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– Eso no lo sabremos a ciencia cierta hasta que tengamos los resultados de la autopsia que el dottor Rizzardi va a practicar esta tarde.

– ¿Había herida de arma blanca?

– Sí.

– ¿Y no están seguros de si ésa fue la causa de la muerte? -Carlon terminó la pregunta con un resoplido de incredulidad.

– No lo estamos -respondió Brunetti afablemente-. Como ya le he dicho, no hay nada concreto mientras no tengamos los resultados de la autopsia.

– ¿Alguna otra señal de violencia? -preguntó Carlon, irritado por la escasa información que obtenía.

– Eso no lo sabremos hasta después de la autopsia -repitió Brunetti.

– No falta sino que sugiera que quizá murió ahogado.

– Signor Carlon -dijo Brunetti, decidiéndose por fin a cortar la conversación-, como usted sabe, si ese hombre permaneció en uno de nuestros canales durante cierto período de tiempo, es más probable que haya muerto envenenado que ahogado. -En el otro extremo del hilo, silencio-. Si tiene la bondad de llamarme esta tarde a eso de las cuatro, con mucho gusto le daré información más detallada.

– Muchas gracias, comisario, le llamaré. Sólo una cosa: ¿podría repetirme el nombre de ese agente?

– Luciani, Mario Luciani, un policía modelo.

Como lo eran todos, cuando Brunetti los mencionaba a la prensa.

– Gracias, comisario. Tomo nota. Y no dejaré de reseñar en mi artículo su amable colaboración. -Sin más ceremonia, Carlon colgó.

En otro tiempo, las relaciones de Brunetti con la prensa eran relativamente cordiales y hasta más que eso. En ocasiones, el comisario incluso había utilizado la prensa para solicitar información sobre algún delito. Durante los últimos años, no obstante, la creciente oleada de sensacionalismo periodístico había impedido que el trato con los informadores pasara de lo estrictamente oficial; una hipótesis que él aventurara, al día siguiente, indefectiblemente, aparecía redactada en términos de acusación terminante. Así que ahora Brunetti era cauto en sus declaraciones y daba la información con cuentagotas, aunque, por supuesto, los periodistas podían estar seguros de su escrupulosa exactitud.

Brunetti comprendió que, hasta que recibiera los datos del laboratorio acerca del billete de tren hallado en el bolsillo del hombre, o el informe de la autopsia, poco podía hacer él. Ahora, en los pisos inferiores, los hombres estarían llamando a los hoteles. Si algo averiguaban, se lo dirían. Por lo tanto, podía seguir leyendo y firmando informes de personal.

Una hora después, poco antes de las once, zumbó el intercomunicador. Cuando descolgó, Brunetti ya sabía quién le llamaba:

– ¿Sí, vicequestore?

El vicequestore Patta, que quizá esperaba sorprender a su subordinado fuera del despacho o dormido, quedó momentáneamente desconcertado al oírse interpelar de modo tan directo y tardó un instante en reaccionar.

– Brunetti, ¿qué es eso de que han encontrado muerto a un norteamericano? ¿Por qué no se me ha informado? ¿Tiene idea de lo que esto puede suponer para el turismo?

Brunetti sospechaba que la tercera pregunta era la única que interesaba realmente a Patta.

– ¿Qué norteamericano? -preguntó el comisario con fingida curiosidad.

– El que han sacado del agua esta mañana.

– Oh -hizo Brunetti, ahora en un cortés tono de sorpresa-. ¿Ya ha llegado el informe? ¿Así que era norteamericano?

– No se haga el listo conmigo, Brunetti -espetó Patta, irritado-. El informe aún no ha llegado, pero el cadáver tenía monedas norteamericanas en el bolsillo, de manera que tiene que ser norteamericano.

– Quizá era numismático -apuntó Brunetti afablemente.

Siguió una larga pausa que indicó al comisario que su superior ignoraba el significado de aquella palabra.

– Basta de chanzas, Brunetti. Vamos a suponer que se trata de un norteamericano. No podemos consentir que se ande asesinando a los norteamericanos en esta ciudad. Y, menos, estando como está el turismo este año. ¿Lo comprende?

Brunetti tuvo que morderse la lengua para no preguntar si se podría consentir que asesinaran a personas de otra nacionalidad, ¿albaneses, quizá?, y dijo sólo:

– ¿Sí, señor?

– ¿Y bien?

– ¿Bien qué, señor?

– ¿Qué ha hecho hasta ahora?

