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Si yo tuviera tan sólo la habilidad de Vicki para conseguir información, pensé, si pudiera escribir algo de verdad. Yo: tenía que quedarme allí sentado esperando a que me viniera la inspiración. Podía manipularla y darle forma una vez llegada, pero era incapaz de ir a buscarla. Todo lo que podía escribir era sobre borracheras de cerveza, ir al hipódromo, o escuchar música sinfónica. No es que sea una vida especialmente disminuida, pero es jodido. ¿Cómo puedo estar tan limitado? Yo antes tenía cojones para hacer cosas. ¿Qué les pasó a mis cojones? ¿Se vuelven los hombres de verdad viejos?

– Cuando bajé de la barca, vi un pájaro y hablé con él. ¿Te importa si compro el pájaro?

– No, no me importa. ¿Dónde está?

– Sólo unas calles más abajo. ¿Podemos ir a verlo?

– ¿Por qué no?

Me puse algo de ropa y bajamos. Y allí estaba ese estallido verde con una pequeña mancha roja derramada por encima. No era gran cosa, ni siquiera para un pájaro. Pero por lo menos no se cagaba cada tres minutos como todos los demás, y eso estaba bien.

– No tiene cuello. Es igual que tú. Por eso lo quiero. Es un pájaro adorable con cara de pera.

Volvimos con el pájaro-cara-de-pera en una jaula. Lo pusimos en la mesa y lo llamamos «Avalon». Vicki se sentó y habló con él.

– Avalon, hola Avalon… Avalon, Avalon, hola Avalon… Avalon, oh, Avalon…

Encendí la televisión.

El bar estaba bien. Me senté con Vicki y le dije que iba a destrozarlo. Yo solía destrozar bares en mis viejos tiempos, ahora sólo hablaba de hacerlo.

Había una banda de música. Me levanté y bailé. Era fácil el baile moderno. Sólo tenía que agitar los brazos y las piernas en cualquier dirección, y mantener el cuello tieso, o moverlo como un hijo de perra y entonces ellos pensaban que eras grande. Podías engañar a la gente. Yo bailaba y me preocupaba por mi máquina de escribir.

Me senté con Vicki y pedí algunas copas más. Agarré la cabeza de Vicki y se la enseñé al barman.

– ¡Mira, hombre, ella es hermosa! ¿Acaso no es hermosa?

Entonces Ernie Hemingway se acercó con su barba de rata blanca.

– Ernie -dije-. Creí que te habías volado los sesos.

Hemingway se rió.

– ¿Qué estabas bebiendo? -le pregunté.

– Estoy invitando -dijo él.

Ernie nos invitó, pagó nuestras bebidas y se sentó. Parecía más delgado.

– Hice la crítica de tu último libro -le dije-. Le hice una crítica adversa. Lo siento.

– No pasa nada -dijo Ernie-. ¿Te gusta la isla?

– Es para ellos -le dije.

– ¿Qué quieres decir?

– El público es afortunado. Todo les gusta: helados, conciertos de rock, cantar, bambolearse, el amor, el odio, la masturbación, los perros calientes, bailes típicos, Jesucristo, el patinaje, el espiritualismo, capitalismo, comunismo, circuncisión, tebeos, Bob Hope, esquiar, pescar matar jugar a los bolos hacer debates, cualquier cosa. No esperan mucho y no consiguen mucho. Son una gran pandilla.

– Eso es todo un discurso.

– Eso es todo un público.

– Hablas como un personaje sacado del primer Huxley.

– Creo que te equivocas. Yo soy un desesperado.

– Pero -dijo Hemingway- los hombres se hacen intelectuales para no ser unos desesperados.

– Los hombres se hacen intelectuales porque son cobardes, no desesperados.

– Y la diferencia entre cobarde y desesperado es…

– ¡Bingo! -contesté-. ¡Un intelectual!…mi copa…

Un poco más tarde le hablé a Hemingway de mi telegrama púrpura y entonces Vicki y yo nos fuimos y volvimos con nuestro pájaro y nuestra cama.

– No puedo hacer nada -dije-, mi estómago está despellejado y jodido, y contiene nueve décimas partes de mi alma.

– Prueba esto -dijo Vicki, y me alcanzó el vaso de agua con Alka-Seltzer.

– Vete a dar una vuelta por ahí -dije-. Yo hoy no puedo moverme.

