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– Es posible -dijo el médico. La sequedad del tono contradecía sus palabras.

– ¿Podría hacerle unas preguntas, doctor?

– Desde luego.

– Al examinar la agenda del maestro, he visto que durante los últimos meses de su vida les visitó frecuentemente a usted y a su esposa.

– Sí; cenamos juntos tres o cuatro veces.

– Pero en varias anotaciones sólo figura su nombre, doctor, y a hora muy temprana, lo que me hace pensar que se trataba de una visita de carácter profesional, es decir, que iba a verle como paciente y no como amigo. -Hizo entonces la pregunta que había estado demorando-: Doctor, si me permite, ¿es usted…? -Se interrumpió, porque no quería ofender a una posible eminencia preguntándole si era de medicina general, y dijo-: He olvidado cómo se dice en inglés. ¿Cuál es su especialidad, doctor?

– Garganta, nariz y oído. Sobre todo, garganta. De ahí viene mi amistad con Helmut, una amistad de muchos años. Muchos años. -Su voz se suavizó-. Aquí, en Alemania, se me conoce como «el médico de los cantantes». -¿Parecía sorprendido por tener que explicar esto a alguien?

– ¿Por eso iba a verle, porque alguno de sus cantantes tenía problemas de voz? ¿O los tenía él?

– No; no tenía problemas ni de voz ni de garganta. Un día me pidió que nos viéramos a la hora del desayuno, para hablarme de uno de sus cantantes.

– Pero después hay otras visitas matinales anotadas en la agenda.

– Sí: dos más. La primera vez, vino a que le hiciera un reconocimiento. A la semana siguiente, le di los resultados de las pruebas.

– ¿Puede decirme cuáles fueron los resultados?

– ¿Podría decirme antes por qué cree que pueda ser importante?

– El maestro parecía nervioso, preocupado. Me lo han dicho varias personas con las que he hablado aquí. Y trato de descubrir la causa de su preocupación, qué pudo influir en su estado de ánimo.

– No veo en qué pueda ayudarle esto.

– Doctor, deseo averiguar todo lo posible sobre su estado de salud. Cualquier cosa que descubra podría ayudarme a encontrar al responsable de su muerte y hacer que sea castigado. -Paola solía decir que el medio más eficaz para conseguir la ayuda de un alemán era invocar a la ley. La rápida reacción del hombre demostró cuánta razón tenía.

– En tal caso, estoy a su disposición.

– ¿Qué clase de reconocimiento le hizo?

– Un reconocimiento general.

– ¿Y cuáles fueron los resultados?

– Como ya le he dicho, voz y garganta, normales. Vista, normal. Sólo había sufrido una pequeña pérdida de oído. En realidad, ésa era la causa de su consulta. Una pérdida mínima, algo completamente normal en un hombre de su edad. -Inmediatamente, rectificó-: De nuestra edad.

– ¿Cuándo le visitó, doctor? Las fechas que yo tengo corresponden al mes de octubre.

– Sí; fue por entonces aproximadamente. Aunque tendría que mirar la ficha para saber el día exacto.

– ¿Y recuerda los resultados?

– No con exactitud, pero la pérdida de oído era inferior al diez por ciento, o me acordaría.

– ¿Es una pérdida considerable, doctor?

– No; no lo es.

– ¿Es perceptible?

– ¿Perceptible?

– ¿Podía dificultar su trabajo con la orquesta?

– Eso exactamente quería saber Helmut. Le dije que no; que la pérdida apenas podía medirse. Él me creyó. Pero aquella misma mañana tuve que darle otra noticia, que le afectó profundamente.

– ¿Qué noticia?

– Me había enviado a una joven cantante que tenía una afección en la garganta. Le aprecié nódulos en las cuerdas bucales que había que extirpar quirúrgicamente. Dije a Helmut que tardaría seis meses en volver a cantar. Él deseaba que cantara con él en Munich esta primavera, pero era imposible.

– ¿Recuerda algo más?

– Nada en particular. Me dijo que vendría a verme cuando regresara de Venecia, pero supuse que se refería a una visita de amigo, para reunirnos los cuatro.

Brunetti percibió una leve vacilación en la voz del médico:

– ¿Algo más, doctor?

