Echaron los dados para decidir quién salía. Raffaele quedó en último lugar, lo que bastó para poner nerviosos a los otros tres desde el principio. El afán de ganar del chico asustaba a Brunetti, que a veces jugaba mal adrede para darle ventaja.
Al cabo de media hora, Chiara tenía todos los verdes: Vía Roma, Corso Impero y Largo Augusto. Raffaele tenía dos rojos y sólo necesitaba Vía Marco Polo, que era propiedad de Brunetti, para completar su serie. Al cabo de cuatro vueltas más, Brunetti se dejó convencer para ceder a Raffaele la propiedad que le faltaba a cambio del Acquedotto y cincuenta mil liras. El reglamento familiar prohibía hacer comentarios, pero ello no impidió a Chiara dar un fuerte puntapié a su hermano por debajo de la mesa.
Raffaele, como era de esperar, protestó:
– Para ya, Chiara. Si quiere hacer un mal negocio, allá él. -Así hablaba el que quería hundir el sistema capitalista.
Brunetti entregó el título de propiedad y vio cómo Raffaele se apresuraba a construir hoteles en sus tres vías. Mientras Raffaele estaba ocupado en ello, pendiente de que Chiara le devolviera el cambio correctamente, Brunetti observó que Paola escamoteaba un montoncito de billetes de diez mil liras de la banca. Al levantar la mirada y darse cuenta de que su marido la había visto robar a sus propios hijos, le sonrió ampliamente. Un policía, casado con una ladrona, padre de un monstruo de la informática y de un anarquista.
A la siguiente vuelta, Brunetti fue a parar a uno de los hoteles de Raffaele y tuvo que darle cuanto tenía. Paola descubrió de pronto que disponía de dinero suficiente para construir seis hoteles, pero tuvo la delicadeza de no mirar a su marido a la cara al dar el dinero a la banca. Brunetti se recostó en el respaldo y observó cómo la partida avanzaba hacia el final, que su pérdida ante Raffaele había hecho inevitable. El codo de Paola empezó a avanzar hacia el montón de billetes de diez mil liras, pero se detuvo, fulminado por una mirada de Chiara. Ésta, a su vez, no pudo convencer a Raffaele de que le vendiera Parco Bella Vittoria, fue a parar dos veces a los hoteles rojos y se arruinó. Paola resistió dos vueltas más, hasta que paró en el hotel de Viale Costantino y no pudo pagar.
La partida terminó. Raffaele se transformó inmediatamente, de gran capitán de empresa en enemigo de las clases dirigentes; Chiara saqueó el frigorífico y Paola bostezó y dijo que era hora de irse a la cama. Brunetti la siguió por el pasillo, pensando en cómo el comisario de policía de la Más Serenísima República había pasado otra noche en la implacable persecución del responsable de la muerte del más famoso director de orquesta del siglo.
CAPÍTULO XVIII
La llamada de Michele llegó a la una, y sacó a Brunetti de una maraña de sueños inquietantes. A la cuarta señal, contestó dando su apellido.
– Guido, soy Michele.
– Michele -repitió él tontamente, mientras trataba de recordar si conocía a algún Michele. Haciendo un esfuerzo, abrió los ojos y entonces reaccionó-. Michele. Michele, sí, está bien. Encantado de oírte. -Encendió la lámpara de la mesita de noche y se sentó con la espalda apoyada en el cabezal de la cama. A su lado, Paola dormía como una bendita.
– He hablado con mi padre. Se acuerda de todo.
– ¿Y bien?
– Lo que tú decías: si hay algo que saber, él lo sabe.
– Déjate ya de rodeos y vamos al grano.
– Corrían rumores acerca de Wellauer y Clemenza, una de las tres hermanas, la que cantaba ópera. Papá no recuerda exactamente dónde, pero parece que empezaron en Alemania, donde actuaban juntos. Hubo una escena entre la esposa de Wellauer y la Santina durante una fiesta, después de una función. Se insultaron y Wellauer se marchó… -Michele hizo una pausa efectista-…con la Santina. Cuando terminó la temporada, mi padre dice que debía de ser en el 37 o el 38, la Santina regresó a Roma y Wellauer regresó a su casa, donde debieron de cantarle las cuarenta. -Michele se rió de su propio y lamentable chiste. Brunetti no se rió.
