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Las cosas funcionaban así por lo menos en el área de las letras. Los de ciencias…, bueno, de ésos nadie sabía cómo actuaban realmente, por qué criterios se movían, si científicos o políticos. Alejandro tenía entendido que le daban mucha importancia a la investigación -o sea, a las publicaciones-, pero también sabía a ciencia cierta, y nunca mejor dicho, que si querían hacer profesor numerario a uno de sus chicos ponían la firma del aspirante en varios artículos producidos por sus compañeros y engordaban su currículum en un santiamén, de manera que, cuando se presentaba a la plaza, podía parecer Einstein a ojos de un profano.

Bah, la universidad… Cuánto se alegraba de haberla dejado atrás. Las clases. Las alumnas talluditas. Las largas y embarazosas horas de tutoría… La obligación de escribir y publicar todo tipo de sandeces… Estaba mucho mejor en su despacho, con una secretaria y un chofer a su disposición, tomando decisiones importantes para las vidas de las personas. Prefería hacer política a las claras, sin tener que ocultarse bajo argumentos falsamente humanistas.

Fabio llevaba años detrás de un puesto de titular en el Departamento de Literatura, pero no era ningún secreto que el catedrático del área lo detestaba, y aunque acumulaba méritos suficientes, en comparación con sus compañeros, para recibir la responsabilidad y el sueldo y la tranquilidad funcionarial correspondientes-, el viejo Arnés, que gobernaba de manera absolutista su departamento, le había cerrado el paso una y otra vez hasta convertirlo en un eterno ayudante. En un hombre con trabajo de niño.

Fabio estuvo presente en la oposición, como espectador, y cuando concluyó la primera prueba no paró hasta conseguir hablar un rato con Álex. Era un pelota redomado, el tal Fabio Arjona. Alejandro podía sentir sus ojos oscuros y brillantes clavados en los suyos, saetas de un atrevimiento casi obsceno. La insistencia y la avidez de su mirada consiguieron desconcentrarlo en más de una ocasión, en las que perdió el hilo de lo que allí se estaba diciendo. Seguramente Fabio era muy consciente del poder que Álex acumulaba en esos momentos, y del que llevaba administrando desde hacía años. Si Alejandro Martínez Ursola lo hubiese querido así, Fabio no habría tardado ni dos meses en tener su tan deseada plaza de titular universitario.

PRIMER DÍA EN EL CIGARRAL

Porque ese cielo azul que todos vemos

ni es cielo ni es azul.

LUPERCIO LEONARDO DE ARGENSOLA

EL COTO, EL CASAR, GUADALAJARA /

CIGARRAL DE LA CAVA, TOLEDO. ABRIL DE 2007

Había tenido una pesadilla, pero apenas podía recordar nada de lo soñado. El cuarto estaba en penumbra, la misma habitación donde dormía desde los trece años, en el viejo chalet de su tía Pau. Su hogar. Oyó a los gorriones aletear detrás de las contraventanas y disfrutó de esa sensación de claridad entenebrecida que se abría paso con desfachatez, aunque de manera intermitente, hacia el interior de la habitación. Y al cabo de un instante, el ruido de los aviones sobrevolando la zona. Desde que inauguraron la terminal 4 del aeropuerto de Barajas, habían convertido la comarca en un molesto pasillo aéreo («más que pasillo, comedor abierto las veinticuatro horas», solía quejarse la tía Pau) que atormentaba a los residentes y perjudicaba su salud con sus trombas de ruido y gases. En los días despejados, llegaba a ser insoportable. Pero por suerte a veces soplaban fuertes vientos del este que impedían desviar el tráfico aéreo por encima de sus tejados, y entonces el lugar volvía a ser apacible, terso e invitador como la tarjeta de visita de una dama antigua. Tal como era hasta no hacía mucho.

Tomó un trago de agua de la botella que tenía al lado de la cama, manteniendo los ojos cerrados con determinación mientras bebía. Se sentía inquieto, con la sensación de tener la boca habitada por parásitos que se encontraban allí de paso porque ni siquiera ellos la consideraban demasiado acogedora.

