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– Gracias -le dije al enfermero.

– A servir, a servir.

Cerró la cortina y se fue con su aparato.

Mi pájaro amarillo meado apretó su timbre.

– ¿Dónde está esa enfermera? ¿Por qué no viene la enfermera?

Apretó de nuevo el botón.

– ¿Funcionará el timbre? ¿Estará estropeado mi timbre?

La enfermera entró.

– ¡Me duele la espalda! ¡Oh, me duele terriblemente la espalda! ¡Nadie ha venido a visitarme! ¡Apuesto a que ustedes se han dado cuenta, eh, tíos! ¡Ni siquiera mi esposa! ¿Dónde está mi esposa? Enfermera, súbame la cama. ¡Me duele la espalda! ¡VAMOS! ¡Más alta! ¡No, no, Dios mío; la ha dejado demasiado alta! ¡Más baja, más baja! ¡Aquí, pare! ¿Dónde está mi cena? ¡No he cenado todavía! Mire…

La enfermera se largó.

Mi pensamiento le daba más y más vueltas al aparatito de mear. Probablemente tendría que comprar uno, llevarlo conmigo el resto de mi vida. Utilizarlo en callejones, detrás de los árboles, en el asiento trasero de mi coche… con esa aguja…

El okie de la cama uno no hablaba mucho.

– Es mi pie -les dijo de repente a las paredes-. No puedo entenderlo, mi pie se queda todo hinchado por las noches y no vuelve a quedarse bien. Duele, duele.

El tipo del pelo blanco de la esquina pulsó su timbre.

– Enfermera -dijo-, enfermera. ¿Qué tal si me trae una taza de café?

Realmente, pensé, mi principal problema es procurar no volverme loco.

10

Al día siguiente, el viejo peloblanco (el cameraman) se acercó con su café y se sentó en una silla al pie de mi cama.

– No puedo aguantar a ese hijo de perra -me dijo.

Hablaba del pájaro amarillo meado. Bueno, no había otra cosa que hacer con el viejo peloblanco más que hablar con él. Le dije que la bebida había contribuido en gran manera a traerme a mi actual estado de vida. De paso le conté algunas de mis borracheras salvajes y algunas de las demenciales cosas que habían ocurrido. El también tenía algunas buenas para contar.

– En mis viejos tiempos -me contó-, solía haber grandes trenes de color rojo que circulaban entre Glendale y Long Beach, creo que era. Funcionaban durante todo el día y la mayor parte de la noche excepto durante un intervalo de hora y media, creo que entre las 3:30 y las 5:30 de la mañana. Bueno, yo andaba por ahí bebiendo una noche y conocí a un tío en un bar, cuando el bar cerró nos fuimos a su casa y acabamos con algo de mosto que él había dejado allí. Luego salí de su casa y me perdí. Me metí por una calle sin salida, pero sin saber que era una calle sin salida. Iba conduciendo muy de prisa. Seguí derecho hasta que choqué con los raíles del tren. En el choque, el volante me pegó en la barbilla y me dejó sin sentido. Y me quedé allí, con mi coche en medio de los raíles, desmayado. Sólo que tuve suerte porque era la hora y media en que los trenes no circulaban. No sé cuánto tiempo estuve allí. El pito del tren me despertó. Abrí los ojos y vi un tren viniendo derecho hacia mí a toda máquina. Tuve el tiempo justo de arrancar el coche y dar marcha atrás. El tren pasó atronador delante mío. Yo conduje hacia casa, con las ruedas delanteras dobladas y pinchadas, andando a tumbos, haciendo blop, blop, blop…

– Es emocionante.

– Otra vez estoy sentado en el bar. Justo enfrente hay un sitio donde comen los ferroviarios. El tren se para y los hombres bajan a comer. Yo estoy sentado al lado de un tipo en este bar. Se vuelve hacia mí y me dice: «Yo antes conducía una de esas cosas y estoy seguro de que puedo conducirla de nuevo. Vamos y verás cómo la arranco». Salgo con él y subimos a la locomotora. El, tranquilo, va y pone en marcha la cosa. Salimos a una buena velocidad. Entonces yo empecé a pensar: ¿qué coño estoy haciendo aquí?, y le dije al tío: «¡No sé lo que harás tú, pero yo me largo!». Conocía lo suficiente de trenes como para saber dónde estaba el freno. Tiré de la palanca y antes incluso de que el tren parase yo salté afuera por un lado. El saltó por el otro lado y nunca lo volví a ver. Muy pronto había una masa de gente alrededor del tren, policías, inspectores del ferrocarril, mecánicos, reporteros, mirones… Yo en medio del gentío, mirando. «¡Vamos a acercarnos a ver qué ha pasado!», dijo alguien a mi lado. «Ná, coño», dije yo, «no es más que un tren». Tenía miedo de que quizás alguien me hubiese visto. Al día siguiente aparecía una historia en los periódicos. La cabecera decía: «UN TREN VA HASTA PACOIMA POR SI SOLO…» Yo recorté el relato y lo guardé. Conservé ese recorte por diez años. Mi mujer solía verlo. «¿Por qué diablos guardas ese recorte?», me decía, «no lo entiendo, UN TREN VA HASTA PACOIMA POR SI SOLO». Yo nunca se lo dije. Todavía tenía miedo. Usted es el primero al que se lo cuento.

