– ¿Quién es este viejo sarnoso? -le preguntó a Joe.
– Es mi viejo compadre, Hank -le dijo él-; le conocí cuando yo era pobre. Me llevó un día a las carreras.
– ¿Y no tiene alguna vieja?
– El viejo Hank no ha estado con una mujer desde 1965. Oye, ¿qué tal si lo juntamos con la gorda Gertie?
– Oh infiernos, Joe. ¡ La gorda Gertie no lo aguantaría! Mira, va vestido como un pordiosero.
– Ten un poco de misericordia, nena, es mi compadre. Sé que no tiene muy buena pinta, pero empezamos juntos, y yo soy muy sentimental.
– Bueno, la gorda Gertie no es sentimental, y le gusta la clase.
– Mira, Joe -dije yo-, olvídate de las mujeres. Siéntate aquí, bebamos unos tragos, y vamos a echar un vistazo al folleto de apuestas para que me digas los ganadores de mañana.
Joe hizo eso. Bebimos y me señaló los caballos. Me escribió nueve nombres en un pedazo de papel. Su chica, Thelma, bueno, Thelma me miraba como si fuese una mierda de perro en medio de un césped bien cuidado.
Estos nueve caballos dieron ocho ganadores al día siguiente. Uno de ellos pagó 62 dólares. No podía entenderlo. Esa noche Joe vino con una chica nueva. Parecía aún más bonita. El se sentó a mi lado con la botella y el folleto de apuestas y me escribió nueve caballos más.
Entonces me dijo:
– Escucha, Hank, me voy a mudar de casa. He encontrado un bonito apartamento de lujo al lado del hipódromo. El tiempo de viaje de ida y vuelta a las carreras era un coñazo. Vámonos, nena. Nos veremos por ahí, chico, adiós.
Sabía lo que pasaba. Mi compadre me estaba dando el cepillazo. Al día siguiente aposté fuerte a los nueve caballos. Siete fueron ganadores. Cuando volví a casa me sumergí en el folleto de apuestas tratando de hallar el motivo por el que los había elegido, pero no parecía haber ninguna razón comprensible. Algunas de sus selecciones eran verdaderos rompecabezas para mí.
No volví a ver a Joe por el patio de apuestas, excepto una vez. Le vi entrar en los locales del club con dos mujeres. Estaba gordo, reía a carcajadas. Llevaba un traje de doscientos dólares y un anillo con un diamante incrustado. Arrojó al suelo a medio fumar un puro importado de dólar y medio. Ese día perdí todas las carreras.
Dos años más tarde, yo estaba en el hipódromo de Hollywood Park y era un día particularmente caluroso, un jueves. En la sexta carrera había sacado un ganador a 26,80 dólares. Cuando me alejaba de la ventanilla de pagos, oí su voz detrás mío:
– ¡Eh, Hank! ¡Hank!
Era Joe.
– Cristo, tío -dijo-. ¡Es maravilloso volver a verte!
– Hola, Joe…
Seguía con su traje de doscientos dólares, en medio de todo ese calor. Todo el mundo iba en mangas de camisa. El necesitaba un afeitado, sus zapatos estaban polvorientos y el traje estaba arrugado y sucio. El diamante había desaparecido, el reloj de pulsera había desaparecido.
– Dame un cigarrillo, Hank.
Le di un cigarrillo y cuando lo encendió, noté que sus manos temblaban.
– Necesito un trago, tío -me dijo.
Lo llevé a un bar y nos tomamos un par de whiskies. Joe estudió el folleto de apuestas.
– Escucha, tío; yo te he señalado un montón de ganadores, ¿no?
– Claro que sí, Joe.
Estuvimos allí mirando el folleto por un rato.
– Ahora coge esta carrera -dijo-. Mira a Black Monkey. Va a ganar, Hank. Lo tiene chupado. Y está 8 a uno.
– ¿Te gustan sus posibilidades, Joe?
– Está hecho, tío. Ganará como la luz del día.
Pusimos nuestras apuestas a Black Monkey y salimos a ver la carrera. Llegó en séptimo lugar.
– No lo entiendo -dijo Joe-. Mira, déjame dos pavos más, Hank. Siren Call está en la próxima, no puede perder. No hay manera.
Siren Call llegó a alcanzar un quinto puesto, pero eso no es una gran ayuda cuando apuestas a ganador. Joe me sacó otros dos dólares para la novena carrera y su caballo llegó el último. Me dijo que no tenía coche y que si me importaba llevarle a casa.
