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– ¿Qué es? -dijo el capitán-. No he traído gafas.

– Japonesas -dijo Brunetti-. O eso parece. Diría que sólo las hacen los japoneses.

– ¿Los japoneses? -preguntó Della Corte-. ¿Los japoneses fabrican gafas?

– Fabrican monturas -explicó Brunetti-. Y tengo entendido que esta clase de monturas cuestan un millón de liras por lo menos. O eso me dijo mi mujer. Si es titanio, y me parece que lo es -dijo doblando la montura y viéndola recuperar la forma instantáneamente al soltarla-. Y eso es lo que habrá costado. -Mientras Brunetti miraba las gafas asomó a su cara una sonrisa de alegría, como si éstas se hubieran convertido en el millón de liras y fuera para él.

– ¿De qué se ríe? -preguntó Della Corte.

– Una montura de un millón de liras y, por añadidura, importada del Japón, ha de ser fácil de identificar.

El mismo millón de liras apareció entonces en la sonrisa de Della Corte.

21

A instancias de Brunetti, llevaron las gafas a un óptico para que determinara la graduación de los cristales, lo que facilitaría su identificación. Puesto que la montura no sólo era cara sino, además, de importación, no sería difícil localizar la tienda que las había despachado, pero la búsqueda se demoraba, porque Della Corte tenía instrucciones de considerar la muerte de Favero como suicidio y sólo podía dedicarse a ella en su tiempo libre. Por otra parte, existía la posibilidad de que las gafas hubieran sido adquiridas fuera de Padua.

Brunetti hacía cuanto podía para ayudarle, y asignó a uno de sus agentes más jóvenes la tarea de llamar por teléfono a todos los ópticos de la zona Mestre-Venecia, para preguntarles si tenían aquella montura y, en tal caso, si habían despachado la receta en cuestión. Después el comisario centró su atención en el triángulo Trevisan-Lotto-Martucci, especialmente en los supervivientes a los que beneficiaba la muerte de Trevisan. Probablemente, la viuda heredaría a su marido y cabía la posibilidad de que Martucci heredara a la viuda. Ahora bien, el asesinato de Lotto no encajaba en ninguno de los esquemas que se trazaba Brunetti que implicaran a Martucci y a la signora Trevisan. Indudablemente, muchos maridos y muchas mujeres desean matar al cónyuge y no pocos lo matan, pero le parecía inverosímil que una hermana matara al hermano. Un marido, y hasta un hijo, puede ser sustituido, pero tus ancianos padres nunca podrán tener otro hijo. A esta verdad había sacrificado la vida Antígona. Brunetti comprendió que tendría que entrevistarse de nuevo con la signora Trevisan y con el avvocato Martucci, y pensó que sería interesante hablar con los dos a la vez y ver qué ocurría.

Pero, antes de preparar la entrevista, decidió repasar los papeles que se habían acumulado en su mesa. Allí estaba la prometida lista de los clientes de Trevisan, siete hojas mecanografiadas a un solo espacio, con nombres y direcciones en un orden alfabético impecable y absolutamente neutral. Recorrió rápidamente con la mirada la columna de los apellidos. Algunos le hicieron silbar entre dientes: era evidente que Trevisan había sabido atraerse a los ciudadanos más acaudalados y también a los que estaban considerados la aristocracia de Venecia. Brunetti retrocedió a la primera página y volvió a leer cada nombre más despacio. Era consciente de que cualquier persona ajena a Venecia no vería en la atención que les dedicaba sino una sobria reflexión; pero quien estuviera al corriente de los rumores y conjeturas que circulaban por la ciudad sabría que, cada vez que su mirada se detenía en un nombre, era para remover en un poso de murmuraciones, maledicencias y calumnias. Allí estaba Baggio, el director del puerto, un hombre acostumbrado a detentar el poder, que ejercía sin miramientos. Y Seno, dueño de la mayor fábrica de cristal de Murano, en la que trabajaban más de trescientas personas y cuyos competidores sufrían con frecuencia huelgas e incendios debidos a causas desconocidas. Y Brandoni, el conde Brandoni, cuya inmensa fortuna tenía un origen tan oscuro como su título.

