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Norman Gale se levantó para ir al servicio. Apenas hubo desaparecido, Jane sacó un espejito y escrutó con ansia su rostro, al que aplicó polvos y rouge.

Un camarero le sirvió una taza de café.

Jane miró por la ventanilla. A sus pies brillaban las azules aguas del canal de la Mancha.

Una avispa zumbó en torno a la cabeza del señor Clancy, que se hallaba enfrascado en sus pensamientos y la espantó distraído. La avispa se alejó para investigar las tazas de los Dupont. El hijo, al darse cuenta, la mató.

La placidez reinaba en el avión. Cesaron las charlas, aunque los pensamientos de cada cual siguieron su curso.

Al fondo del compartimiento, en el asiento número 2, la cabeza de madame Giselle se inclinó hacia delante. Se diría que acababa de dormirse. Pero no dormía, ni hablaba, ni pensaba.

Madame Giselle había muerto.

Capítulo II

Un descubrimiento

Henry Mitchell, el más antiguo de los camareros, iba de un pasajero a otro recogiendo las cuentas. En media hora llegarían a Croydon. Recogía las cuentas y el dinero, se inclinaba y decía: «Gracias, señor. Gracias, madam». Con los dos franceses tuvo que esperar un poco, pues estaban muy abstraídos en sus discusiones, y no confiaba en recibir una buena propina. Dos de los viajeros dormían: el hombrecillo de los bigotes y la vieja del fondo. Siempre había recibido de ella buenas propinas en sus frecuentes vuelos y, por lo tanto, se abstuvo de despertarla.

El de los bigotes se despertó por fin y pagó la botellita de soda y las galletitas que había pedido.

Mitchell dejó dormir a la pasajera hasta el último momento. Cinco minutos antes de llegar a Croydon se le acercó y se inclinó sobre ella.

Pardon, madam, su cuenta.

Le tocó suavemente el hombro. Ella no se despertó. Insistió, sacudiéndola un poco, pero el único resultado que obtuvo fue un inesperado abatimiento del cuerpo hacia delante. Mitchell se inclinó sobre ella, pero se irguió con una palidez cadavérica.

Albert Davis, el segundo camarero, comentó:

—¡No bromees!

—Te digo la verdad.

Mitchell estaba pálido y tembloroso.

—¿Estás seguro, Henry?

—¡Y tan seguro! Por lo menos se trata de un desmayo.

—Dentro de pocos instantes llegaremos a Croydon.

Permanecieron indecisos. Luego, tomaron una decisión. Mitchell volvió al compartimiento de viajeros y, de uno en uno, se dedicó a preguntarles en tono confidenciaclass="underline"

—Perdone, señor, ¿no será usted médico, por casualidad?

Norman Gale contestó:

—Yo soy odontólogo, pero si puedo hacer algo... —y ya se levantaba cuando el doctor Bryant exclamó:

—Soy médico. ¿Qué ocurre?

—Hay una señora allí, al fondo. No me gusta su aspecto.

Bryant acompañó al camarero. El hombrecillo de los bigotes les siguió sin que se fijaran en que lo hacía.

El doctor Bryant se inclinó sobre el encogido cuerpo del asiento número 2. Era una señora corpulenta, de edad madura, vestida de negro.

El examen del doctor fue breve.

—Está muerta.

—¿Qué le parece a usted que ha sucedido? —preguntó Mitchell—. ¿Un síncope?

—No lo puedo decir sin un detenido examen. ¿Cuándo la vio usted por última vez? Viva, quiero decir.

Mitchell reflexionó.

—Estaba perfectamente cuando le serví el café.

—¿Cuándo fue?

—Debe hacer unos tres cuartos de hora aproximadamente. Luego, cuando le presenté la cuenta, pensé que dormía profundamente.

—Pues hará una media hora que ha muerto.

La consulta empezaba a despertar el interés general. Los pasajeros se volvían, observaban al grupo y aguzaban el oído.

—¿No le parece que puede haber sido un síncope? —sugirió Mitchell esperanzado.

Se agarraba a esta posibilidad.

