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Desde la sala, la voz de Chiara, su hija, gritó:

– Ha llegado papá -mientras Violetta suplicaba a Alfredo que la dejara para siempre.

El comisario entró en la sala en el momento en que el tenor arrojaba un puñado de billetes a la cara de Flavia Petrelli. Ella, bañada en llanto, caía de rodillas. Mientras el padre de Alfredo cruzaba el escenario con paso rápido, para amonestar a su hijo, Chiara preguntó:

– ¿Por qué le ha tirado el dinero a la cara, papá? Creí que la quería. -Había levantado la mirada de lo que parecían deberes de matemáticas y, al no recibir respuesta, insistió-: ¿Por qué?

– Porque piensa que sale con otro -fue la mejor explicación que se le ocurrió a Brunetti.

– ¿Y qué puede importar eso? Si estuvieran casados sería distinto.

– Ciao, Guido -gritó Paola desde la cocina.

– Dime, ¿por qué se enfada?

Brunetti pasó por delante de su hija y bajó el volumen del televisor, preguntándose por qué todos los adolescentes parecían sordos. Por la manera en que Chiara agitaba el lápiz en el aire, comprendió que no pensaba darse por satisfecha. El comisario decidió contemporizar.

– Ellos dos vivían juntos, ¿no?

– Sí, ¿y qué?

– Si vives con una persona, no sales con otra.

– Pero ella no salía con nadie. Sólo quería hacérselo creer.

– Y él se lo cree y tiene celos.

– Pues no sé por qué. Ella le quiere. Eso está claro. Alfredo es un memo. Además, el dinero es de ella.

– Hum -hizo él para ganar tiempo, mientras trataba de recordar el argumento de La Traviata.

– ¿Por qué no se pone a trabajar en algo? Si ella le mantiene, puede hacer lo que le apetezca. -El público había estallado en un aplauso atronador.

– No siempre es así, hija.

– Pero a veces sí, ¿verdad, papá? ¿Por qué no? En casa de muchas amigas mías, si la madre no trabaja como mamá, el padre lo decide todo. A dónde van de vacaciones, todo. Y algunos hasta tienen amante. -La última frase fue dicha con voz débil, más como pregunta que como afirmación-. Y pueden hacerlo porque son los que ganan el dinero, por eso pueden decir a cada uno lo que tiene que hacer. -Ni la propia Paola, pensó él, hubiera podido hacer un compendio más exacto del sistema capitalista. En realidad, era la voz de su esposa la que él oía en los argumentos de Chiara.

– No es tan sencillo, tesoro. -Se aflojó el nudo de la corbata-. Chiara, ¿podrías ser un ángel de bondad, ir a la cocina y traer una copa de vino a tu pobre padre?

– Voy. -La niña soltó el lápiz, más que dispuesta a abandonar la discusión-. ¿Blanco o tinto?

– Mira si queda Prosecco. Si no, trae lo que creas que me gustará. -En el lenguaje de la familia eso quería decir el vino que ella quisiera probar.

Brunetti se sentó en el sofá, se quitó los zapatos y apoyó los pies en la mesita. Ahora el presentador informaba al auditorio, innecesariamente, de los sucesos de los últimos días. El tono vehemente y tétrico del hombre hacía del relato una ópera del verismo más truculento. Chiara volvió a la sala. Era alta y desmañada. Desde cualquier lugar de la casa, él podía adivinar cuándo tocaba a Chiara recoger la cocina, por el estrépito de cacharros. Pero era bonita, quizá hasta llegara a ser hermosa, con los ojos separados y una suave pelusa debajo de las orejas que le inundaba el corazón de ternura cada vez que la contemplaba a contraluz.

– Fragolino -dijo ella pasándole la copa desde detrás del sofá, sin derramar más que una gota, y en el suelo-. ¿Puedo tomar un sorbito? Mamá no quería abrir la botella. Decía que sólo quedará una, pero como le he dicho que estabas muy cansado la ha abierto. -Antes de que pudiera acceder a su petición, ella ya había vuelto a coger la copa y se la llevaba a los labios-. ¿Cómo es posible que un vino sepa a fresa, papá? -¿Por qué será que, cuando los hijos están de buenas contigo, lo sabes todo y cuando están de malas, no sabes nada?

– Es la uva. La uva huele a fresa, y el vino, también. -Él pudo confirmar la veracidad de sus palabras con el olfato y con el gusto-. ¿Haces deberes?