Nacho Arán abrió poco a poco los párpados y observó, aún amodorrado y confuso, los números del reloj digital que descansaba en la mesilla. Hizo un esfuerzo por sacar a flote su conciencia, que a esas horas le parecía un cajón profundo en cuyo fondo se había quedado atascada su voluntad. Las 7.15 de la mañana. Hora de levantarse. Unos segundos después de que abriera los ojos, el despertador comenzó a sonar; un sonido irritante y angustiado a los pies del crucifijo de hierro y madera que pendía de la pared, suspendido de un clavo invisible, como la fe de su tía Pau. Lo apagó con movimientos torpes y se acurrucó de nuevo bajo las sábanas. Eran suaves, y estaban limpias; incluso prometían vínculos inesperados con la piel de alguna mujer. Aunque él siempre, o casi siempre, dormía solo.

Tenía el pelo castaño claro, demasiado largo para el gusto de su tía, y la mirada soñadora de un poeta adolescente. Estaba soltero, sin compromiso, y a veces se preguntaba si su estado civil era una elección personal o una condición genética probablemente heredada de su tía, como sus ojos verdosos y la propensión a las jaquecas.

Como todas las mañanas, Nacho se puso boca arriba en la cama e intentó distinguir figuras en el techo del dormitorio, donde ya se filtraban algunas rayas de luz turbia e incipiente que arponeaban con timidez el cielo raso.

En ese instante, el teléfono emprendió la tarea de atormentarlo con sus fatales signos de violencia sonora.

– Vamos, holgazán. Es hora de levantarse. -La voz de la tía Pau tenía un eco artificial, misterioso, por la línea interna de la casa.

– Me estoy levantando -mintió Nacho sin atisbo de remordimiento en la voz-. Subiré a desayunar en cuanto me dé una ducha rápida.

– Está lloviendo, con suavidad, pero sin indolencia. A veces sale un poco el sol entre unas nubes gordas y negras que parece que van a aplastar los tejados, pero la tónica general del día son los chubascos dispersos.

– Lo imaginaba, tía. -Nacho Arán se guardó para sí el hecho, bien conocido por la tía Pau, de que él, su sobrino, era meteorólogo.

– Es tremendo. Hacía casi un año que no caía ni una gota, y ha sido llegar abril… Bueno, mejor así. -La mujer soltó un suspiro que podía confundirse con el sonido de un globo desinflándose, un aliento apagado de plástico roto-. ¿Tienes preparada la maleta?

– Hum… Sí, está lista. -Nacho encendió la lamparilla de lectura y miró a su alrededor en busca de la pequeña maleta Samsonite, que finalmente localizó al lado del galán de noche. Por supuesto, vacía aún.

– Te espero en la cocina. -La mujer se disponía a colgar el teléfono cuando, de pronto, pareció pensarlo mejor-: Ah, sí, Nacho, querido…

Él se encogió de hombros y se resignó a escuchar alguna de las charlas inconexas de su parienta, recién comenzado el día. La tía Pau dormía poco, por no decir nada. El sueño se le antojaba un derroche, puede que un exceso frívolo en un mundo atolondrado de abundancias y atropellos, en constante transformación, a medio hacer.

– Dime, tía… -Se sentía cansado. La habitación en sombras aparentaba tener todos los objetos cambiados de sitio. Y la vivaracha charla de su tía amenazaba con provocarle dolor de cabeza.

– Es una cosa muy rara… -Doña Paulina guardó un silencio teatral al otro lado de la línea. En realidad, se encontraba un par de metros por encima de la cabecera de la cama de su sobrino, en la primera planta de la casa, la que estaba a ras de calle. En la planta baja se hallaban los dormitorios, la biblioteca, un despacho, la cochera y el jardín. Nacho casi podía oír sus enérgicos pasos por encima del techo de su dormitorio, como un indio potawatomi que estuviera auscultando minuciosamente el terreno-. Muy rara, sí, señor…