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– Cannaregio 6134 -dijo ella. Era una zona residencial de la ciudad, lo que sorprendió al comisario.

– ¿Es su apartamento, signora?

– No; es el mío -dijo la otra mujer-. También yo estaré allí.

Él volvió a abrir la libreta y anotó la dirección. A renglón seguido, preguntó:

– ¿Y el teléfono?

Ella se lo dio también, y agregó que no aparecía en la guía. Luego explicó que la casa estaba cerca de la basílica de Santi Giovanni e Paolo.

Asumiendo un aire oficial, el comisario se inclinó ligeramente y dijo:

– Muchas gracias, signore, y lamento mucho las dificultades del momento.

Si estas palabras les parecieron extrañas, ninguna de las dos mujeres lo dejó traslucir. Después de despedirse cortésmente, el comisario salió del camerino y precedió a los dos agentes que le esperaban en la puerta por la estrecha escalera que bajaba a los bastidores.

Al pie de la escalera esperaba el tercer agente.

– ¿Y bien? -le preguntó Brunetti.

El hombre sonrió, satisfecho de tener algo interesante que decir.

– Tanto Santore, el director, como la Petrelli hablaron con él en el camerino. Santore entró antes de la representación y ella, en el primer entreacto.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Un tramoyista. Según él, Santore parecía muy disgustado al salir, pero es sólo una impresión. No oyó gritos ni nada.

– ¿Y la signora Petrelli?

– Bueno, el hombre dice que no está seguro de que fuera la Petrelli, pero llevaba un vestido azul.

– Lleva un vestido azul en el primer acto -terció Miotti.

Brunetti le miró interrogativamente.

¿Había bajado la cabeza Miotti antes de responder?

– La semana pasada vi un ensayo, señor. Y, en el primer acto, lleva un vestido azul.

– Gracias, Miotti -dijo Brunetti con voz átona.

– Es mi chica, señor. Su primo canta en el coro y nos da pases.

Brunetti asintió con una sonrisa, pero hubiera preferido no enterarse del detalle.

El agente que hacía el informe se levantó el puño para mirar el reloj.

– Adelante -le dijo Brunetti.

– Dice que la ha visto salir hacia el final del entreacto, y que parecía disgustada, muy disgustada.

– ¿Al final del primer entreacto?

– Sí, señor. De eso está seguro.

Brunetti, que había captado el movimiento del agente, dijo entonces:

– Es tarde, y me parece que poco más podemos hacer aquí esta noche. -Los otros miraron el teatro vacío-. Mañana, vean si encuentran a alguien más que la haya visto. O haya visto entrar a otra persona. -Sus rostros se iluminaron al oírle hablar de mañana-. Esto es todo por hoy. Pueden marcharse. -Cuando los hombres se alejaban, gritó-: Miotti, ¿ya se han llevado el cadáver al hospital?

– No lo sé, señor -dijo el agente, casi contrito, como si temiera que su ignorancia pudiera hacerle perder el mérito adquirido hacía un momento.

– Espere aquí mientras voy a ver -dijo Brunetti.

Fue al camerino y abrió la puerta sin molestarse en llamar. Los dos sanitarios estaban sentados en los sillones, con los pies encima de la mesita del centro. A su lado, en el suelo, tapado con una sábana y completamente olvidado, yacía uno de los músicos más grandes del siglo.

Cuando entró Brunetti, los hombres levantaron la mirada, pero no se movieron.

– Ya pueden llevárselo al hospital, dijo, dio media vuelta y salió del camerino, cerrando la puerta.

Miotti seguía donde lo había dejado, hojeando una libreta similar a la que llevaba Brunetti.

– Vamos a tomar una copa -dijo Brunetti-. Probablemente, el hotel es lo único que estará abierto a esta hora. -Suspiró, ya cansado-. Y me vendrá bien un trago. -Echó a andar hacia la izquierda, pero vio que volvía a los bastidores. La escalera había desaparecido. Llevaba tanto rato en el teatro, subiendo y bajando escaleras y recorriendo pasillos que estaba totalmente desorientado y no tenía idea de cómo salir.

Miotti le tocó ligeramente en el brazo y le dijo:

– Por aquí, señor -llevándolo hacia la izquierda, donde estaba la escalera por la que habían subido hacía más de dos horas.