– Sí, matemáticas -dijo ella, consiguiendo poner en la palabra un entusiasmo que desconcertó a su padre. Entonces recordó que esa niña era la misma que le explicaba el estado de sus cuentas del banco cada tres meses y que en mayo trataría de rellenarle el formulario de la declaración de la renta.

– ¿Qué clase de matemáticas? -preguntó él con fingido interés.

– No las entenderías, papá. -Y, luego, con la velocidad del rayo-: ¿Cuándo vas a comprarme el ordenador?

– Cuando saque el premio gordo de la lotería. -Sabía que su suegro iba a regalar a Chiara un ordenador portátil en Navidad, y le mortificaba que ello le mortificara.

– Papá, siempre dices lo mismo. -Se sentó frente a él, puso los pies encima de la mesa, planta contra planta con los de él y empujó suavemente con uno de ellos-. Maria Rinaldi tiene ordenador, y Fabrizio también, y yo nunca haré nada bueno en la escuela, nada realmente bueno, hasta que lo tenga.

– Pues me parece que no lo haces mal del todo con el lápiz.

– No, pero tardo siglos.

– ¿Y no es preferible que ejercites el cerebro, en lugar de dejar que la máquina trabaje por ti?

– Eso es una tontería, papá. El cerebro no es un músculo. Lo hemos aprendido en clase de biología. Además, tú no cruzas la ciudad andando para buscar una información si puedes conseguirla por teléfono. -Él empujó a su vez con la planta del pie, pero no contestó-. ¿Verdad que no, papá?

– ¿Y qué harías con el tiempo que ahorraras, si tuvieras ordenador?

– Problemas más difíciles. El ordenador no trabaja por mí, papá, de verdad. Sólo hace más deprisa lo que yo le ordeno. No es más que una máquina que suma y resta un millón de veces más aprisa que nosotros.

– ¿Tienes idea de lo que cuestan esas máquinas?

– Sí. El Toshiba que yo quiero cuesta dos millones.

Afortunadamente, en aquel momento entró Paola, o hubiera tenido que decir a Chiara las posibilidades que había de que él le comprara un ordenador. Y, como ello hubiera podido inducir a su hija a aludir al abuelo, se alegró doblemente de ver a Paola. Ésta traía la botella de Fragolino y otra copa. En aquel momento, cesó la cháchara de la televisión para dar paso al preludio del tercer acto.

Paola dejó la botella en la mesa y se sentó en el brazo del sofá, al lado de su marido. En la pantalla, se levantó el telón, revelando una habitación destartalada. Era difícil reconocer a Flavia Petrelli, a la que había visto en todo el esplendor de su hermosura hacía poco más de una hora, en la frágil criatura que estaba tendida en el diván, envuelta en un chal, con una mano descansando en el suelo. Se parecía más a la signora Santina que a una célebre cortesana. Las oscuras ojeras y el rictus de dolor de sus labios denotaban de modo convincente enfermedad y sufrimiento. Hasta la voz con que pedía a Annina que diera a los pobres el poco dinero que le quedaba era débil y doliente.

– Lo hace muy bien -dijo Paola. Brunetti siseó. Los dos miraban.

– Pero él es idiota -agregó Chiara, cuando Alfredo entraba en la habitación y tomaba en brazos a su amada. -Shhh -sisearon los dos. Ella volvió a sus números, murmurando entre dientes: «Un memo» en tono lo bastante alto como para que sus padres lo oyeran.

Brunetti vio la cara de la Petrelli transfigurarse de éxtasis por la llegada de su adorado y resplandecer de alegría. Juntos empezaron a hacer planes para un futuro que no conocerían, y la voz de ella recobró su timbre vigoroso y cristalino.

El gozo la hizo ponerse en pie y levantar los brazos al cielo. «Me siento renacer», exclamó, y en ese momento, como es de rigor en la ópera, se desplomó y murió.

– Sigo pensando que él es un memo -insistió Chiara durante el desesperado lamento de Alfredo y la entusiasta ovación del público-. Supongamos que no se muere. ¿De qué hubieran vivido? ¿Ella hubiera vuelto a hacer lo que hacía antes de conocerle? -Brunetti prefería ignorar lo que pudiera saber su hija acerca de esta cuestión. Chiara, después de manifestar su opinión, escribió una larga hilera de cifras al pie de la hoja, metió ésta en el libro de mates y lo cerró.