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Volvió a pensar en los tres jóvenes, víctimas de muerte violenta, peones descartados por una mano brutal. Hasta ahora, parecía que la mano sólo podía ser de Viscardi; pero el traslado de Ambrogiani denotaba que intervenían jugadores más poderosos, jugadores que podían barrer a Ambrogiani y a él mismo del tablero. Recordó la inscripción de una de aquellas bolsas de plástico, «PROPERTY OF U.S. GOVERNMENT», y tuvo un escalofrío.

No necesitó mirar la dirección en el archivo. Salió de la questura y caminó hacia Rialto, sin ver nada, insensible al entorno. Al llegar a Rialto, bruscamente abrumado por la idea de seguir andando, se quedó esperando el vaporetto 1 y desembarcó en la segunda parada, San Stae. Aunque nunca había estado allí, sus pies lo llevaron hasta la puerta; Vianello le había dicho -parecía que hacía meses- dónde estaba. Tocó el timbre, dio su nombre y la puerta se abrió con un chasquido.

Era un patio pequeño y desnudo de plantas con una escalera de un gris mortecino. Al llegar al rellano, Brunetti levantó la mano, pero Viscardi abrió la puerta sin darle tiempo a llamar.

El hematoma de debajo del ojo estaba más pálido y las rozaduras, casi habían desaparecido. Pero la sonrisa permanecía inalterable.

– ¡Qué grata sorpresa verle por aquí, commissario! Pase, pase.

Extendió la mano y, como Brunetti hizo como si no la viera, la bajó con naturalidad y con ella empujó la puerta.

Brunetti entró en el recibidor y se paró mientras Viscardi cerraba la puerta a su espalda. Sentía un fuerte deseo de pegar a este hombre, de hacerle daño físico. Siguió a Viscardi hasta un salón grande y alegre que daba a lo que debía de ser un jardín interior.

– ¿En qué puedo servirle, commissario? -preguntó Viscardi, manteniendo la cortesía, aunque sin llevarla al extremo de ofrecer a Brunetti un asiento o una copa.

– ¿Dónde estaba usted anoche, signor Viscardi?

Viscardi sonrió con una mirada afable. La pregunta no le sorprendía.

– Estaba donde suelen estar los hombres decentes por la noche, dottore: en casa, con mi esposa y mis hijos.

– ¿Aquí?

– No; en Milán. Y, si me permite adelantarme a su siguiente pregunta, conmigo estaban otras personas: dos invitados y tres criados.

– ¿Desde cuándo está en Venecia?

– He llegado esta mañana, en el primer avión. -Sonrió y sacó del bolsillo una cartulina azul-. Ah, qué suerte, aún tengo la tarjeta de embarque. -La tendió a Brunetti-. ¿Quiere examinarla, comisario?

– Hemos encontrado al muchacho de la foto -dijo Brunetti, haciendo caso omiso del ofrecimiento.

– ¿El muchacho? -preguntó Viscardi, que hizo una pausa y después se permitió un gesto de comprensión-. Ah, sí, el joven delincuente de la foto que me enseñó su sargento. ¿Le ha dicho el vicequestor Patta que ahora me parece que podría reconocerlo? -Brunetti no contestó, y Viscardi prosiguió-: ¿Así que lo han arrestado? Si eso significa que voy a recuperar mis cuadros, mi esposa tendrá una gran alegría.

– Está muerto.

– ¿Muerto? -preguntó Viscardi alzando una ceja con gesto de sorpresa-. Qué lástima. ¿De muerte natural? -preguntó, e hizo una pausa, como si sopesara la pregunta siguiente-: ¿Quizá por sobredosis? Dicen que son frecuentes esa clase de accidentes, especialmente entre los jóvenes.

– No ha muerto por sobredosis. Ha sido asesinado.

– Lo lamento de veras. Últimamente, parece haber una epidemia, ¿verdad? -Se sonrió de la bromita y preguntó-: ¿Y al fin ha resultado responsable del robo que hubo en esta casa?

– Existen pruebas que lo relacionan con él.

Viscardi entornó los ojos, sin duda con intención de manifestar que empezaba a comprender las implicaciones.

– ¿Entonces era él el hombre al que vi aquella noche?