– No te lo vas a creer -me dijo-, pero estoy de nuevo en la miseria.
– Te creo, Joe.
– Pero me remontaré. Sabes, Pittsburgh Phil se arruinó media docena de veces. Siempre consiguió volver a enriquecerse. Sus amigos tenían fe en él. Le prestaban dinero.
Cuando le dejé, me encontré con que ahora vivía en una vieja casa de habitaciones alquiladas, a unas cuatro manzanas de la mía. Yo nunca me había mudado. Cuando bajó del coche me dijo:
– Hay un programa cojonudo para mañana, lo tengo controlado. ¿Vas a ir?
– No estoy seguro, Joe.
– Quiero saber si vas a ir.
– Claro, Joe.
Esa noche oí llamar a mi puerta. Reconocí la llamada de Joe. No contesté. Seguí tumbado en la cama. El siguió llamando. Yo tenía la televisión encendida, pero seguí sin contestar. El volvió a llamar.
– ¡Hank! ¡Hank! ¿Estás ahí? ¡EH, HANK!
Entonces empezó a pegarle de verdad a la puerta, el hijo de puta. Estaba frenético. Golpeó y golpeó, una y otra vez. Al fin paró. Le oí bajar las escaleras. Entonces oí cerrarse la puerta principal de la casa. Me levanté, apagué el televisor, fui hasta el frigorífico, me hice un sandwich de jamón y queso, y abrí una botella de cerveza. Me senté con todo ello, abrí el folleto de apuestas del día siguiente y empecé a mirar la primera carrera, un premio de cinco mil dólares potros de más de tres años. Me gustaba el número 8. Estaba homologado en 5 a uno. De cualquier modo, me quedaba con él.
Doctor nazi
Bueno, soy un hombre con muchos problemas y supongo que la mayoría me los he creado yo mismo. Quiero decir, con las mujeres, el juego, y ese sentimiento de hostilidad hacia grupos de personas, cuanto mayor el grupo, mayor mi hostilidad. Dicen que soy negativo y resentido, rudo.
Recuerdo a aquella mujer gritándome:
– ¡Eres tan condenadamente negativo! ¡La vida puede ser bella!
Supongo que puede serlo, especialmente con menos gritos. Pero quiero hablaros de mi doctor. Yo no voy a curanderos, no valen nada y están demasiado satisfechos. Pero un buen doctor está a menudo disgustado y/o loco, y es mucho más entretenido.
Fui a ver al doctor Kiepenheuer a su consulta porque era la más cercana. Mis manos estaban deshechas, llenas de pequeñas ampollas blancas -un signo, pensé, de mi actual estado de ansiedad o de un posible cáncer-. Llevaba puestos gruesos guantes de obrero para que la gente no pudiese verlas. Y mis manos ardían bajo los guantes mientras yo fumaba dos cajetillas diarias.
Entré en la salita de espera. Tenía la primera cita de la mañana. Debido a mi gran ansiedad, me había presentado media hora antes, pensando obviamente en el cáncer, de modo obsesivo. Crucé la salita y me asomé al despacho. Allí estaba la enfermera agachada en el suelo, con su apretado uniforme blanco encogido por la postura, el vestido estirado dejaba al descubierto sus muslos, macizos y poderosos muslos visibles a través del nylon tenso y ajustado de las medias. Me olvidé por completo del cáncer. Ella no me había oído y yo me quedé mirando sus piernas y muslos al aire, medí su deliciosa grupa con mis ojos. Estaba recogiendo agua del suelo, el retrete se había desbordado y ella estaba maldiciendo; era apasionada, era rosa y blanca y viva y al aire, y yo miraba.
Ella levantó la vista:
– ¿Sí?
– Siga -dije yo-, no se preocupe por mí.
– Es el retrete -dijo ella-, no deja de salirse.
Siguió limpiando y yo seguí mirándola por encima de la revista Life. Finalmente se levantó. Me fui hacia el sofá y me senté. Ella cogió su cuaderno de citas.
– ¿Es usted el señor Chinaski?
– Sí.
– ¿Por qué no se quita los guantes? Hace calor aquí dentro.
– Prefiero no hacerlo, si no le importa.
– El doctor Kiepenheuer estará aquí dentro de poco.
– Muy bien. Puedo esperar.
– ¿Cuál es su problema?
– Cáncer.
– ¿Cáncer?