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– ¡Tú. Tú te vas DE AQUÍ HOY MISMO! -Yo paré de fornicar y me eché a un lado, mirándole de reojo. Entonces él me apuntó:

– ¡Y usted TAMBIÉN SE VA de aquí hoy mismo! -Se dio la vuelta y se fue hacia la puerta, la cerró despacio y bajó las escaleras. Yo comencé otra vez la marcha y nos pegamos una buena despedida.

De cualquier modo, yo estaba allí, en el hotel verde, el marchito hotel verde, y estaba allí con mi maleta llena de harapos, solo, pero con el dinero para el alquiler. Estaba sobrio, y conseguí una habitación exterior, que daba a la calle, en el tercer piso, con el teléfono en el pasillo, pero al lado de mi puerta, un infiernillo al lado de la ventana, un gran lavabo, una nevera pequeña pero buena, un par de sillas, una mesa, una cama y el baño en el recibidor del hotel. Y aunque el edificio era muy viejo, tenía incluso un ascensor -el hotel había tenido en otro tiempo una cierta categoría-. Y ahora yo estaba allí. La primera cosa que hice fue procurarme una botella, y después de unos tragos y de matar dos cucarachas, me sentí como en mi casa. Entonces salí al pasillo y traté de telefonear a una dama que con seguridad podría ayudarme, pero ella estaba fuera, evidentemente, ayudando a algún otro.

2

Hacia las tres de la mañana alguien llamó a la puerta. Me puse mi vieja bata de cuadritos y abrí la puerta. Allí estaba de pie una mujer en bata.

– ¿Sí? -le dije-. ¿Sí?

– Soy su vecina. Soy Mitzi. Vivo en el piso de abajo. Le vi esta tarde en el teléfono.

– ¿Sí? -dije yo.

Entonces ella sacó algo de detrás de su espalda y me lo enseñó. Era una botella de buen whisky.

– Entra -dije.

Limpié dos vasos y abrí la botella. ¿Seco o mezclado?

– Con dos tercios de agua.

Había un pequeño espejo encima del lavabo y ella se puso delante de él, enrollándose el pelo con rulos. Yo le alcancé su vaso y me senté en la cama.

– Te vi esta tarde al teléfono. Sólo con verte me di cuenta de que eras un tipo simpático. Yo en seguida conozco a las personas. Algunos de ellos no son tan simpáticos.

– Suelen decir que soy un bastardo.

– No creo que sea cierto.

– Yo tampoco.

Acabé mi bebida. Ella bebía a pequeños sorbos, así que me preparé otro trago. Charloteamos. Me tomé un tercer vaso. Entonces me levanté y me puse detrás de ella. Le puse las manos en las tetas.

– ¡OOOOOOh! ¡Chico tonto!

Empecé a murmurar en su oído.

– ¡Ooouch! ¡SI que eres un bastardo!

Tenía un rulo en una mano. La agarré de la cabeza entre perifollos y besé su boquita ajada. Estaba blanda y abierta. Ella estaba lista. Puse el vaso en su mano, la llevé a la cama, la senté. «Bebe» le dije. Ella lo hizo. Se lo llené de nuevo. Yo no llevaba nada debajo de mi bata. La bata se abrió y la cosa salió afuera, tiesa. Dios, pensé, soy asqueroso. Soy un payaso. Como en una película. Una de las películas familiares del futuro. 2490 D.C. Adrenalina, escarabajos. Era difícil no empezar a reírme de mí mismo, estar ahí colgado de ese nido de horquillas como si nada. Lo único que quería era el whisky. Quería un castillo en las colinas. Un baño de vapor. Nada más que esto. Nos sentamos los dos con nuestras bebidas. La besé otra vez, sumergiendo mi lengua podrida de tabaco por su garganta. Me aparté para tomar aire. Abrí su bata y allí estaban sus tetas. No gran cosa, poca cosa. Bajé mi boca y agarré una. Se hundía y resurgía como un balón a medio hinchar. Yo hice estómago y me puse a chupar el pezón mientras ella me cogía la verga con la mano y doblaba la grupa. Nos caímos de espaldas en la cama barata, y allí, con las batas puestas, la tomé.

3

Su nombre era Lou, era ex-presidiario y ex-minero. Vivía en la planta baja del hotel. Su último trabajo había consistido en restregar manchas de caramelo quemado en una fábrica de dulces, y lo había perdido -como todos los anteriores- por culpa de la bebida. El seguro de desempleo se gastaba, y allí nos quedábamos como ratas -ratas sin ningún lugar donde esconderse, ratas con un alquiler que pagar, con vientres que tenían hambre, con pollas que se ponían duras, espíritus que estaban cansados, y nada de educación, ni ocupación alguna-. Mierda pura, como ellos dicen, esto es América. No queríamos nada y no conseguíamos nada. Mierda dura.

Conocí a Lou mientras bebíamos sentados sobre la cama, con la gente entrando y saliendo, de un lado a otro, bebiendo. Mi habitación era el lugar de la fiesta. Vino todo el mundo. Había un indio, Dick, que robaba botellas de whisky y las almacenaba en su armario. Decía que eso le daba una sensación de seguridad. Cuando no podíamos conseguir una botella en ninguna parte, siempre teníamos al indio como último recurso.