»Parece ser que consiguió que su mujer le perdonara. Según papá, la pobre tuvo mucho que perdonar, entonces y después.
– ¿Así que era de ésos?
– Sí. Dice papá que de los peores. O de los mejores, según se mire. Se divorciaron después de la guerra,
– ¿Y ésa fue la causa?
– Papá no está seguro. Parece probable. O quizá fue porque él había apoyado a los nazis.
– ¿Qué pasó cuando la Santina volvió a Italia?
– Él vino para dirigir una Norma. La que ella se negó a cantar. ¿Estás enterado de aquello?
– Sí. -Estaba en el dossier que le había entregado Miotti: fotocopias de recortes de periódicos de Roma y de Venecia de hacía décadas.
– Pusieron a otra soprano y Wellauer tuvo un gran éxito.
– ¿Y después? ¿Siguieron viéndose?
– Eso no está claro, dice papá. Unos decían que siguieron juntos durante algún tiempo, y otros que él la plantó en cuanto ella dejó de cantar.
– ¿Y las hermanas?
– Parece ser que, cuando Clemenza dejó de cantar, Wellauer se lió con otra. -Michele nunca se había distinguido por su delicadeza de expresión, especialmente en lo tocante a mujeres.
– ¿Y qué pasó?
– La cosa duró algún tiempo. Hasta que hubo lo que solía llamarse una «intervención quirúrgica ilegal». Según mi padre, incluso entonces era fácil de conseguir, si tenías buenos contactos. Y Wellauer los tenía. No se habló mucho de ello entonces, pero lo cierto es que ella murió. Quizá ni siquiera fuera de él la criatura, pero la gente creía que sí.
– ¿Y después?
– Como te digo, ella murió. Los periódicos no dijeron cuál fue la causa de la muerte, desde luego. Entonces no se escribía sobre estas cosas. Sólo decían «después de una súbita enfermedad». Y, en cierto modo, así fue, imagino.
– ¿Qué fue de la otra hermana?
– Papá cree que se marchó a la Argentina. Al terminar la guerra o poco después. Y que murió allí, aunque años después. ¿Quieres que papá trate de averiguarlo?
– No, Michele. Ella no importa. ¿Qué le ocurrió a Clemenza?
– Después de la guerra, trató de volver a cantar, pero la voz ya no era la misma. Y tuvo que dejarlo. Dice papá que le parece que vive en Venecia. ¿Es verdad?
– Sí; he hablado con ella. ¿Recuerda algo más tu padre?
– Sólo que habló con Wellauer una vez, hace unos quince años. No le cayó bien, pero no puede decir la razón. Sólo que no le gustó.
Brunetti percibió en la voz de Michele el cambio del tono de amigo al de periodista.
– ¿Crees que puede servirte de algo todo esto, Guido?
– No lo sé, Michele. Sólo quería tener una idea de la clase de hombre que era él y enterarme de lo ocurrido con la Santina.
– Pues ya lo sabes. -Ahora la voz de Michele era seca. En la última respuesta, él había percibido al policía.
– Michele, puede que haya algo importante, pero no lo sé todavía.
– Está bien, está bien. Si lo hay, tanto mejor. -No quería pedir el favor.
– Si averiguo algo, te llamaré, Michele.
– De acuerdo, Guido. Llámame. Es tarde y querrás dormir. Si necesitas algo más, llámame, ¿conforme?
– Te lo prometo. Y gracias, Michele. Da las gracias a tu padre de mi parte.
– Él es quien te las da a ti. Esto le ha hecho volver a sentirse importante. Buenas noches, Guido.
Antes de que Brunetti pudiera decir nada, la comunicación se cortó. Apagó la luz y se deslizó bajo las mantas, sintiendo el frío de la habitación. En la oscuridad, le parecía estar viendo el retrato de la cocina de Clemenza Santina, de las tres hermanas posando en forma de V. Una había muerto por culpa de Wellauer y otra quizá había visto destruida su carrera por haberle conocido. Sólo la pequeña había escapado de él, y había tenido que marchar a la Argentina para conseguirlo.
CAPITULO XIX
Por la mañana, muy temprano, mucho antes de que Paola se despertara, Brunetti entró en la cocina y, sin saber muy bien lo que hacía, puso la cafetera al fuego. Volvió al cuarto de baño, se mojó la cara y se secó, rehuyendo la mirada del hombre del espejo. Antes del café, no se fiaba de nadie.