La televisión era peor de lo que había podido imaginar. Yo nunca había tenido un televisor y no estaba acostumbrado a su presencia. Las carreras de autos estaban bien, podía soportar las carreras de autos, aunque eran muy estúpidas. Pero había una especie de Campaña. Un Maratón por alguna causa, y estaban recolectando dinero. Empezaron por la mañana muy temprano y siguieron durante todo el día. Aparecían cifras indicando cuánto dinero habían recolectado hasta el momento. Había alguien con un gorro de cocinero. No sé qué coño significaría. Y había una vieja terrible con cara de rana. Era horriblemente fea. No me lo podía creer. No podía creer que toda esa gente no supiese lo feas y desnudas y carnosas y desagradables que parecían sus caras -como si estuviesen violando todas las ideas decentes, como si destrozasen a zarpazos todo cerebro no momificado-. Y ellos sólo se movían y tranquilamente ponían sus caras en la pantalla y hablaban entre sí y se reían de algo. Era muy difícil reír con sus chistes y sus bromas, pero no parecían tener ningún problema para hacerlo. Esas caras… ¡Esas caras! Herb no decía nada acerca de ello. Sólo se quedaba mirando como si estuviese interesado. Yo no conocía los nombres de aquella gente, pero todos eran estrellas de algún tipo. Anunciaban un nombre y entonces todo el mundo se excitaba -excepto yo-. No podía entenderlo. Me puse un poco enfermo. Deseé volver a la antigua habitación. Mientras tanto intentaba hacer mis primeros movimientos de intestino. No pasó nada. Un pequeño flujo de sangre. Era un sábado por la noche. Vino el cura.
– ¿Quiere la comunión para mañana a las 10? -me preguntó.
– No, gracias, padre, no soy muy buen católico. No he ido a la iglesia desde hace 20 años.
– ¿Fue usted bautizado católico?
– Sí.
– Entonces usted sigue siendo católico, solamente es una pobre oveja perdida.
Era como en las películas: hablaba como un pavo, justo igual que Cagney. ¿O era Pat O'Obrien el que llevaba el cuello blanco? Todas las películas que yo había visto estaban fechadas: la última que había visto era The Lost Weekend. El me dio un pequeño folleto.
– Lea esto -y se fue.
LIBRO DE ORACIONES, decía. Recopilación para uso en hospitales y otras instituciones.
Leí.
Oh Eterna y siempre bendita Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con todos los ángeles y santos, te adoro.
Mi Reina y Madre, te entrego todo mi ser; y para mostrarte mi devoción, te consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi boca, mi corazón, mi entero ser sin ninguna reserva.
Corazón agonizante de Jesús, ten piedad del moribundo. Oh Dios mío, me postro de rodillas, te adoro…
Uniros a mí, Espíritus benditos, para dar gracias d Dios de los perdones que es tan generoso con una criatura tan despreciable.
Fueron mis pecados, querido Jesús, los que causaron tu amarga angustia… mis pecados que te azotaron, y te coronaron de espinas y te clavaron a la cruz. Confieso merecer sólo el castigo.
Me levanté y traté de cagar. Habían pasado tres días. Nada. Sólo algo de sangre de nuevo y las cicatrices de mi recto desgarrándose. Herb tenía puesto un show de variedades.
– El Batman va a venir al programa esta noche. ¡Quiero ver al Batman!
– ¿Sí? -me arrastré de vuelta a mi cama.
Estoy especialmente avergonzado de mis pecados por impaciencia e ira, mis pecados de cobardía y rebelión.
El Batman apareció. Todo el mundo en el programa pareció excitado.
– ¡Es el Batman! -dijo Herb.
– Bueno -dije yo-, mira qué bien, el Batman. Dulce corazón de María, sé mi salvador.
– ¡Puede cantar! -dijo Herb-. ¡Mira: está cantando.!
