¿Cómo vamos a sacar algo con eso?, pensó Harry.
Bill siguió metiéndose los cubiertos de plata en los bolsillos de su abrigo. Entonces se le cayó un cuchillo. El suelo era duro, sin alfombra, y el sonido se produjo fuerte y claro.
– ¿Quién anda ahí?
Bill y Harry no contestaron.
– ¡Dije que quién anda ahí!
– ¿Qué pasa, Seymour? -dijo una voz femenina.
– Me ha parecido oír algo. Algo me ha despertado.
– ¡Oh, duérmete!
– No. He oído algo.
Harry escuchó el sonido de una cama y a continuación los pasos de un hombre. El hombre entró por la puerta del comedor y se encontró con ellos. Iba con un pijama, era un hombre joven, de unos 26 o 27 años, con el pelo largo y una perilla.
– Muy bien, vosotros, capullos, ¿qué estáis haciendo en mi casa?
Bill se volvió hacia Harry.
– Entra en el dormitorio. Seguro que hay un teléfono allí. Asegúrate de que ella no lo utilice. Yo me ocupo de éste.
Harry se fue hacia el dormitorio, vio la puerta, entró, vio a una chica rubia de unos 23 años, con el pelo largo y suelto, con un camisón de fantasía, sus pechos transparentándose a través de él. Había un teléfono en la mesita de noche y ella no estaba utilizándolo. Se llevó asustada el dorso de la mano a la boca. Estaba erguida en la cama.
– No grite -dijo Harry- o la mato.
Se quedó allí de pie mirándola, pensando en su propia mujer, pero nunca en la vida había tenido una mujer como aquélla. Harry empezó a sudar, sentía vértigo, se miraban fijamente el uno al otro.
Harry se sentó en la cama.
– ¡Dejad tranquila a mi mujer, si no os mataré! -dijo el joven. Bill acababa de entrar con él. Lo llevaba agarrado por el cuello con su cuchillo apoyado en medio de la espalda.
– Nadie va a hacer daño a tu mujer, tío. Sólo dinos dónde tienes tu apestoso dinero y nos iremos.
– Te he dicho que todo el que tengo está en mi cartera.
Bill apretó su brazo contra el cuello y clavó el cuchillo un poco más. El joven hizo una mueca de dolor.
– Las joyas -dijo Bill-, llévame a donde estén las joyas.
– Están arriba…
– Muy bien. ¡Llévame allí!
Harry vio cómo Bill se lo llevaba fuera. Harry siguió mirando fijamente a la chica y entonces ella le miró. Unos ojos azules, con las pupilas dilatadas de terror.
– No grite -le dijo- o la mato. ¡Así que pórtese bien o la mato!
Ella estaba paralizada, sus labios empezaron a temblar. Eran del más puro rosa pálido, y entonces, la boca de Harry se pegó a la suya. Estaba bebido y su boca sucia, rancia; la de ella era blanda, fresca, delicada, temblorosa. El la cogió de la cabeza con sus manos, apartó la suya hacia atrás y la miró a los ojos.
– Tú, puta -dijo-. ¡Tú, maldita puta!
La besó de nuevo, más fuerte. Cayeron juntos en la cama, bajo el peso de Harry. El se estaba quitando los zapatos, manteniéndola sujeta debajo suyo. Empezó a quitarle las bragas, bajándoselas a lo largo de las piernas, todo el tiempo sujetándola y besándola.
– Tú, puta, condenada puta…
– ¡Oh NO! ¡Cristo, NO! ¡Mi mujer NO, cabrones!
Harry no los había oído entrar. El joven dio un grito. Luego Harry oyó un gorgoteo sordo. Se incorporó y miró a su alrededor. El joven estaba en el suelo con la garganta cortada; la sangre surgía rítmicamente a borbotones que iban encharcando el suelo.
– ¡Lo has matado! -dijo Harry.
– Estaba gritando.
– No tenías por qué matarlo.
– No tenías por qué violar a su mujer.
– Yo no la he violado y tú lo has matado.
Entonces ella empezó a gritar. Harry le tapó la boca con su mano.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó.
– Vamos a matarla también. Es un testigo.
– Yo no puedo matarla -dijo Harry.
– Yo la mataré -dijo Bill.