– No se preocupe -le dije-, ni un alma volverá a escuchar esta historia de nuevo.

Entonces me empezó a doler de verdad el culo y peloblanco me sugirió que pidiera una inyección. Lo hice. La enfermera me la puso en la cadera. Cuando se fue, cerró la cortina de mi cama, pero peloblanco siguió allí al lado, sentado. De hecho, ahora tenía un visitante con el que hablar. Un visitante cuya voz me atravesaba mis jodidas tripas. Realmente me las sacaba.

– Voy a mover todos los barcos alrededor del cuello de la bahía. Haremos una toma ahí mismo. Estamos pagando al capitán de cada uno de esos barcos 890 dólares al mes y todos tienen dos chicos a su servicio. Hemos conseguido una flota y la tenemos que usar, pienso yo. El público está listo para una buena historia marina. No han olido una buena historia de barcos desde Errol Flynn.

– Ya -dijo peloblanco-, esas cosas van por ciclos. El público ahora está listo. Necesitan una buena historia marina.

– Claro, hay muchos chavales que no han visto nunca una película marina. Y hablando de chavales, es lo que voy a usar. Los haré correr por los barcos. La única gente mayor que vamos a usar será la que guíe el timón. Llevaremos los barcos por la bahía y rodaremos allí. Dos de los barcos necesitan mástiles, ese es el único defecto. Les pondremos unos mástiles y entonces empezaremos.

– El público seguro que está listo para una película marina. Es un ciclo y el ciclo se repite.

– Están preocupados con el presupuesto. Carajo, no va a costar mucho. Por qué…

Yo abrí la cortina y le dije a peloblanco:

– Mire, puede pensar que soy un hijo de puta, pero ustedes están encima de mi cama. ¿No puede irse con su amigo a su cama?

– ¡Claro, claro!

El productor se levantó.

– Coño, lo siento. No sabía…

Era gordo y sórdido; satisfecho, feliz, enfermante.

– Está bien -dije yo.

Se fueron a la cama de peloblanco y siguieron hablando de la historia de barcos. Todos los moribundos del octavo piso del Queen of Angels Hospital pudieron oír la maldita historia de barcos. El productor finalmente se fue.

Peloblanco me miró.

– Ese es el productor más grande del mundo. Ha producido más películas que cualquier otro ser vivo. Ese era John F.

– John F. -dijo el pájaro meado-, ya, ha hecho algunas grandes películas. ¡Grandes películas!

Yo traté de dormirme. Era difícil dormir por la noche porque todos roncaban. A un tiempo. Peloblanco era el más estrepitoso. Por la mañana siempre me despertaba para quejarse de no haber podido dormir. Esa noche el pájaro amarillo de la pared se la pasó aullando. Primero porque no podía cagar. «¡Hagan algo, Dios mío, voy a reventar!» O porque algo la dolía. O ¿dónde estaba su médico? Continuamente cambiaba de médico. Cuando uno no podía aguantar más y se iba, otro venía a relevarle. No podían encontrarle ninguna enfermedad a este pájaro meado. No existía ninguna: quería a su madre, pero su madre estaba muerta.

11

Finalmente conseguí que me trasladaran a una sala semiprivada. Pero fue un mal envite. Su nombre era Herb y como me dijo el enfermero: «No está enfermo. No tiene nada mal». Llevaba puesta una bata de seda, se afeitaba dos veces al día, tenía un aparato de televisión que nunca apagaba, y visitantes todo el tiempo. Era la cabeza de un gran e importante negocio y utilizaba la fórmula de llevar su pelo gris muy corto para dar idea de juventud, eficiencia, inteligencia y brutalidad.