Su cuñada los sufría. Los síncopes para él eran fenómenos domésticos, algo que todo el mundo podía comprender.

El doctor Bryant no quería comprometerse y se limitó a mover la cabeza con gesto ambiguo.

Se volvió al oír que alguien decía a su espalda:

—Tiene una señal en el cuello.

Hablaba con humildad, como debe hablarse a un hombre cuya superioridad se reconoce.

—Cierto —confirmó el médico.

La cabeza de la mujer se inclinaba hacia un lado y, en el cuello, al lado de la garganta, se veía una punzada insignificante.

—Perdón —dijeron los dos Dupont, uniéndose al grupo cuando oyeron las últimas frases de la conversación—. ¿Dicen ustedes que la señora está muerta y que tiene una señal en el cuello?

—¿Me permiten una observación? —agregó el hijo Jean—. Por aquí volaba una avispa. Yo la maté. —Y mostró el insecto que había en el platillo del café—. ¿No es posible que la señora haya muerto de una picada de avispa? Creo que este insecto puede producir la muerte.

—Es posible —convino Bryant—. He visto casos semejantes. Sí, sería una explicación admisible, especialmente si la señora sufría una enfermedad cardíaca.

—¿Puedo hacer alguna cosa, señor? —preguntó el camarero—. Dentro de unos instantes estaremos en Croydon.

—Nada, nada —rechazó el médico, apartándose un poco—. No podemos hacer nada. El cadáver tiene que permanecer donde está.

—Sí, señor. Comprendo perfectamente.

El doctor Bryant, que se disponía a ocupar su asiento, miró sorprendido al hombrecillo abrigado que permanecía inmóvil.

—Amigo mío, lo mejor será que vuelva a su asiento. Llegaremos a Croydon inmediatamente.

—Tiene usted razón, señor —aprobó el camarero. Y levantó la voz—. Hagan el favor de sentarse.

Pardon —exclamó el hombrecillo—. Aquí hay algo...

—¿Algo?

Mais oui, algo que ha pasado desapercibido.

Con la punta del zapato, indicó el objeto al que aludía. El camarero y el doctor Bryant miraron hacia donde señalaba y distinguieron un objeto amarillo y negro, cubierto casi por completo por el borde de la negra falda.

—¿Otra avispa? —exclamó el médico sorprendido.

Hércules Poirot se arrodilló, sacó unas pinzas de su bolsillo y las usó con sumo cuidado.

—Sí —informó levantándose con su presa—, es muy parecido a una avispa, ¡pero no lo es!

Movió el objeto de un lado a otro para que el doctor y el camarero pudieran verlo bien: un pequeño copo de seda naranja y negra, sujeto a una púa de forma peculiar y punta descolorida.

—¡Válgame Dios! ¡Válgame Dios! —exclamó el señor Clancy, que había dejado su asiento y asomaba ansiosamente la cabeza por encima del hombro del camarero—. Es curioso, realmente curioso, lo más curioso que he visto en mi vida. ¡Por Dios, nunca lo hubiera creído posible!

—¿No podría explicarse mejor, señor? —preguntó Mitchell—. ¿Sabe usted qué es esto?

—¿Si sé qué es? ¡Pues claro que lo sé! —exclamó el señor Clancy lleno de entusiasmo y de orgullo—. Este objeto, señores, es un dardo que ciertas tribus disparan con sus cerbatanas. No puedo asegurar si este pertenece a las tribus del Amazonas o a los nativos de Borneo, pero no hay duda de que es la clase de dardo que se dispara con cerbatana, y tengo firmes sospechas de que la punta...

—Es el clásico dardo envenenado de los indios amazónicos —acabó Hércules Poirot. Y añadió—: Mais enfin! Est-ce que c'est possible?

—Realmente extraordinario —afirmó el señor Clancy sin salir de su asombrosa excitación—. Es de lo más extraordinario. Yo soy autor de novelas policíacas, pero encontrarme ahora algo así en la vida real...

No encontraba las palabras adecuadas.

El avión descendía suavemente y todos los que se habían levantado se tambalearon un poco. En su descenso, el aparato describía un amplio círculo sobre el aeropuerto de Croydon.