– Me preguntó si podía recomendarle a alguien en Venecia, un médico. Le dije que no tenía que preocuparse, que estaba más fuerte que un oso y que, si enfermaba, la ópera le enviaría el mejor médico que hubiera. Pero él insistió, quería que le recomendara a alguien.

– ¿Un especialista?

– Sí. Finalmente, le di el nombre de un médico al que he llamado a consulta varias veces. Da clases en la Universidad de Padua.

– ¿Cómo se llama?

– Valerio Treponti. También tiene consultorio particular, pero no tengo su número. Helmut no me lo pidió. Pareció que tenía bastante con el nombre.

– ¿Y tomó nota?

– No. En aquel momento, pensé que era simple tozudez. Además, había venido para hablar de la cantante.

– Una última pregunta, doctor.

– ¿Sí?

– Las últimas veces que le vio, ¿notó usted en él algún cambio, un signo de preocupación o de inquietud?

La respuesta del médico llegó después de una larga pausa:

– Quizá hubiera algo, pero no sé a qué podía ser debido.

– ¿Le hizo usted alguna pregunta?

– A Helmut no se le hacían esa clase de preguntas.

Brunetti estuvo a punto de responder que más de cuarenta años de amistad bien podían dar derecho a ello, pero se limitó a preguntar:

– ¿Y usted no imagina qué podía ser?

Esta pausa fue tan larga como la anterior.

– Creí que tal vez fuera algo relacionado con Elizabeth. Por eso preferí callar. Helmut era muy susceptible en todo lo relacionado con su mujer y con la diferencia de edad. Pero quizá usted, comisario, pueda preguntárselo a ella.

– Es lo que pienso hacer, doctor.

– Bien. ¿Desea algo más? Me esperan mis pacientes.

– Nada más. Ha sido muy amable y me ha ayudado mucho.

– Me alegro. Deseo que descubra usted al que lo haya hecho y lo castigue.

– Haré cuanto pueda, doctor -dijo Brunetti cortésmente, aunque sin agregar que su cometido se reducía a la primera parte y que la segunda le tenía sin cuidado. Pero quizá los alemanes veían estas cosas de otro modo.

Tan pronto como la línea quedó libre, el comisario marcó el número de información y pidió el teléfono del doctor Valerio Treponti, de Padua. En el consultorio le dijeron que el doctor estaba con un paciente y no podía ponerse al teléfono. Brunetti se dio a conocer y dijo a la recepcionista que era un asunto urgente y que esperaría.

Mientras esperaba, el comisario hojeó la prensa de la mañana. La muerte de Wellauer había desaparecido de la mayoría de periódicos; estaba presente en Il Gazzettino, en la segunda página de la segunda edición, porque en el conservatorio se iba a crear una beca con su nombre.

En la línea se oyó un chasquido y una voz sonora y áspera que decía:

– Treponti.

– Comisario Brunetti, de la policía de Venecia.

– Eso me han dicho. ¿Qué desea?

– Saber si durante este último mes fue a consultarle un hombre alto, mayor, que hablaba bien el italiano pero con acento alemán.

– ¿Edad?

– Unos setenta.

– Ah, sí, el austriaco. ¿Cómo se llamaba? ¿Doerr? Sí; Hilmar Doerr. No era alemán, sino austriaco. Aunque es lo mismo. ¿Qué quiere saber de él?

– ¿Podría describírmelo, doctor?

– ¿Está seguro de que es importante? Tengo seis visitas esperando y he de estar en el hospital dentro de una hora.

– ¿Podría describirlo, doctor?

– ¿No lo he descrito ya? Alto, ojos azules, sesenta y tantos años.

– ¿Cuándo fue a verle?

Al otro extremo del hilo, Brunetti oyó una voz de fondo y luego cesó todo sonido porque el médico había cubierto el micro con la mano. Al cabo de un minuto, éste dijo en tono aún más impaciente:

– Comisario, ahora no puedo hablar. Tengo cosas importantes que hacer.

Brunetti, sin alterarse, preguntó:

– ¿Podrá recibirme hoy en su despacho, doctor?

– Esta tarde, a las cinco. Puedo dedicarle veinte minutos. Aquí. -Colgó antes de que Brunetti pudiera preguntarle la dirección. Obligándose a sí mismo a mantener la calma, el comisario volvió a marcar y preguntó a la mujer si haría el favor de darle la dirección del consultorio. Cuando se la hubo dado, Brunetti le dio las gracias con exquisita cortesía y colgó.