Había mesas a uno y otro lado del mostrador. Las de la izquierda estaban ocupadas por grupos de tres o cuatro jugadores de cartas; las de la derecha, por parejas mixtas que, evidentemente, se dedicaban a otros juegos de azar. Cubrían las paredes fotos ampliadas de estrellas de cine americanas que parecían contemplar lúgubremente el escenario al que el destino las había traído.
En el mostrador había cuatro hombres y dos mujeres. El primer hombre, bajo y robusto, miraba fijamente el interior del vaso, que sostenía entre las manos con gesto protector. El segundo, más alto y delgado, estaba de espaldas al bar, observando, ora a los jugadores de cartas, ora a los clientes del otro lado. El tercero era calvo y, evidentemente, Della Corte. El último, más que delgado, escuálido, estaba entre las dos mujeres y volvía la cabeza nerviosamente de la una a la otra, según cuál de ellas le hablara. Cuando Brunetti entró, el hombre lo miró y las mujeres, siguiendo la dirección de su mirada, se volvieron a su vez para examinar al recién llegado. No serían más tétricos los ojos de las Tres Parcas en el momento de cortar los hilos de la vida de un hombre.
Brunetti se acercó a Della Corte, un tipo delgado, con muchas arrugas y grueso bigote, y le dio una palmada en un hombro. Hablando con marcado acento veneciano y en un tono de voz más alto de lo necesario, dijo:
– Ciao, Bepe, come stai? Perdona el retraso, chico, la zorra de mi mujer… -Su voz se apagó y su mano dibujó un airado ademán dirigido a todas las zorras y todas las esposas. Miró al camarero y dijo en voz aún más alta-: Amico mio, ponme un whisky, y a Della Corte-: ¿Qué bebes, Bepe? Toma otra. -Al dirigirse al camarero cuidó de no volver únicamente la cabeza sino todo el cuerpo, con excesivo impulso. Para recobrar el equilibrio puso una mano en el mostrador y masculló otra vez-: Zorra.
Cuando llegó el whisky vació de un trago el alto vaso, lo dejó en el mostrador con un golpe seco y se limpió los labios con el dorso de la mano. Apareció entonces otro vaso, del que se apoderó Della Corte.
– Cin, cin, Guido -dijo el capitán brindando con un gesto que revelaba una vieja amistad-. Me alegro de que hayas podido escapar. -Tomó un sorbo, luego otro-: ¿Vienes a cazar con nosotros este fin de semana?
No habían preparado un guión, y Brunetti se dijo que lo mismo daba un tema que otro para dos cuarentones amantes del whisky que se encuentran en un bar cutre de Mestre. Contestó que él iría encantado, pero que tenía que quedarse porque aquel fin de semana era su aniversario de boda, y a la zorra de su mujer se le había metido en la cabeza que la llevara a cenar por ahí. ¿De qué servía tener una cocina en casa, si ella no iba a utilizarla para hacerle la cena? Mientras charlaban, una de las parejas se levantó y salió del bar. Della Corte pidió otros dos tragos y, tirando de la manga a Brunetti, lo llevó hasta la mesa que había quedado libre y le ayudó a sentarse. Cuando ya tenían las bebidas, Brunetti apoyó el mentón en la palma de la mano y preguntó en voz baja:
– ¿Hace rato que está aquí?
– Una media hora -respondió Della Corte, sin la lengua torpe ni el acento del Véneto con que había hablado en el mostrador.
– ¿Y?
– Ese del mostrador, el que está con las dos mujeres… -Della Corte se interrumpió para tomar un sorbo de whisky-… de vez en cuando, entran hombres y hablan con él. Una de las mujeres se ha sentado en la barra con uno de ellos y luego con otro. La otra mujer se ha ido con uno y ha vuelto al cabo de veinte minutos.
– Trabajo rápido -dijo Brunetti. Della Corte asintió y tomó otro sorbo de whisky.
– Por su aspecto -prosiguió Della Corte-, yo diría que ese hombre toma heroína. -Miró al bar y sonrió ampliamente a una de las mujeres.
– ¿Está seguro? -preguntó Brunetti.
– He estado seis años en Narcóticos. He visto a cientos como él.
– ¿Alguna novedad en Padua? -preguntó Brunetti. Durante la conversación no mostraban interés por las otras personas del bar, pero ambos memorizaban las caras y vigilaban atentamente lo que ocurría alrededor.
Della Corte movió la cabeza negativamente.
– He dejado de hacer preguntas, pero envié a un hombre de confianza al laboratorio, para que viera si faltaba algo más.
– ¿Y?
– Son precavidos. Han desaparecido todas las notas y las muestras de las autopsias de aquel día.
– ¿Cuántas hubo?
– Tres.
– ¿En Padua? -preguntó Brunetti, sin disimular la sorpresa.
– En el hospital murieron dos ancianos por haber comido carne en mal estado. Salmonella. También han desaparecido las notas del forense y las muestras tomadas durante las autopsias.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo.
– ¿Quién ha podido hacer eso? -preguntó al capitán-. ¿Y quién ha podido ordenarlo?
– Yo diría que la misma persona que le administró el barbitúrico.
El camarero hizo una pasada por las mesas. Brunetti levantó la cabeza y le hizo seña de que les trajera otros dos tragos, a pesar de que tenía el segundo casi intacto todavía.
– Con los sueldos que ganan los del laboratorio, con unos cientos de miles de liras se puede comprar mucha colaboración -dijo Della Corte.
En el bar entraron dos hombres hablando y riendo en el tono que se utiliza para llamar la atención.
– ¿Algo sobre Trevisan? -preguntó Della Corte.
Brunetti movió la cabeza de derecha a izquierda con la solemnidad que suelen poner los borrachos en las cosas triviales.
– ¿Entonces? -preguntó Della Corte.
– Creo que uno de nosotros va a tener que probar la mercancía -dijo Brunetti mientras se acercaba el camarero. Levantó la cabeza, sonrió al hombre, indicó con un movimiento del mentón que dejara las bebidas en la mesa y le hizo seña para que se inclinara. Cuando el otro obedeció, Brunetti le dijo-: Unas copas para las signorine -agitando una mano no muy firme en dirección a las dos mujeres que estaban en la barra, a cada lado del hombre delgado.
El barman asintió, volvió al mostrador y sirvió dos copas de un vino blanco espumoso que Brunetti supuso prosecco de ínfima calidad, que se le cobraría a precio de champagne auténtico. El camarero fue hasta las mujeres, les puso las copas delante y dijo algo al hombre que estaba con ellas. Éste miró a Brunetti y luego se volvió hacia la mujer que tenía a la izquierda, una joven de estatura corta, piel morena, boca grande y una cascada de pelo rojizo hasta los hombros. Ella miró al hombre delgado, miró las copas y miró hacia la mesa de Brunetti. Éste sonrió, se levantó a medias y le hizo una torpe reverencia.
– ¿Se ha vuelto loco? -preguntó Della Corte, sonriendo de oreja a oreja, mientras alargaba la mano hacia el vaso que tenía delante.
En lugar de contestar, Brunetti agitó una mano en dirección al trío de la barra, empujó con el pie la silla que estaba a su izquierda y sonrió a la mujer señalando la silla. La pelirroja se apartó del grupo y, con la copa en la mano, empezó a caminar en dirección a la mesa de Brunetti. Mientras la veía acercarse, Brunetti volvió a sonreírle y preguntó a Della Corte hablando entre dientes:
– ¿Ha traído coche?
El capitán asintió.
– Bien. Cuando ella llegue, márchese. Espere en el coche a que salgamos y síganos.
En el momento en que la mujer llegaba a la mesa, Della Corte echó la silla hacia atrás y se levantó, casi chocando con la mujer. La miró fijamente un momento, como si le sorprendiera su presencia.
– Buenas noches, signorina. Siéntese, por favor -le dijo sonriendo ampliamente y recuperando su marcado acento del Véneto.