– ¿Qué hay, tesoro? -preguntó él inclinándose a darle un beso en el pelo antes de volverse para colgar la gabardina en el armario contiguo a la puerta.
– Es un concurso, papá. Si ganas, te regalan una suscripción.
– ¿Pero no la tienes ya? -preguntó él, que se la había regalado en Navidad.
– Eso no es lo que importa, papá.
– ¿Pues qué es lo que importa? -preguntó él, yendo por el pasillo hacia la cocina. Pulsó el interruptor de la luz y se acercó al frigorífico.
– Lo que importa es ganar -dijo ella, siguiéndolo por el pasillo. Al oír esto, él se preguntó si aquella revista no sería demasiado americana para su hija.
Sacó una botella de Orvieto, miró la etiqueta, la dejó donde estaba y tomó la de Soave que habían abierto para la cena de la víspera. Se sirvió una copa y bebió un sorbo.
– ¿Y en qué consiste el concurso?
– Hay que poner nombre a un pingüino.
– ¿Poner nombre a un pingüino? -repitió Brunetti estúpidamente.
– Sí, mira -dijo ella acercándole la revista con una mano y señalando una foto con la otra. Él vio lo que parecía la masa algodonosa que Paola extraía a veces del aspirador.
– ¿Qué es eso? -preguntó él acercando la revista a la luz.
– Es el pingüinito, papá. Nació el mes pasado en el zoo de Roma y todavía no tiene nombre. Ofrecen un premio a quien proponga el mejor nombre.
Brunetti acabó de abrir la revista y miró más atentamente la foto. En efecto, vio un pico, dos ojos redondos y dos patas amarillas. En la página de enfrente había un pingüino adulto, pero Brunetti no encontraba parecido alguno entre uno y otro.
– ¿En qué nombre has pensado? -preguntó hojeando la revista y contemplando un desfile de hienas, ibis y elefantes.
– «Pintado» -dijo ella.
– ¿Cómo?
– «Pintado» -repitió.
– ¿Un pingüino?
– Sí. Seguro que la mayoría dicen «Flipper» o «Camarero». A nadie se le ocurrirá «Pintado».
Brunetti reconoció que probablemente tenía razón.
– De todos modos, creo que deberías reservar el nombre para otra ocasión -dijo él poniendo la botella en el frigorífico.
– ¿Por qué? -preguntó Chiara recuperando la revista.
– Por si alguna vez hacen un concurso para una cebra.
– Oh, papá, qué bobo eres a veces -dijo ella, volviendo a su habitación, sin sospechar lo mucho que a su padre le complacía su opinión.
En la sala, Brunetti recuperó el libro que había dejado abierto boca abajo la víspera al acostarse. Podría volver a librar la guerra del Peloponeso mientras esperaba a Paola.
Ella llegó una hora después, abrió con su llavín y entró directamente en la sala. Echó el abrigo sobre el respaldo del sofá y se dejó caer al lado de su marido, todavía con el chal en el cuello.
– Guido, ¿alguna vez te ha pasado por la cabeza la idea de que yo esté loca?
– Muchas veces -respondió él volviendo la página.
– Es que tengo que estarlo, o no trabajaría para estos cretinos.
– ¿Qué cretinos? -preguntó él, sin molestarse todavía en levantar la mirada del libro.
– Los que dirigen la universidad.
– ¿Qué ha pasado?
– Hace tres meses me pidieron que diera una conferencia en la facultad de Filología Inglesa de la Universidad de Padua. Sobre la Novela Británica, dijeron. ¿Por qué crees que he estado leyendo todos esos libros durante los dos últimos meses?
– Porque te gustan. Por lo mismo que los has leído durante los veinte últimos años.
– Oh, Guido, haz el favor -dijo ella dándole un ligero codazo en las costillas.
– Cuenta, ¿qué ha pasado?
