?

Rizzardi pensó un momento antes de contestar.

– No estoy de guardia, pero ya que he examinado el cadáver, probablemente, el questore me pedirá que la haga yo.

– ¿A qué hora?

– Sobre las once. Habré terminado a primera hora de la tarde.

– Allí estaré -dijo Brunetti.

– No es necesario, Guido. No hace falta que venga a San Michele. Llámeme. O yo le llamaré a su despacho.

– Gracias, Ettore, pero preferiría ir. Hace mucho que no voy por allí, y quiero visitar la tumba de mi padre.

– Como guste. -Se dieron la mano, y Rizzardi fue hacia la puerta. Allí se paró un momento y agregó-: Era el último coloso, Guido. No debió morir así. Siento mucho que haya ocurrido esto.

– Yo también lo siento, Ettore. -El médico se fue y tras él salió el fotógrafo. Entonces uno de los dos sanitarios que estaban en la ventana, fumando y mirando a la gente que pasaba por el pequeño campo contiguo al teatro, dio media vuelta y se acercó al cadáver, que estaba en el suelo, en una camilla.

– ¿Podemos llevárnoslo? -preguntó con indiferencia.

– No -dijo Brunetti-. Esperen hasta que todo el mundo haya salido del teatro.

El que se había quedado en la ventana, tiró el cigarrillo a la calle y se situó al otro extremo de la camilla.

– Eso puede tardar mucho rato, ¿no? -preguntó sin disimular el mal humor. Era bajo y fornido y hablaba con acento napolitano.

– No sé cuánto tardará, pero esperen hasta que el teatro esté vacío.

El napolitano se subió el puño de su chaqueta blanca y miró el reloj con elocuencia.

– Es que nuestro turno termina a las doce, y, si tenemos que esperar mucho, no llegaremos al hospital hasta después.

Su compañero explicó entonces:

– El reglamento del sindicato dice que no se nos puede obligar a trabajar después de que termine el turno, a no ser que se nos haya avisado con veinticuatro horas de antelación. No sé qué se esperará que hagamos con esto. -Señaló la camilla con la punta del zapato, como si fuera algo que hubieran encontrado en la calle.

Momentáneamente, Brunetti se sintió tentado de razonar con ellos. Pero enseguida venció la tentación.

– Ustedes se quedarán aquí y no abrirán esa puerta hasta que yo se lo diga. -Como ellos no respondieran, preguntó-: ¿Lo han entendido? -Seguía sin llegar la respuesta-. ¿Lo han entendido? -repitió.

– Es que el reglamento del sindicato…

– Al cuerno el sindicato y al cuerno el reglamento -estalló Brunetti-. Como lo saquen de aquí antes de que yo les autorice, se encontrarán en la cárcel a la que escupan en la acera o suelten un taco en público. No quiero que se organice un espectáculo ahí fuera. Así que espérense hasta que yo les avise. -Sin volver a preguntar si le habían entendido, Brunetti dio media vuelta y salió del camerino dando un portazo.

En el espacio abierto que había al extremo del corredor, el comisario se encontró con un caos, un continuo ir y venir de gente, unos con ropa de calle y otros con traje de escena. Por su manera de mirar hacia la puerta del camerino, comprendió que ya había corrido la noticia. Y seguía corriendo: una cabeza se arrimaba a otra y ésta se volvía bruscamente hacia la puerta del fondo del corredor, que escondía algo que por el momento sólo podía ser motivo de conjetura. ¿Querían ver el cuerpo? ¿O querían sólo tener algo de qué hablar en el bar al día siguiente?

Cuando el comisario volvió donde había dejado a la signora Wellauer, encontró con ella a un hombre y una mujer, los dos, de bastante más edad. La mujer estaba arrodillada y abrazaba a la viuda, que ya no hacía nada por contener los sollozos. El agente de uniforme se acercó a Brunetti.

– Ya le he dicho que pueden marcharse -dijo Brunetti.

– ¿Quiere que vaya yo con ellos, señor?

– Sí. ¿Le han dicho dónde vive?

– Cerca de San Moisé.

– Bien. No está lejos -dijo Brunetti, y agregó-: Que no hablen con nadie -pensando en los periodistas, que ya estarían enterados de lo ocurrido-. No la saque por la entrada de personal. Averigüe si hay otra salida.