Vicki se fue a dar una vuelta y volvió dos o tres veces a ver si yo estaba bien. Yo estaba bien. Bajé, comí y volví con una docena de cervezas y me encontré con una vieja película en la televisión, con Henry Fonda, Tyrone Power y Randolph Scott. 1939. Estaban todos tan jóvenes. Era increíble. Yo tenía diecisiete años entonces. Pero, por supuesto, me había mantenido mucho mejor que ellos. Estaba vivo.

Jesse James. La interpretación era mala, muy mala. Vicki volvió y me contó miles de cosas fascinantes y entonces se metió en la cama conmigo y vimos Jesse James. Cuando Bob Ford estaba a punto de disparar a Jesse (Ty Power) por la espalda, Vicki dejó escapar un grito y corrió a esconderse al cuarto de baño. Bob Ford acabó el asunto.

– Ya ha pasado todo -dije- ya puedes salir.

Eso fue lo más destacable del viaje a Catalina. No pasaron muchas más cosas. Antes de irnos, Vicki fue a la Cámara de Comercio y les dio las gracias por haberle hecho pasar unos días tan maravillosos. También le dio las gracias a la señora del bar Davey Jones y compró regalos para sus amigos Lita y Walter y Ava y su hijo Mike y algo para mí, y algo para Annie y algo para el señor y la señora Croty, y algunos más que no recuerdo.

Subimos al barco con nuestra jaula y nuestro pájaro y nuestra neverita y nuestra maleta y nuestra máquina de escribir eléctrica. Encontré un hueco en la parte trasera del barco y nos sentamos allí. Vicki estaba triste porque se había -acabado todo. Me había encontrado con Hemingway en la calle y me había dado un estrechón de manos a la manera hippie, me había preguntado si yo era judío y si iba a volver, y yo le había dicho que no respecto a lo de judío y que no sabía si iba a volver, que dependía de la señora, y él había dicho, no quiero inmiscuirme en tus asuntos personales, y yo había dicho, Hemingway, de verdad que eres divertido, y el barco comenzó a doblar hacia la izquierda y brincó y bamboleó y un joven que parecía como si acabase de sufrir un tratamiento de electroterapia pasó entre los pasajeros repartiendo bolsas de papel para los vómitos. Pensé que quizás era mejor el hidroavión, eran sólo doce minutos y mucha menos gente. Y San Pedro iba apareciendo lentamente, civilización, civilización, humo y asesinatos, mucho más bonito, mucho más bonito, los locos y los borrachos son los últimos santos que quedan sobre la tierra. Nunca he montado a caballo o jugado a los bolos, ni he visto los Alpes, y Vicki me miraba con su sonrisa infantil, y pensé que ella era una mujer en verdad fascinante, bueno, ya era hora de tener un poco de suerte, estiré las piernas y miré al frente. Necesitaba cagar de nuevo. Decidí dejar la bebida.

De cómo aman los muertos

1

Era un hotel cercano a la cima de una colina, lo suficientemente empinada para ayudarte a bajar corriendo hasta la tienda de licores, y, de vuelta con la botella, una subida suficiente para hacer el esfuerzo más meritorio. El hotel había estado alguna vez pintado de verde brillante, llamaradas cálidas de verde, pero ahora, después de las lluvias, esas peculiares lluvias de Los Ángeles, que lo limpian y marchitan todo, el verde cálido estaba apagado y al borde de la desaparición -como la gente que vivía dentro-.

De cómo me había ido a vivir allí, o porqué había abandonado mi anterior domicilio, apenas me acuerdo. Probablemente por causa de la bebida y de que apenas trabajaba, y por las violentas discusiones a media mañana con las señoras de la calle. Y al decir las discusiones a media mañana no me refiero a las 10:30 de la mañana, me refiero a las 3:30. Generalmente, si no llamaban a la policía, todo acababa con una pequeña nota pasada por debajo de la puerta, siempre escrita a lápiz en papel cuadriculado: «Estimado señor, vamos a tener que pedirle que se vaya de aquí tan pronto como sea posible». Una vez la cosa pasó a media tarde. La discusión acabó. Recogimos los cristales rotos, metimos todas las botellas en sacos de papel, vaciamos los ceniceros, dormimos, nos despertamos, y yo estaba encima de ella actuando cuando oí una llave abriendo la puerta. Estaba tan sorprendido que me quedé con la polla bombeando dentro, sin parar el ritmo. Y allí estaba él, el casero bajito, de unos 45 años, sin pelo, excepto quizás en las orejas o las pelotas; se puso a mirarle a ella el culo, se acercó y apuntándola le dijo: