Выбрать главу

– Mira esto. Dos dólares y medio por un ridículo botellín de agua. Tres dólares por una Snicker. ¡Una Snicker!

– Estas pagando algo más que la chocolatina -señaló él-. Pagas por comértela justo cuando quieres.

Pero ella ya había visto la bolsita de cacahuetes encima de la cama y no se pudo contener.

– Siete dólares. ¡Siete dólares! ¿Cómo has podido?

– ¿Quieres una bolsa de papel para recobrar el aliento?

– Deberías vigilar la cartera.

Por lo general no lo mencionaría -dijo él-, pero soy rico. -Y, salvo que hubiera un colapso total de la economía americana, siempre lo sería. De niño, el dinero había provenido de sustanciosas pagas. De adulto, procedía de algo mucho mejor. De su propio trabajo.

– No me importa lo rico que seas. Siete dólares por una bolsita de cacahuetes es demasiado.

Obviamente los problemas económicos de Castora eran más serios de lo que parecía, pero eso no quería decir que él tuviera que reprimirse en comprarse lo que le diera la gana.

– Vino o cerveza, elige. O elegiré yo por ti. De una manera u otra, voy a abrir una botella.

Ella todavía tenía la nariz enterrada en la lista de precios.

– Si me das los seis dólares, fingiré que bebo la cerveza.

La cogió por los hombros y la apartó a un lado para poder acercarse al minibar.

– No mires si es demasiado doloroso para ti.

Blue recogió rápidamente el bloc y se dirigió a una silla en el otro extremo de la habitación.

– Hay mucha gente en el mundo muriéndose de hambre.

– No seas aguafiestas.

A regañadientes ella aceptó la cerveza. Por suerte para Dean, en la habitación sólo había una silla, lo que le daba la excusa perfecta para tumbarse en la cama.

– Dibújame como quieras.

Esperaba que ella sugiriese que se desnudara otra vez, pero no lo hizo.

– Ponte cómodo. -Dejó la cerveza sobre la moqueta, apoyó el tobillo en la rodilla contraria como hacen los hombres, y sacudió el bloc sobre los desarrapados pantalones negros. A pesar de lo agresivo de su postura, parecía nerviosa. Por ahora, las cosas iban bien.

Dean se apoyó en un codo y terminó de desabotonarse la camisa. Había posado para bastantes fotos de ese estilo en la campaña de Zona de Anotación y sabía lo que le gustaba a las señoras; lo que seguía sin comprender era cómo podían preferir una foto de él en cueros a una donde lanzaba el balón con una espiral perfecta. Debía de ser una de esas cosas incomprensibles de mujeres.

Un mechón de pelo negro se soltó de la coleta siempre despeinada de Castora y le cayó sobre la mejilla mientras miraba fijamente su bloc. Dean se abrió la camisa lo suficiente como para dejar a la vista los músculos que llevaba desarrollando más de una década de duro trabajo, pero no tanto como para revelar las recientes cicatrices de su hombro.

– No soy -dijo él- realmente gay.

– Oh, cariño, no tienes que disimular conmigo.

– Lo cierto es que… -deslizó el pulgar por la cinturilla de los vaqueros y los bajó un poco más-, algunas veces, cuando salgo por ahí, el peso de la fama es demasiado para mí, así que recurro a medidas extremas para ocultar mi identidad. Aunque, para ser justos, no llego nunca a perder la dignidad. No podría, por ejemplo, disfrazarme de animal. ¿Tienes bastante luz?

El lápiz se deslizaba sobre el bloc.

– Apuesto lo que sea a que si encontraras al hombre adecuado, no renegarías de tu sexualidad. El amor verdadero es muy poderoso.

Ella todavía quería jugar. Divertido, cambió de táctica.

– ¿Y era eso lo que tú sentías por el viejo Monty?

– Amor verdadero, no. Nací sin el cromosoma del amor. Pero sí una amistad verdadera. ¿Te puedes poner del otro lado?

¿Y quedar de cara a la pared? De ninguna manera.

– Tengo la cadera tocada. -Dobló la rodilla-. ¿Y todas esas cosas que le decías a Monty sobre la confianza yel abandono eran tonterías?

– Mira, Dr. Phil, estoy tratando de concentrarme.

– No, no eran tonterías, entonces. -Ella seguía sin mirarlo-. Yo me he enamorado media docena de veces. Todas antes de cumplir los dieciséis, pero bueno…

– Seguro que ha habido alguien desde entonces.

– Bueno, de hecho no.

Era algo que volvía loca a Annabelle. Decía que incluso su marido, Heath, un tío duro donde los haya, se había enamorado una vez antes de conocerla.

Castora extendió la mano.

– ¿Por qué echar raíces cuando el mundo está a tus pies, no?

– Me está dando un calambre -dijo él-. ¿Te importa que me estire?

No esperó respuesta, pasó las piernas por encima del borde de la cama. Se tomó su tiempo para ponerse de pie, luego se estiró un poco, contrayendo el abdomen, lo que hizo caer los vaqueros lo suficiente para revelar la parte superior de sus boxers grises de Zona de Anotación.

Castora se obligó a mantener la vista en el bloc.

Tal vez había cometido un error táctico mencionando a Monty, pero no podía comprender que alguien con la fuerza de carácter de Castora se pudiera sentir atraída por semejante imbécil. Colocó las manos en las caderas, apartando a propósito la camisa para poder exhibir sus pectorales. Comenzaba a sentirse como un stripper, pero al final ella levantó la vista. Los vaqueros se bajaron un par de centímetros más y el bloc se le cayó al suelo. Ella se agachó para recogerlo y se golpeó la barbilla ruidosamente con el brazo de la silla. Estaba claro que ella necesitaba algo más de tiempo para hacerse a la idea de dejarlo explorar sus partes de castora.

– Voy a darme una ducha rápida -dijo él-. Para quitarme el polvo del camino.

Blue depositó el bloc en el regazo con una mano y se abanicó con la otra.

La puerta del baño se cerró. Blue gimió y bajó el pie a la alfombra. Debería haber fingido que tenía migraña. O lepra… o cualquier otra cosa para poder escapar a su habitación. ¿Por qué no la había ayudado una amable pareja de jubilados? ¿O uno de esos tíos dulces y sensibles con los que se sentía tan cómoda?

Oyó correr el agua de la ducha. Se la imaginó resbalando sobre ese cuerpo de anuncio. Él estaba acostumbrado a utilizarlo como un arma, y, como no había nadie cerca, era ella quien estaba en su punto de mira. Pero con hombres tan lujuriosos como él había que mantener la distancia.

Tomó un largo trago de cerveza. Se recordó que Blue Bailey no huía. Jamás. Por fuera parecía frágil, como si cualquier ligera brisa pudiera tumbarla, pero por dentro era fuerte y eso era lo que verdaderamente importaba. Así era como había sobrevivido a una infancia itinerante.

«¿Qué importaba la felicidad de una niña, por muy querida que fuera, cuando había tantos miles de niñas en el mundo amenazadas por bombas, soldados o minas terrestres?»

Había sido un día horrible, y los viejos recuerdos hicieron acto de presencia.

– Blue, Tom y yo queremos hablar contigo.

Blue todavía recordaba el descolorido sofá a cuadros del minúsculo apartamento que Olivia y Tom tenían en San Francisco y la manera en que Olivia había palmeado el cojín de su lado. Blue era menuda para ser una niña de ocho años, pero no lo suficiente como para sentarse en el regazo de Olivia, así que se había acomodado a su lado. Tom estaba sentado enfrente y acarició la rodilla de Blue. Blue los quería más que a nadie en el mundo, incluida esa madre que no había visto desde hacía casi un año. Blue había vivido con Olivia y Tom desde los siete años, e iba a vivir siempre con ellos. Se lo habían prometido.

Olivia llevaba su pelo castaño claro recogido en una trenza que le caía sobre la espalda. Olía a curry en polvo y a pachuli, y siempre le daba arcilla para que jugara a las cocinitas. Tom era un afroamericano grandote que escribía artículos para periódicos subversivos. Llevaba a Blue al parque del Golden Gate y la montaba a caballito sobre sus hombros cuando salían a la calle. Si tenía pesadillas, iba a su cama y se quedaba dormida con la mejilla apoyada en el hombro cálido de Tom y los dedos enredados en el largo pelo de Olivia.