– Hoy, cuando he ido a la oficina a recoger el correo, me han dicho que hubo una confusión, que la conferencia era sobre Poesía Norteamericana, y a nadie se le ha ocurrido advertirme. Porque como, al fin y al cabo, todo es inglés…
– ¿Y sobre qué será?
– No lo sabré hasta mañana. Dirán a Padua que el tema se ha cambiado a la Novela Británica, siempre y cuando Il Magnifico lo apruebe. -A ambos les encantaba esta fastuosa reliquia del paleolítico académico: el tratamiento de «Il Magnifico Rettore» que se daba al rector de la universidad. Era lo único que a Brunetti le había parecido interesante de la vida académica, en los veinte años que llevaba viviendo en la periferia de la universidad.
– ¿Tú qué crees que hará? -preguntó Brunetti.
– Probablemente, decidirlo a cara o cruz.
– Buena suerte -dijo Brunetti, dejando el libro-. A ti lo norteamericano no te va, ¿verdad?
– Cielos, no -dijo ella tapándose la cara con las manos-. Puritanos, cowboys y mujeres estridentes. Preferiría dar un curso sobre la «novela del tenedor de plata».
– ¿La qué?
– La «novela del tenedor de plata» -repitió ella-. Libros de argumento sencillo, escritos para explicar a los nuevos ricos cómo deben comportarse en sociedad.
– ¿Quieres decir libros para yuppies?
Paola se echó a reír.
– No, Guido, no para yuppies. Se trata e novelas escritas en el siglo dieciocho, cuando a Inglaterra llegaba mucho dinero de las colonias, y había que enseñar a las orondas esposas de los fabricantes textiles de Yorkshire qué tenedor debían usar. -Reflexionó un momento sobre lo que acababa de decir-. Pero, si bien se mira y salvando las distancias, otro tanto podría decirse de Bret Easton Ellis, a pesar de ser norteamericano. -Apoyó la cara en el hombro de su marido, riendo por lo bajo de algo que él no entendía.
Cuando se serenó, Paola se quitó el pañuelo del cuello y lo dejó encima de la mesa.
– ¿Y tú qué has hecho? -preguntó.
Él se puso el libro boca abajo en las rodillas y se volvió a mirarla.
– He hablado con la puta y su chulo y luego con la signora Trevisan y su abogado. -Despacio, procurando ser coherente y no omitir detalle, le contó todo lo sucedido durante el día, terminando con la reacción de la signora Trevisan a su pregunta sobre las prostitutas.
– ¿Tenía el hermano algo que ver con prostitutas? -preguntó Paola, procurando repetir sus palabras con exactitud-. ¿Y crees tú que ella comprendió a qué te referías?
Brunetti asintió.
– ¿Y el abogado, no?
– No; él no captó la ambigüedad, pensó que yo preguntaba si tenía relaciones sexuales con ellas.
– Pero ella sí lo entendió.
Otra vez Brunetti movió la cabeza afirmativamente.
– Es mucho más lista que él.
– Las mujeres suelen serlo -comentó Paola, y entonces preguntó-: ¿Qué crees tú que podía tener que ver ese hombre con las prostitutas?
– No lo sé, Paola, pero su reacción indica que, fuera lo que fuere, ella estaba al corriente.
Paola guardó silencio, esperando a que él hiciera sus deducciones. Él le tomó una mano, le dio un beso en la palma y la dejó caer a su regazo. Ella seguía aguardando y no se movió.
– Es el único punto de contacto -dijo él como hablando consigo mismo-. Los dos, Trevisan y Favero, tenían el número del bar de Mestre, y en ese bar hay un chulo que explota a una serie de chicas, que se renuevan continuamente. De Lotto no sé sino que administraba el patrimonio de Trevisan.
Dio la vuelta a la mano de Paola y resiguió con el índice las venitas azules del dorso.
– No es mucho -dijo Paola al fin.
Él movió la cabeza negativamente.
– Esa chica, Mara, ¿qué te preguntó de las otras?
– Si yo sabía algo de unas chicas que habían muerto este verano, y luego habló de un camión. No sé a qué se refería.