– Sí, señor -respondió el agente, saludando con marcialidad. A Brunetti le hubiera gustado que los sanitarios lo vieran.

– ¿Señor? -oyó a su espalda, y al volverse vio al cabo Miotti, el más joven de los tres agentes que había traído.

– ¿Qué hay, Miotti?

– Tengo la lista de todas las personas que estaban aquí esta noche: coros, orquesta, tramoyistas y cantantes.

– ¿Cuántos son?

– Más de cien, señor -dijo el joven con un suspiro, como disculpándose por los cientos de horas de trabajo que aquella lista presagiaba.

– Bien -dijo Brunetti, y se encogió de hombros-. Baje a preguntar al portiere qué identificación se necesita para entrar por ese torno. -El cabo escribía en un bloc mientras Brunetti hablaba-. ¿Por qué otro sitio se puede entrar? ¿Se puede subir a los bastidores desde la sala? ¿Con quién ha llegado el maestro esta noche? ¿A qué hora? ¿Ha entrado alguien en su camerino durante la representación? Y el café, ¿lo han subido del bar o lo han traído de fuera? -Se quedó pensativo un momento-. Y vea qué puede averiguar sobre mensajes, cartas, llamadas telefónicas…

– ¿Algo más, señor? -preguntó Miotti.

– Llame a la questura. Que se pongan al habla con la policía alemana. -Antes de que Miotti pudiera hacer una objeción, el comisario dijo-: Dígales que avisen a la intérprete de alemán, ¿cómo se llama?

– Boldacci, señor.

– Sí. Dígales que le pidan que llame a la policía alemana. No importa si es tarde. Que nos envíen el dossier completo de Wellauer. Mañana por la mañana, si es posible.

– Sí, señor.

Brunetti asintió. El agente saludó y, con el bloc en la mano, retrocedió hacia la escalera que lo conduciría a la entrada de los artistas.

– Una cosa más, cabo -dijo Brunetti dirigiéndose a la espalda del agente que se alejaba.

– ¿Sí, señor? -dijo el hombre parándose en lo alto de la escalera.

– Sea cortés.

Miotti asintió, dio media vuelta y desapareció. El poder decir esto a un agente sin miedo a ofenderle era una de las razones por las que Brunetti se alegraba de que hubieran vuelto a destinarlo a Venecia, después de estar cinco años en Nápoles.

A pesar de que hacía más de veinte minutos que los intérpretes habían acabado de saludar, los bastidores seguían estando muy concurridos, y la gente no daba señales de pensar en marcharse. Los que parecían más conscientes de sus obligaciones pasaban entre los demás recogiendo accesorios del vestuario: cinturones, bastones, pelucas. Brunetti se cruzó con un hombre que llevaba en brazos algo que parecía un animal muerto y que resultó ser un montón de pelucas femeninas. Entonces, de la zona situada detrás del telón, vio venir a Follin, el agente al que había enviado a avisar al forense.

El hombre llegó junto a Brunetti y dijo:

– He pensado que querría usted hablar con los cantantes, señor, y les he pedido que esperasen arriba. Y al director también. No les ha gustado, pero les he explicado lo que había pasado y han accedido. De todos modos, sigue sin gustarles.

«Cantantes de ópera», pensó Brunetti sin darse cuenta. Y repitió el pensamiento conscientemente: «Cantantes de ópera.»

– Bien hecho. ¿Dónde están?

– Están arriba, señor -dijo el agente señalando una escalera que subía a los pisos altos del teatro. Entregó a Brunetti un programa de la función de aquella noche.

Brunetti repasó la lista de nombres, de los que reconoció uno o dos, y empezó a subir la escalera.

– ¿Quién es el más impaciente, Follin? -preguntó cuando llegaron arriba.

– La signora Petrelli, la soprano -respondió el agente, señalando una puerta del fondo del corredor, a la derecha.

– Bien -dijo Brunetti, yendo hacia la izquierda-. Entonces dejaremos a la signora Petrelli para el final. -La sonrisa de Follin hizo que Brunetti se preguntara cómo habría sido la conversación entre el meticuloso policía y la recalcitrante prima donna.