Abajo, el portiere, al ver el uniforme de Miotti, metió la mano debajo del mostrador frente al que estaba sentado y pulsó el botón que desbloqueaba la puerta de torno. Con un ademán, el hombre les indicó que sólo tenían que empujar. Como sabía que Miotti ya había interrogado al hombre acerca de quién había entrado y salido por aquella puerta durante la noche, Brunetti no se molestó en hacerle más preguntas, sino que salió directamente al desierto campo que se extendía más allá de la puerta.

Antes de entrar en la estrecha calle que conducía al hotel, Miotti preguntó:

– ¿Me necesitará para esto, señor?

– No tenga escrúpulos en tomar una copa yendo de uniforme -le dijo Brunetti.

– No es eso, señor. -Quizá el chico estuviera cansado.

– ¿Qué es entonces?

– Verá, señor, el portiere es amigo de mi padre, y he pensado que, si ahora vuelvo y le invito a tomar una copa, quizá me diga algo más. -Como Brunetti no respondiera, el muchacho agregó rápidamente-: Era sólo una idea, señor. No quiero…

– Una buena idea. Muy buena. Vuelva y hable con él. Le veré por la mañana. No hace falta que llegue antes de las nueve.

– Gracias, señor -dijo Miotti con una amplia sonrisa. El joven se llevó la mano a la gorra en un respetuoso saludo que Brunetti contestó agitando la mano con negligencia, y volvió al teatro, a seguir haciendo de policía.

CAPITULO IV

Brunetti subió hacia el hotel, todavía iluminado a esta hora de la noche en la que el resto de la ciudad estaba oscura y dormida. Venecia, que fuera la capital de la disipación de todo un continente, se había convertido en una ciudad provinciana y dormilona que, después de las nueve o las diez de la noche, prácticamente dejaba de existir. Durante el verano, mientras los turistas pagaban y el sol brillaba, desempolvaba sus fastos de cortesana, pero en el invierno era una vieja cansada, amiga de acostarse temprano, y dejaba sus calles silenciosas a los gatos y a los recuerdos.

Pero, para Brunetti, éstas eran las horas en las que más bella estaba la ciudad, las horas en las que él, veneciano hasta la médula, podía vislumbrar vestigios de la gloria de antaño. La noche ocultaba el musgo que cubría las escalinatas de los palazzi del Gran Canal, tapaba las grietas de las iglesias y disimulaba los desconchados de la yesería de las fachadas de los edificios públicos. Al igual que muchas mujeres de cierta edad, la ciudad necesitaba de la penumbra para aparentar la belleza perdida. La barca que, de día, repartía detergente o coles, por la noche, era una forma nebulosa que navegaba hacia un destino misterioso. Las nieblas, tan frecuentes en estos días invernales, transformaban a personas y objetos y hasta podían convertir a los adolescentes melenudos que vagaban por las calles compartiendo un cigarrillo en misteriosos fantasmas del pasado.

El comisario levantó la mirada a las estrellas, que se veían claramente sobre la calle sin iluminar, y percibió su belleza. Con su imagen grabada en la mente, siguió andando hacia el hotel.

El vestíbulo, desierto, tenía el aspecto de abandono común a los lugares públicos por la noche. El portero estaba sentado detrás del mostrador de recepción, con la silla inclinada hacia la pared y las hojas rosa del diario deportivo del día abiertas ante sí. Un viejo con delantal a rayas verdes y negras barría el serrín que antes había esparcido por el suelo de mármol. Cuando Brunetti, que había pisado el serrín, vio que no podía cruzar el vestíbulo sin ensuciar la zona ya barrida, miró al viejo y dijo:

– Scusi.

– No importa -dijo el hombre yendo tras él con la escoba. El que leía el periódico no se molestó en levantar la mirada.

Brunetti pasó al salón del hotel. Había seis o siete grupos de butacas situadas alrededor de mesitas bajas. Brunetti las sorteó y se reunió con el único ocupante del salón. Si había que creer lo que decían los periódicos, este hombre era el mejor director escénico de Italia. Hacía dos años, Brunetti había visto en el teatro Goldoni una obra de Pirandello dirigida por él, y le impresionó más el montaje que la interpretación, que era mediocre. Santore era un homosexual reconocido, pero en el mundo del teatro, en el que el matrimonio entre un hombre y una mujer se considera mixto, su vida privada nunca fue impedimento para el éxito. Y ahora alguien decía haberle visto salir muy alterado del camerino de un hombre que poco después era víctima de una muerte violenta.