– Los buzos están buscando en el canal en el que se encontró el cadáver. Cuando sepamos la hora de la muerte, buscaremos en los lugares desde los que pudiera haberlo arrastrado la corriente, suponiendo que lo mataran en otro sitio. Vianello está investigando si hay tráfico o consumo de drogas en el barrio y el laboratorio trabaja en lo que le encontramos en los bolsillos.

– ¿Las monedas?

– No creo que necesitemos que el laboratorio nos diga que son norteamericanas.

Después de un largo silencio, que indicaba que no sería prudente seguir pinchando a Patta, éste preguntó:

– ¿Qué dice Rizzardi?

– Que esta tarde me enviará el informe.

– Hágame llegar una copia.

– Sí, señor. ¿Alguna cosa más?

– No; eso es todo. -Patta colgó el teléfono y Brunetti siguió leyendo informes.

Cuando terminó, era más de la una. Como no sabía a qué hora llamaría Rizzardi y quería disponer del informe lo antes posible, decidió no ir a almorzar a casa ni perder tiempo en un restaurante, a pesar de que, después de una mañana tan larga, tenía hambre. Se dijo que se acercaría al bar situado al pie del Ponte dei Greci y tomaría unos tramezzini.

Cuando Brunetti entró, Arianna, la propietaria, le saludó llamándole por su nombre e inmediatamente puso una copa en el mostrador delante de él. Orso, el viejo pastor alemán que a lo largo de los años había desarrollado un vivo afecto por Brunetti, se levantó con movimientos artríticos de su lugar habitual junto al frigorífico de los helados y se acercó renqueando. Esperó el tiempo justo para que Brunetti le palmeara la cabeza y le tirara suavemente de las orejas y se desplomó a sus pies. Los clientes del bar estaban acostumbrados a tener que saltar por encima de Orso y a echarle trozos de cortezas y emparedados. El animal tenía predilección por los espárragos.

– ¿Qué será, Guido? -preguntó Arianna, refiriéndose a los tramezzini y llenando la copa de vino tinto.

– Uno de jamón y alcachofa y uno de gambas. -La cola de Orso inició un movimiento de abanico golpeándole el tobillo-. Y uno de espárragos. -Cuando llegaron los emparedados, Brunetti pidió otra copa de vino, que bebió despacio, pensando en cómo se complicarían las cosas si, efectivamente, el muerto resultaba ser norteamericano. No sabía si habría cuestiones de jurisdicción. Decidió no pensar en ello.

Como si se propusiera impedirle poner en práctica esta decisión, Arianna dijo:

– Qué horror lo de ese norteamericano.

– Todavía no estamos seguros de que lo sea.

– Pues, si lo es, no faltará quien grite «terrorismo», y eso no será bueno para nadie. -Aunque Arianna era yugoslava de nacimiento, su idiosincrasia era totalmente veneciana: el negocio, lo primero.

– Hay mucha droga en ese barrio -agregó, como si por hablar de ello se pudiera hacer que la droga fuera la causa. Brunetti recordó que la mujer también era dueña de un hotel, por lo que la sola idea del terrorismo tenía que ser para ella causa de pánico y escándalo.

– Sí, Arianna, estamos investigándolo. Gracias. -Mientras hablaba, un espárrago se desprendió del bocadillo y cayó al suelo, delante del hocico de Orso. Y, cuando el primer espárrago desapareció, cayó el segundo. Ya que a Orso le costaba trabajo levantarse, ¿por qué no llevarle el almuerzo a casa?

Brunetti puso en el mostrador un billete de diez mil liras y se guardó el cambio. La mujer no se había preocupado de pulsar el importe en la caja, por lo que la suma no había quedado registrada ni sería gravada. Hacía años que el comisario había dejado de prestar atención a este fraude continuo que se cometía contra el Estado. Allá se las compusieran los de la policía encargada de los delitos tributarios. La ley ordenaba que la mujer registrara el importe de la consumición y le diera un recibo; si él salía del bar sin el recibo, los dos se hacían acreedores a una multa de cientos de miles de liras. Los de delitos tributarios solían apostarse en la puerta de bares, tiendas y restaurantes, atisbaban por el escaparate las transacciones y pedían a los clientes que salían del establecimiento que les enseñaran el recibo. Pero Venecia era una ciudad pequeña, todos los policías le conocían y ninguno le abordaría. A menos que trajeran agentes de fuera y organizaran lo que los periódicos habían dado en llamar un blitz, una operación de peinado de todo el centro comercial, en la que, en un día, se recaudaban millones de liras en multas. En tal caso, si le paraban, les enseñaría la placa y diría que había entrado para ir al aseo.