– Sí; lo vio.

– ¿Significa eso que pronto recuperaré los cuadros?

– No.

– Ah, lástima. Mi esposa tendrá un disgusto.

– Hemos encontrado pruebas que lo relacionan con otro delito.

– ¿Sí? ¿Qué delito?

– El asesinato del soldado norteamericano.

– Usted y el vicequestor Patta deben de estar muy satisfechos por haber podido resolver también ese otro crimen.

– El vicequestore lo está.

– ¿Usted, no? ¿Por qué no, comisario?

– Porque no lo mató él.

– Parece estar muy seguro.

– Lo estoy.

Viscardi trató de esbozar otra sonrisa, muy sutil.

– Me alegraría mucho de que estuviera usted tan seguro de poder encontrar mis cuadros.

– Puede usted contar con que los encontraré, signor Viscardi.

– Eso es muy halagüeño, comisario. -Levantó el puño, miró brevemente el reloj y dijo-: Lo siento, pero tendrá que disculparme. Espero a unos amigos a almorzar. Luego tengo una cita de negocios y he de ir a la estación.

– ¿La cita no es en Venecia? -preguntó Brunetti.

Una sonrisa de cinismo afloró a los ojos de Viscardi, que trató de reprimirla y no pudo.

– No, comisario. La cita no es en Venecia. Es en Vicenza.

Con la cólera en el cuerpo, Brunetti llegó a su casa y se sentó a almorzar con su familia. Trataba de responder a las preguntas que le hacían, prestar atención a lo que decían, pero mientras Chiara contaba algo que había ocurrido aquella mañana en clase, él no veía más que la sonrisa de triunfo de Viscardi. Cuando Raffi sonrió por algo que decía su madre, Brunetti recordó la sonrisa boba y contrita con que, dos años antes, Ruffolo había quitado a su madre las tijeras de la mano y le suplicaba que comprendiera que el comisario sólo estaba cumpliendo con su deber.

Esta tarde entregarían a la madre el cadáver de Ruffolo, una vez hecha la autopsia y determinada la causa de la muerte. Brunetti no tenía la menor duda de cuál sería el dictamen: la herida de la cabeza coincidiría exactamente con la configuración de la roca que estaba al lado del cadáver en la pequeña playa. ¿Quién podría determinar si Ruffolo recibió el golpe al caer accidentalmente sobre la roca o le fue infligido de manera intencionada? ¿Y a quién importaría eso, si la muerte de Ruffolo lo resolvía todo tan convenientemente? Quizá en la sangre de Ruffolo, lo mismo que en la de la doctora Peters, encontraran alcohol, y ello confirmaría la hipótesis de la caída. El caso de Brunetti estaba resuelto. En realidad, estaban resueltos los dos casos, porque el asesino del norteamericano había resultado ser el ladrón de los cuadros de Viscardi. Brunetti se levantó de la mesa, sin reparar en los tres pares de ojos que seguían su salida de la habitación. Sin dar explicaciones, salió de casa y se encaminó al Hospital Civil, donde sabía que estaba el cadáver de Ruffolo.

Cuando llegó a Campo Santi Giovanni e Paolo, fue hacia la parte posterior del hospital, sin reparar en nadie. Una vez hubo dejado atrás el departamento de Radiología y enfilado el estrecho corredor que conducía al depósito, ya no pudo seguir abstrayéndose del entorno: en el pasillo había mucha gente, y no circulaba, sino que se agolpaba en grupitos que charlaban animadamente. Había pacientes en pijama y bata, visitantes en ropa de calle y enfermeros y enfermeras con bata blanca. En la puerta del departamento de Patología, Brunetti distinguió un uniforme que le era familiar: allí estaba Rossi, con una mano levantada para contener a la multitud.

– ¿Qué ocurre, Rossi? -preguntó Brunetti, abriéndose paso entre la primera fila de curiosos.

– No lo sé con seguridad, señor. Nos han llamado hará una media hora. Han dicho que una anciana de la residencia de al lado se había vuelto loca y había empezado a romper cosas. Hemos venido Vianello, Miotti y yo. Ellos han entrado y yo me he quedado en la puerta, para impedir que entre la gente.