El Batman se había quitado su traje de murciélago y estaba vestido en traje de paisano. Era un tipo de apariencia muy ordinaria, con una cara blanda y pálida. Cantó. La canción duró y duró y el Batman parecía muy orgulloso de su canto, por alguna razón.
– ¡Puede cantar! -exclamó Herb, embobado.
Mi buen Dios, ¿qué soy yo y quién eres tú, a quien oso acercarme?
Soy sólo una pobre, miserable y pecadora criatura, totalmente inmerecedora de aparecer ante ti.
Le di la espalda a la televisión y traté de dormir. Herb la tenía puesta muy alta. Yo tenía algo de algodón que me puse en los oídos, pero ayudó muy poco. Nunca volveré a cagar, pensé, nunca podré volver a cagar, con estas cosas. Tengo las tripas cosidas, cosidas… ¡Seguro que de esta me vuelvo loco!
Oh Señor, mi Dios, desde este día acepto de tu mano deseoso y con sumisión, la clase de muerte que tú quieras mandarme, con todos sus sufrimientos, dolores y angustias. {Indulgencia completa una vez al día, bajo las condiciones usuales.)
Finalmente, a la 1:30 de la madrugada, no pude soportarlo más. La había estado escuchando desde las 7 de la mañana del día anterior. Mi mente estaba bloqueada para el resto de la eternidad. Sentí que había soportado largamente la cruz en esas dieciocho horas y media. Me volví hacia él.
– ¡Herb! ¡Hombre, por el amor de Cristo! ¡No puedo más! ¡Voy a explotar, voy a perder un tornillo! ¡Herb! ¡PIEDAD! ¡NO PUEDO AGUANTAR LA TELEVISION! ¡NO PUEDO AGUANTAR A LA RAZA HUMANA! ¡Herb! ¡Herb!
Se había quedado dormido, sentado.
– Tú, sucio lamecoños -dije.
– ¿Quezz? ¿Qué?
– ¿POR QUE NO APAGAS ESA COSA?
– ¿Apa… gar? Ah, claro, claro… ¿Por qué no me lo dijiste, chico?
12
Herb también roncaba. Y además hablaba en sueños. Conseguí dormirme hacia las 3:30 de la madrugada. A las 4:15 me despertó algo que sonaba como una mesa arrastrada por el pasillo. De repente, las luces se encendieron y una enorme mujer de color apareció de pie ante mí con una libreta. Cristo, era fea, era una puta gorda y estúpida. ¡Que Martin Luther King y la igualdad racial se condenen! Era bestial, podía sacarme con facilidad la mierda a golpes. ¿Quizás fuese una buena idea? ¿Sería la última ceremonia? ¿Sería ya mi fin?
– Mira, nena -dije-. ¿Te importa decirme qué pasa? ¿Es éste el jodido final?
– ¿Es usted Henry Chinaski?
– Me temo que sí.
– Le esperan abajo para la comunión.
– ¡No, espere! El confundió las señales. Yo le dije: Noquiero comulgar.
– Ah -dijo ella.
Cerró la cortina y apagó las luces. Pude oír la mesa o lo que quiera que fuese arrastrándose con más fuerza por el pasillo. El Papa iba a disgustarse conmigo. La mesa hacía un ruido infernal. Pude oír a los enfermos y moribundos despertándose, tosiendo, haciendo preguntas a la oscuridad, llamando a las enfermeras.
– ¿Qué era eso, chico? -preguntó Herb.
– ¿Qué era qué?
– Todo ese ruido, y las luces.
– Era el Ángel Negro, el Bestia del Batman preparando el Cuerpo de Cristo.
– ¿Qué?
– Duérmete.
13
Mi médico vino a la mañana siguiente; examinó mi culo y me dijo que podía irme a casa.
– Pego hijo mmío, no se le ocugga montarr a caballo, ¿ya?
– Ya. ¿Pero qué me dice de algún coño caliente?
– ¿Commo?
– El acto sexual.
– ¡Oh, nein, nein! Pasagán de seiss a occho semanas antes de que udsted poder hacerr algo normal.