– Pero no deberíamos desperdiciarla así.
– Bueno, pues ve y tómala.
– Ponle algo en la boca.
– Ya me ocupo de eso -dijo Bill. Cogió un pañuelo de la cómoda y lo introdujo en la boca de la chica. Luego rasgó la funda de la almohada en tiras y la amordazó.
– Vamos, tío, empieza.
La chica no se resistió. Parecía encontrarse en estado de coma.
Cuando Harry acabó, Bill se montó encima de ella y la poseyó también. Harry miró. Esto era. Era así allí y en el resto del mundo. Cuando un ejército conquistador entraba en las ciudades, poseían a las mujeres. Ellos eran el ejército conquistador.
Bill acabó y se levantó.
– Mierda, esto sí que estuvo bien.
– Escucha, Bill, vamos a dejarla viva.
– Hablará. Es un testigo.
– Si le perdonamos la vida, no hablará. Esa será nuestra condición.
– Hablará. Conozco la naturaleza humana. Más tarde hablará.
– ¿Para qué va a decir nada a gente que hace lo mismo que nosotros? Y en caso de que hablara ¿por qué no va a hacerlo, después de lo que hemos hecho?
– Eso es lo que quiero decir -dijo Bill-. ¿Para qué dejarla viva?
– Vamos a preguntarle. Vamos a hablar con ella. Vamos a preguntarle qué piensa.
– Yo sé lo que piensa. La voy a matar.
– Por favor, no lo hagas, Bill. Vamos a mostrar un poco de decencia.
– ¿Mostrar un poco de decencia? ¿Ahora? Es demasiado tarde. Si hubieses sido lo suficientemente hombre como para haberte guardado tu estúpida polla lejos de ella…
– No la mates, Bill, no puedo… soportarlo…
– Vuélvete de espaldas.
– Bill, por favor…
– ¡Te digo que te vuelvas de espaldas, imbécil!
Harry se dio la vuelta. No pareció que hubiera el menor sonido. Los minutos pasaron.
– ¿Bill, lo has hecho?
– Lo he hecho. Date la vuelta y mira.
– No quiero mirar. Vámonos. Vámonos de aquí.
Salieron por la misma ventana que habían entrado. La noche estaba más fría que nunca. Bajaron por la parte oscura de la casa y salieron a la calle a través del seto.
– ¿Bill?
– ¿Sí?
– Ahora me siento bien, como si no hubiese pasado nunca.
– Pero pasó.
Fueron caminando hacia la parada del autobús. Los servicios nocturnos pasaban muy de tarde en tarde, probablemente tendrían que esperar cerca de una hora. Llegaron a la parada y se examinaron mutuamente en busca de manchas de sangre y, extrañamente, no encontraron ninguna. Liaron dos cigarrillos y se pusieron a fumar.
Entonces Bill, de repente, escupió su pitillo.
– Maldita sea. Maldita suerte la nuestra.
– ¿Qué pasa, Bill?
– ¡Nos olvidamos de coger su cartera!
– Oh, mierda -dijo Harry.
Un hombre
George estaba tumbado en su remolque, echado de espaldas, mirando una pequeña televisión portátil. Los platos de la cena estaban sin limpiar, los platos del desayuno estaban sin limpiar, necesitaba un afeitado, y la ceniza de su cigarrillo liado le caía sobre la camiseta, y cuando le quemaba la piel, blasfemaba y se la sacudía de encima.
Se oyeron unos golpes en la puerta del remolque. El se levantó lentamente y abrió la puerta. Era Constance. Llevaba una botella de whisky sin abrir en una bolsa.
– George, he dejado a ese hijo de puta, no pude aguantar a ese hijo de la gran puta por más tiempo.
– Siéntate.
George abrió la botella, cogió dos vasos, llenó cada uno con un tercio de whisky y dos de agua, y se sentó en la cama con Constance. Ella sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió. Estaba bebida y sus manos temblaban.
– También me he llevado su maldito dinero. Agarré su maldito dinero y me largué mientras él estaba trabajando. No sabes lo que he sufrido con ese hijo de puta.
– Dame algo para fumar -dijo George.
Ella le alcanzó un pitillo y cuando estaba más cerca, George le puso su brazo alrededor, se la atrajo y la besó.