Yo no era muy bueno para robar botellas, pero había aprendido un truco de Alabam, un tío flaco y bigotudo que había trabajado conmigo de ordenanza en un hospital. Metes la carne y otros productos de valor en un gran saco y lo cubres con patatas. El tendero lo pesa y te lo cobra a precio de patatas. Pero yo era más hábil en conseguir crédito de Dick. Había muchos Dicks en el vecindario, y el encargado de la tienda de licores también se llamaba Dick. Pasábamos la tarde sentados y la bebida se acababa Mi primera medida era mandar alguien a la tienda de licores.

– Me llamo Hank -le decía al tío-. Dile a Dick que yo te mando, que te dé una botella, y si hay alguna duda que me llame por teléfono.

– Vale, vale -el tío se iba. Nosotros esperábamos, saboreando ya la bebida, fumando, dando vueltas y volviéndonos locos. Entonces el tío volvía:

– Dick dijo que ¡No! Dijo que tu crédito ya está agotado.

– ¡MIERDA! -gritaba yo.

Y con los ojos inyectados en ira me levantaba en un estado de indignación bíblica.

– ¡MALDITA MIERDA, ESE HIJO DE MALA MADRE!

Yo estaba furioso de verdad, era un cabreo honesto, no sé de dónde provendría. Cerraba de un portazo, cogía el ascensor, y bajaba la colina como un ángel vengador sediento.

– ¡Le voy a… Sucia madre, esa sucia madre!… -Irrumpía en la tienda.

– Está bien, Dick.

– Hola Hank.

– ¡Quiero DOS BOTELLAS! -(y nombraba una marca muy buena)- dos paquetes de cigarrillos, un par de esos puros, y déjame ver… un bote de ésos de cacahuetes, sí.

Dick ponía el material delante mío en el mostrador y se quedaba allí quieto.

– Bueno ¿me vas a pagar?

– Dick, quiero que lo pongas en mi cuenta.

– Mira, ya me debes 23,50 dólares. Antes me pagabas. Me pagabas un poco cada semana, recuerdo que era todos los viernes por la noche. No me has pagado nada desde hace tres semanas. Tú no eres como todos esos parias. Tienes clase. Yo confío en ti. ¿No puedes pagarme la mitad ahora y luego el resto?

– Mira, Dick, no estoy para discusiones. ¿Vas a meterme esto en una bolsa o te lo vas a GUARDAR?

Entonces se lo ponía todo delante de él y esperaba, chupando mi cigarrillo como si fuese el dueño del mundo. Un enano en calzoncillos, eso es lo que yo era. No tenía más clase que un saltamontes. Sólo sentía miedo de que él tuviese la sensatez de volver a guardar las botellas y me dijera que me fuese a. la mierda. Pero su cara siempre se ablandaba y metía la mercancía en una bolsa, entonces yo esperaba a que totalizase la nueva cuenta. Me la daba; yo asentía y me iba. Las bebidas siempre sabían mejor bajo estas circunstancias. Y cuando yo entraba con las botellas para los chicos y las chicas, era realmente el rey.

Estaba sentado una noche con Lou en su habitación. El llevaba una semana de retraso en el pago del alquiler y yo dos. Estábamos bebiendo vino de oporto. Liando nuestros cigarrillos. Lou tenía una maquinita que los dejaba muy bien hechos. La cosa era mantener cuatro paredes a tu alrededor. Si tenías cuatro paredes, tenías una oportunidad. En cuanto estuvieses en la calle, las oportunidades se irían al carajo, ellos te tendrían, te tendrían bien cogido. ¿Para qué robar algo si no lo puedes cocinar? ¿Cómo te vas a follar a alguien si estás viviendo en un callejón? ¿Cómo vas a dormir si todo el mundo ronca en el albergue de la Misión? ¿Y se rompen tus zapatos? ¿Y huelen? ¿Y es insano? Ni siquiera puedes mear sin mojarte, ver sin tener que cerrar los ojos o morirte sin sufrir. Necesitas cuatro paredes. Dadle a un hombre cuatro paredes y moverá el mundo. Así que estábamos un poco preocupados. Cualquier paso en la escalera parecía el de la casera. Era una casera muy misteriosa. Una joven rubia con la que nadie había podido follar. Yo me había mostrado frío con ella pensando que así se sentiría atraída. Ella vino y llamó a mi puerta, pero sólo para cobrar el alquiler. Tenía un marido en alguna parte, pero nunca lo habíamos visto. Vivían allí y no vivían. Y nosotros ahora sólo pensábamos en ella. Suponíamos que si nos cepillábamos a la casera, nuestros problemas se acabarían. Era uno de esos edificios donde te acostabas con todas las mujeres por sistema, casi por obligación. Pero con ésta no había podido hacer nada, y eso me hacía sentir inseguro. Así que nos quedábamos allí sentados, fumando nuestros cigarrillos liados y bebiendo oporto, mientras veíamos cómo las cuatro paredes se iban disolviendo, derrumbando. En casos como éste, lo mejor es hablar. Hablas de un modo salvaje, bebes tu vino. Éramos cobardes porque queríamos vivir. No queríamos vivir demasiado mal, pero queríamos vivir de todos modos.