Algunas de las personas de la lista tenían una reputación intachable, pero a Brunetti le llamaba la atención la promiscuidad con la que los nombres más honorables se alternaban con los más dudosos. Buscó en la F el nombre de su suegro, pero el conde Orazio Falier no aparecía. Brunetti dejó la lista a un lado, pensando que habría que interrogarlos a todos, uno a uno. Pensó también que quizá tuviera que llamar a su suegro, para preguntarle qué sabía de Trevisan, o de sus clientes; pero no le gustaba la idea, y se reprochaba esta reticencia.

Al pie de la lista había un mensaje muy largo, laboriosamente mecanografiado por el agente Gravini, en el que se informaba de que la prostituta brasileña y su proxeneta habían acudido al bar Pinetta la noche antes y que el agente había «promovido» su arresto. ¿«Promovido»?, se preguntó Brunetti en voz alta. Esto se conseguía dando entrada en el cuerpo a los universitarios. Brunetti llamó a la planta inferior para preguntar dónde estaban los detenidos, y le informaron de que los habían traído del centro de detención aquella mañana y, por instrucciones del agente Gravini, los tenían en celdas separadas, por si Brunetti deseaba interrogarlos.

Había un fax de la policía de Padua que informaba de que las balas extraídas del cadáver de Lotto procedían de una pistola del 22, si bien los análisis para determinar si era la misma arma utilizada contra Trevisan no se habían efectuado todavía. Brunetti estaba seguro de que los análisis confirmarían lo que él ya sabía.

Debajo había más hojas de fax, éstas con el membrete de la SIP, en las que constaban los datos que la signorina Elettra había pedido a Giorgio por encargo suyo. Al pensar en Rondini y en la gran cantidad de listas que les había proporcionado, Brunetti recordó la carta que el joven le había pedido y que no se había escrito todavía. El que Rondini considerara necesario disponer de semejante carta para dársela a su prometida si llegaba el caso comportaba que Brunetti no comprendiera por qué quería casarse con ella, aunque hacía ya tiempo que él había renunciado a entender los entresijos del matrimonio.

Brunetti reconocía que no tenía ni la menor idea de lo que esperaba descubrir a través de Mara o de su proxeneta, pero decidió ir a hablar con ellos por si acaso. Fue a la planta baja, en la que había tres pequeñas celdas que la policía solía utilizar para los interrogatorios.

Junto a la puerta de una de las celdas estaba Gravini, un apuesto joven que había ingresado en el cuerpo hacía un año, después de pasar los dos anteriores tratando de encontrar a alguien que quisiera dar trabajo a un licenciado en filosofía de veintisiete años sin experiencia profesional. Brunetti se había preguntado más de una vez qué había impulsado a Gravini a tomar aquella decisión, qué principio filosófico le había hecho abrazar el uniforme de las fuerzas del orden. A no ser -la idea brotó no se sabía de dónde y asaltó súbitamente a Brunetti-, a no ser que Gravini viera en el vicequestore Patta la encarnación del rey filósofo de Platón.

– Buenos días, comisario -dijo Gravini saludando marcialmente sin demostrar sorpresa porque su superior llegara riendo entre dientes. Se dice que los filósofos pueden asumir estas cosas.

– ¿Cuál de ellos está ahí? -preguntó Brunetti, indicando con el mentón la puerta situada detrás de Gravini.

– La mujer, señor. -Al responder, Gravini entregó a Brunetti una carpeta azul oscuro-. El expediente del hombre. De ella no hay nada.

Brunetti abrió la carpeta y leyó atentamente las dos hojas sujetas a la cubierta inferior. Lo habituaclass="underline" atraco, tráfico, proxenetismo. Franco Silvestri era uno más entre miles. Después de la lectura, el comisario devolvió la carpeta a Gravini.

– ¿Tuvo problemas para traerlos?

– Con ella no, señor. Casi parecía que estaba esperándolo. Pero el hombre trató de salir corriendo. Ruffo y Vallot estaban fuera y lo agarraron.